Columnistas

Berlusconi o el espectro de la política posmoderna

Tiempo de lectura aprox: 2 minutos, 25 segundos

En un reciente comentario en la red BlueSky, el filósofo español César Rendueles señaló que “tal vez la figura política más influyente de nuestro tiempo sea Silvio Berlusconi: anticipó todo esto, demostró que este horror era posible”. La afirmación, aparentemente hiperbólica, contiene una verdad incómoda: el magnate italiano no solo fue un líder controversial, sino el arquitecto de un modelo de gestión política que ha corroído los cimientos de la democracia liberal, transformándola en un teatro de manipulación mediática y frivolización del poder. Su legado, lejos de ser una anomalía histórica, se ha convertido en el manual de operaciones de una clase política global que ha sustituido la deliberación racional por el culto a la personalidad y la posverdad.

Silvio Berlusconi emergió en los años noventa como la encarnación de un capitalismo triunfante, donde los límites entre empresa, medios y Estado se desdibujaron. Dueño de un imperio mediático (Mediaset) y con una carrera marcada por escándalos judiciales —desde fraude fiscal hasta acusaciones de colusión mafiosa—, su ascenso a la presidencia del Consejo de Ministros de Italia en 1994 inauguró una era en la que la política dejó de ser un espacio de confrontación ideológica para convertirse en un espectáculo de márquetin emocional. Berlusconi no gobernaba: actuaba. Sus intervenciones públicas, cargadas de chistes procaces, promesas vacuas y ataques a la “casta judicial”, estaban diseñadas para un prime time que él mismo controlaba. La sustancia política era irrelevante; lo crucial era la capacidad de generar lealtades a través de una identidad pública cuidadosamente construida: la del hombre exitoso, cercano al pueblo y víctima de elites envidiosas.

Este enfoque, que Rendueles describe como “horror”, anticipó fenómenos que hoy definen nuestra ecología política. La berlusconización no es solo un término local: es una metástasis global. Donald Trump, Jair Bolsonaro y Nayib Bukele, por citar ejemplos disímiles, han replicado su fórmula de combinar autoritarismo neoliberal con un relato anti-sistema mediáticamente eficaz. Como Berlusconi, estos líderes han entendido que, en la era de la hiperinformación, la política no se gana en los parlamentos, sino en las pantallas. La verdad se subordina a la viralidad; el debate público, a la simplificación binaria; el bien común, a la rentabilidad electoral inmediata. La consecuencia es una democracia de baja intensidad, donde la ciudadanía se reduce a audiencia y el voto a un like.

Pero el verdadero legado de Berlusconi no es su estilo, sino la normalización de la impunidad. Su habilidad para evadir consecuencias jurídicas —a pesar de condenas por fraude fiscal y abuso de poder— sentó un precedente peligroso: la idea de que las instituciones son maleables para quien tiene suficiente poder mediático y económico. Este desprecio por la rendición de cuentas ha contaminado sistemas políticos enteros, como demuestra la actual ola de neopopulismos que instrumentalizan el lawfare o atacan la independencia judicial. Cuando un líder puede presentar sus delitos como “persecución política” y movilizar a su base mediante narrativas victimistas, el Estado de derecho se convierte en una ficción.




Rendueles acierta al señalar que este “horror” no es un accidente, sino el resultado de un proyecto deliberado. Berlusconi demostró que es posible gobernar desde la frivolidad, convirtiendo la administración pública en un apéndice de intereses privados. Su régimen fusionó neoliberalismo y autoritarismo, recortando derechos sociales mientras se fortalecía mediante el control de la narrativa pública. Hoy, en un mundo donde las plataformas digitales amplifican la polarización y las fake news, su modelo ha encontrado un caldo de cultivo perfecto. La política se ha convertido en una guerra de narrativas, donde los hechos son commodities manipulables y la ética, un obstáculo superable.

La advertencia de Rendueles es clara: si aceptamos que la política es un juego de egos mediáticos, renunciamos a la posibilidad de una democracia sustantiva. Berlusconi no fue un bicho raro, sino el síntoma de un capitalismo tardío que mercantiliza hasta la resistencia. Frente a esto, urge rescatar la política como espacio de conflicto colectivo y proyecto ético. De lo contrario, como bien anticipó el filósofo, el “horror” seguirá replicándose, hasta que la democracia sea solo el nombre de un reality show cancelado.

 

Fabián Bustamante Olguín.

Académico del departamento de Teología, Universidad Católica del Norte, Coquimbo



Foto del avatar

Fabián Bustamante Olguín

Doctor en Sociología, Universidad Alberto Hurtado Magíster en Historia, Universidad de Santiago Académico Asistente del Instituto Ciencias Religiosas y Filosofía Universidad Católica del Norte, Sede Coquimbo

Related Posts

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *