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La pandemia como catalizador de fracturas
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La pandemia de COVID-19 no fue solo una crisis sanitaria: operó como un espejo deformante que amplificó tensiones latentes y reconfiguró el paisaje político, social y cultural de manera irreversible. A tres años de su irrupción, es evidente que su legado no se reduce a protocolos de bioseguridad o teletrabajo. Por el contrario, actuó como un acelerador histórico, desdibujando fronteras ideológicas, normalizando medidas autoritarias y alterando trayectorias colectivas que parecían inamovibles, como el ascenso del ecologismo o la fe en el progreso tecnológico. Este proceso, lejos de ser neutral, ha favorecido dinámicas regresivas cuyo impacto aún no terminamos de descifrar.
Uno de los fenómenos más inquietantes ha sido la revitalización de la extrema derecha (o derecha radical) en espacios públicos y digitales. Durante los confinamientos, movimientos neonazis y grupos ultranacionalistas aprovecharon el miedo y la desinformación para presentarse como defensores de “libertades amenazadas”. Las protestas contra las vacunas y las restricciones sanitarias, inicialmente heterogéneas, fueron cooptadas por simbologías y consignas de odio. En Alemania, las marchas de Querdenker mezclaron eslóganes new age con retórica antisemita; en Estados Unidos, milicias como los Proud Boys infiltraron movimientos antivacunas. Este sincretismo no es casual: la pandemia facilitó la creación de “puentes” entre sectores aparentemente dispares. Conspiracionistas, terraplanistas, influencers wellness y grupos neofascistas encontraron un enemigo común en el “establishment” —gobiernos, científicos, medios—, tejiendo una red de desconfianza que trascendió las divisiones tradicionales entre izquierda y derecha. Incluso sectores progresistas, en su crítica legítima a los abusos corporativos de Big Pharma o al control estatal, terminaron, en algunos casos, nutriendo narrativas reaccionarias.
Paralelamente, se consolidó un marco de excepción permanente. Estados alrededor del mundo implementaron medidas de vigilancia masiva —desde aplicaciones de rastreo hasta toques de queda— bajo el argumento de la emergencia. Si bien muchas fueron necesarias, su normalización sentó un precedente peligroso: la aceptación social de que los derechos civiles son negociables frente a crisis futuras. Giorgio Agamben alertó tempranamente sobre la “biopolítica” pandémica, donde la vida biológica se convierte en el único criterio de gobernanza. Hoy, líderes autoritarios como Viktor Orbán en Hungría instrumentalizan este discurso para justificar recortes democráticos, no contra virus, sino contra disidentes, migrantes o minorías. La lógica excepcional se ha vuelto ordinaria.
El movimiento ecologista, que en 2019 alcanzó su cénit con las protestas de Fridays for Future y la emergencia climática declarada por la ONU, vio interrumpido su impulso. El confinamiento global redujo emisiones de CO₂, pero también desplazó la atención pública hacia la inmediatez de la crisis sanitaria. Los gobiernos, en lugar de aprovechar para impulsar una transición verde, priorizaron reactivar economías mediante subsidios a industrias contaminantes. El resultado fue un auge del “colapsismo”, esa visión derrotista que asume el fin de la civilización como inevitable. Foros online y libros bestseller promueven un ecofascismo solapado: si el colapso es inminente, ¿para qué exigir políticas verdes? Mejor preparar bunkers o seguir quemando combustibles fósiles. La pandemia, así, no solo ralentizó la acción climática, sino que alimentó un nihilismo paralizante.
La tecnología, presentada como salvación durante la cuarentena, reveló su doble filo. Plataformas digitales se volvieron indispensables para el trabajo, la educación y el activismo, pero también profundizaron brechas de acceso y concentraron poder en gigantes como Meta o Amazon. La “indefensión tecnológica aprendida” —esa sensación de impotencia ante algoritmos inescrutables— se normalizó. Aceptamos que Zoom decida cómo nos relacionamos, que TikTok moldee nuestra atención o que estados y empresas vigilen nuestros datos, no por ingenuidad, sino porque la alternativa era el aislamiento absoluto. Esta dependencia, lejos de revertirse, se ha integrado al tejido social: las ciudades serán “inteligentes” y las democracias dependerán de infraestructuras digitales controladas por élites.
Frente a este panorama, las izquierdas enfrentan una encrucijada. Por un lado, debe evitar el reduccionismo de atribuir todo al virus: la pandemia no creó el auge de la extrema derecha, el autoritarismo o la desigualdad, pero sí los potenció al exponer las fragilidades de sistemas neoliberales y democracias fatigadas. Por otro, tiene el desafío de reconstruir narrativas esperanzadoras sin caer en utopías ingenuas. El ecologismo, por ejemplo, requiere salir del colapsismo mediante propuestas concretas que vinculen justicia climática con equidad social. La lucha contra el autoritarismo exige alianzas amplias, pero con límites claros: no hay espacio para el diálogo con quienes usan la democracia para destruirla.
Para cerrar esta columna, creo que la pandemia nos dejó un mundo más polarizado, pero también más consciente de su interdependencia. El reto es transformar esa conciencia en acción colectiva antes de que las fracturas que abrió se conviertan en abismos.
Fabián Bustamante Olguín.
Académico del Departamento de Teología, Universidad Católica del Norte, Coquimbo.