Telescopio: cuestión de habas
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“En todas partes de cuecen habas” nos señala el dicho popular, apuntando a que malas prácticas, malas ideas o derechamente, estupideces, tienen una cierta extensión universal. Planteado así de buenas a primeras, repetirnos este dicho puede servir un propósito conformista, lo que de ninguna manera es bueno. Aceptar que, porque en otras partes las cosas se hacen mal, eso sirva de excusa o aliciente a que sigamos haciendo lo mismo, porque –bueno, “así está el mundo”– y no hay más vuelta que darle al asunto, no lleva a ningún progreso, sea combatiendo el COVID-19 o en cualquiera otro empeño.
El caso del COVID-19 es lo más ilustrativo respecto de este asunto de las “habas cocidas en todas partes”. Sin duda la aparición del mortal bicho sorprendió a todo el mundo y sobre todo, dejó en claro que sólo en aquellos lugares donde había sistemas de salud eficientes y acertadas políticas al momento de su irrupción, el virus ha dejado huellas menos dolorosas: Nueva Zelandia ha sido un buen ejemplo de ello, pero también Vietnam y –sobre todo– Cuba, asediada y bloqueada, que con todo eso en contra, ha logrado no sólo mantener la enfermedad bajo control en su propio territorio, sino además prestar una mano solidaria a otros países también.
De lado habría que dejar en cualquier análisis los casos de Estados Unidos y Brasil, ambos gobernados por individuos que no sólo han minimizado el riesgo de la pandemia para sus ciudadanos, sino que, además, han saboteado los esfuerzos de otros dentro de sus propias fronteras por poner algo de cordura en medio de la estupidez oficial que Trump y Bolsonaro personifican.
En algunos países como el Reino Unido en un momento, en Suecia actualmente, y en el caso de Canadá, en la provincia de Quebec, aunque con dudas, ha flotado la idea de la “inmunidad de manada” (del inglés herd immunity). Aunque algunos intentan suavizar la traducción a algo más inocuo como “inmunidad colectiva” o “inmunidad de grupo”, lo cierto es que –en toda su brutalidad– el término revela bien su intención. Y ella no es otra que lograr la inmunidad de la sociedad mediante el contagio de la mayoría de su población, hasta un momento en que, sin más gente que contagiar, el virus desaparezca o pase a tener una presencia muy marginal. Por cierto, los proponentes de este modelo eluden mencionar que en esa mayoría contagiada (la manada o rebaño) va a haber una abundante cantidad de adultos mayores que evidentemente va a morir. En otras palabras: la inmunidad de manada es equivalente a decir “que se mueran los viejos”. Un modelo de salud pública, si así se la pudiera llamar, que es sin embargo complementario al modelo de la economía neoliberal. Recuérdese que el Fondo Monetario Internacional había advertido ya en 2012 que uno de los problemas que enfrentaba la economía (tal como esa gente la entiende, claro está) era el alto y creciente número de adultos mayores y por lo tanto, jubilados, lo que ponía una enorme presión sobre los sistemas de pensiones a nivel mundial. Según un artículo del diario español El País del 11 de abril de ese año: “El Fondo reclama, entre otras medidas, que se recorten las prestaciones y se retrase la edad de jubilación ante ‘el riesgo de que la gente viva más de lo esperado’». He aquí que el coronavirus podría resolver el problema, deben pensar para sus adentros todos esos economistas del FMI, el Banco Mundial y otros organismos dedicados a servir a ese poderoso caballero, “Don Dinero”.
Aunque, para ser justos en cualquier apreciación balanceada del problema, no se puede desconocer el carácter inesperado, veloz y masivo del contagio causado por el COVID-19, por otro lado es importante también hacer algunas salvedades. En general, desde países con una tradición de intervención estatal en la salud, como el Reino Unido, Francia, los escandinavos y el propio Canadá, hasta aquellos con sistemas duales: privado para los que pueden pagar y público, para el resto de sus habitantes, como es el caso de la mayor parte de América Latina, el virus ha tenido efectos devastadores. Eso sí, por razones de diferencia en sus niveles de riqueza, los países desarrollados han podido responder de un modo más adecuado a las necesidades que súbitamente su población debió enfrentar. En Canadá, por ejemplo, a poco andar de la crisis el primer ministro Justin Trudeau anunció facilidades para los trámites de seguro de desempleo a los que quedaban cesantes y subsidios de emergencia de 2 mil dólares para todos los que pudieran necesitarlos. Eso, además de subsidios para pagar los arriendos por parte de pequeños y medianos negocios obligados a mantenerse cerrados. Incluso los jubilados se vieron beneficiados con 300 dólares más y aquellos pensionados de muy bajos ingresos, con un suplemento total de 500 dólares.
Sin embargo, no se crea que todo es miel sobre hojuelas en estas tierras del norte del continente. Al momento de escribir esta nota, Canadá tenía sobre 78 mil casos de COVID-19 y registraba un total de casi 6 mil muertes, de esos, más de la mitad corresponden a la provincia de Quebec, a este momento con sobre 43 mil casos. El elevado número en esta provincia ha causado alarma entre quienes vivimos aquí: Quebec sólo tiene poco más de un 22 por ciento de la población del país pero acapara más del 50 por ciento de todos los casos de infección y de fallecimientos.
Como país federal (al igual que EE.UU.) la salud en Canadá es de jurisdicción provincial, aunque hay una ley federal que da los lineamientos generales. La pregunta que muchos se hacen entonces es por qué, con sistemas de salud diferentes, pero básicamente comparables en términos de recursos y calidad de servicio, la performance de Quebec es tan desastrosa.
Eso nos lleva a recordar una vez más el dicho con que iniciaba esta nota: pareciera que en Quebec, como en Chile, las recetas para el cocimiento de las habas tiene muchas semejanzas. Al revés de Chile, en Canadá si bien hay una Ministra de Salud –Patty Hajdu– su rol es más bien el de diseñar y supervisar las políticas generales de salud a nivel nacional, mientras el diseño de las operaciones día a día recae en la Autoridad de Salud Pública de Canadá, un cargo técnico, en principio, no político. En la actualidad ese cargo lo ejerce la Dra. Theresa Tam. El mismo modelo de estructura se reproduce en cada provincia. En Quebec ese cargo técnico lo ejerce el Dr. Horacio Arruda, un pintoresco personaje de ancestro portugués, muy simpático en los inicios de la crisis, pero que ahora se ha revelado como un chanta, que no mantiene la autonomía de su cargo técnico y en cambio sólo se presta a darle cobertura y justificación a las medidas políticas del premier de Quebec, François Legault. Este, a su vez, es un político de derecha, adherente a lo que se llama un “nacionalismo suave” (no separatista o independentista), y ligado a intereses empresariales (hombre de negocios, fue dueño de una aerolínea ¡vaya coincidencia!) y que en días recientes su mayor interés es el de tratar de volver a la “normalidad” a la brevedad posible, a pesar que en Quebec, y especialmente en Montreal, el COVID-19 se sigue expandiendo sin control.
¿Qué ha fallado aquí? Uno de los problemas en Quebec, es el alto grado de burocratización de los servicios de salud, lo que se traduce en centralización en la toma de decisiones a todo nivel, y además en que el sistema es permeado por una mentalidad burocrática. Entrevistado por el diario local Le Journal de Montréal, el Dr. Marc Dauphin, un ex médico militar, explicaba cómo mientras jóvenes soldados eran desplegados para ayudar en las residencias de ancianos, luego que gran parte de su personal debió abandonar tareas por contagio, los burócratas a cargo de esas instalaciones rehusaban hacer trabajos de cuidado a los ancianos, básicamente porque eso “rebajaba su status”. Una mentalidad burocrática que probablemente también está presente en Chile. (Cabe acotar que a diferencia de Chile, los soldados aquí en Canadá no han estado en las calles, sino ayudando a atender ancianos en residencias donde el virus ha causado estragos, tanto en Quebec como en Ontario).
Por último, tampoco puede escapar a nuestra comparación del cocimiento de habas, las personalidades involucradas. El Dr. Jaime Mañalich, Ministro de Salud en “la fértil provincia” de Don Alonso de Ercilla, el pintoresco Dr. Arruda en la provincia de Quebec, en tanto jefe de salud pública provincial. “De los dos no se hace uno…” como diría una vecina en mis tiempos de infancia. Claro está, lo inesperado de la pandemia puede descolocar a cualquiera, pero eso no es excusa para quienes dicen una cosa un día, para desdecirse al poco tiempo, como es el caso de estos dos personajes. Eso sí, aunque a Mañalich le gusta aparecer en la pantalla, no ha llegado al extremo del jefe provincial quebequense de aparecer bailando al son de un rap en un video en You Tube. Su salida farandulera, aparte de exponerlo al ridículo (“si es tan bueno como médico que como bailarín, estamos liquidados…”), se agrega a una machista respuesta a una alta funcionaria de salud del gobierno federal (“yo no respondo a esa dama”) delatando además una arrogancia propia de aquellos québécois más ignorantes que se creen superiores al resto de la gente del país, fuera de lugar además en un hombre de origen étnico—portugués como es él, que por eso mismo debiera ser más mesurado. Esto, por cierto sólo ha contribuido a hacerlo perder la credibilidad y confianza ciudadana que una vez tuvo.
¿Y cómo están las cosas en Chile? Comparativamente con lo que ocurre aquí, probablemente mucho peor, por lo menos en cuanto al frente económico y cómo la gente allá enfrenta la situación. Eso sí, en cuanto a sus respectivas autoridades médicas, parece que en ambos casos se habría tratado del “raspado de la olla”, adecuada analogía para esta nota a propósito de habas.
Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)