La encrucijada política chilena: entre el desgaste partidista y la demanda de proyectos nacionales
Tiempo de lectura aprox: 2 minutos, 48 segundos
El escenario político chileno actual se despliega como un laberinto de incertidumbres, donde las encuestas —esas narrativas numéricas efímeras— dibujan un panorama fragmentado. Evelyn Matthei, Johannes Kaiser y José Antonio Kast emergen como figuras en una contienda que, más allá de las preferencias momentáneas, revela una crisis de sentido en la política nacional. La discusión no debería orbitar únicamente en torno a quién lidera las mediciones de opinión, sino en la ausencia de proyectos colectivos capaces de trascender el cortoplacismo y las lógicas reactivas que hoy dominan tanto a la oposición como al oficialismo.
La derecha chilena, históricamente articulada en torno a un ideario económico neoliberal y una retórica gremialista, enfrenta un dilema existencial. Su actuación a nivel municipal —ejemplificada en figuras como Mario Desbordes o Sebastián Sichel— ha consistido en una estrategia basada en la descalificación de gestiones anteriores, sin construir alternativas programáticas sólidas. La crítica a los errores de la centroizquierda, aunque legítima en algunos casos, se ha convertido en un fin en sí mismo, un reflejo condicionado que no logra ocultar la carencia de una visión transformadora. Este vacío se agudiza cuando, tras alcanzar cargos de poder, sus representantes replican las dinámicas que denuncian: la desconexión con las demandas ciudadanas, la priorización de agendas partidistas sobre el interés común y, en casos como el de Desbordes, una gestión interrumpida por compromisos que cuestionan la dedicación al rol público.
Frente a este escenario, el ascenso de figuras como Johannes Kaiser —cuyo Partido Nacional Libertario bebe de las fuentes del libertarismo antiestatal, al estilo de Javier Milei en Argentina— parece capitalizar el desencanto hacia la política tradicional. Su discurso, que combina un nacionalismo simbólico con una crítica radical a lo estatal, resuena en un sector de la ciudadanía hastiada de la parálisis institucional. Sin embargo, aquí surge una paradoja: mientras el libertarismo promete emancipación del Estado, su aplicación concreta en contextos latinoamericanos —como lo demuestra la experiencia argentina— suele profundizar desigualdades y desprotección social, sin resolver los problemas estructurales que dicen combatir.
Por su parte, el oficialismo —encarnado en el Frente Amplio y su alianza con sectores de la centroizquierda— ha optado por una moderación que lo acerca más a la tradición concertacionista que a los postulados transformadores que alguna vez lo definieron. Aunque ha impulsado reformas puntuales, como la modificación al sistema de pensiones, su énfasis en políticas identitarias ha dejado en segundo plano los desafíos socioeconómicos urgentes: el costo de vida, la precarización laboral o el acceso a servicios básicos. Esta ambigüedad programática, sumada a los casos de corrupción que han salpicado a sus figuras, ha erosionado su narrativa de renovación ética, dejando al descubierto una práctica política que reproduce los vicios que denunciaba en sus adversarios.
El problema de fondo, sin embargo, trasciende a las fuerzas individuales. Tanto la oposición como el oficialismo adolecen de un mal común: la incapacidad para articular un proyecto nacional coherente. En un país que aún lucha por digerir las secuelas del estallido social de 2019, la política se reduce a una pugna por administrar un modelo socioeconómico agotado, sin cuestionar sus bases. La derecha insiste en un Estado subsidiario y una economía de mercado sin contrapesos, mientras la centroizquierda —y ahora el Frente Amplio— navega entre ajustes cosméticos y la gestión reactiva de crisis.
Este vacío de horizonte se agrava por la creciente brecha entre la clase política y la ciudadanía. Los partidos, encerrados en sus dinámicas internas, parecen más preocupados por mantener lealtades orgánicas que por dialogar con las demandas emergentes. Las elecciones municipales, lejos de ser espacios de innovación democrática, se convierten en termómetros de un malestar difuso: la gente no solo castiga a quienes gobiernan, sino que desconfía de quienes prometen cambios que nunca llegan.
En este contexto, la figura de Evelyn Matthei —experimentada, pero asociada a un establishment en descrédito— y la de Johannes Kaiser —novedosa, pero anclada en un fundamentalismo ideológico riesgoso— simbolizan dos caras de una misma moneda: la política como espectáculo de personalidades, sin sustento en programas serios. La ciudadanía, atrapada entre el desencanto y la urgencia, clama por algo más que promesas o críticas: exige un rumbo claro frente a la desigualdad, la inseguridad y la crisis climática.
La lección es clara: Chile no necesita más candidatos que surfeeen las olas de la indignación momentánea, sino líderes capaces de construir acuerdos amplios en torno a un modelo de desarrollo inclusivo y sostenible. Mientras la derecha no supere su adhesión acrítica al neoliberalismo y la centroizquierda no reconozca que la mera administración del statu quo es insuficiente, el ciclo de desafección y polarización seguirá profundizándose. La política, en definitiva, debe dejar de ser un juego de espejos y convertirse, de una vez, en un instrumento para transformar la realidad.
Fabián Bustamante Olguín.
Académico del Departamento de Teología, Universidad Católica del Norte, Coquimbo