El socialismo sin héroes: ¿Un retorno a la raíz o una transformación hacia el futuro?
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El socialismo, como el viento que ha recorrido los siglos desde aquel lejano 1830, ha sido muchas cosas a la vez: un grito de rabia, una esperanza utópica, un movimiento masivo, un ideal aplastado, y también una institución en trajes de seda que, a veces, ha olvidado sus botas embarradas. Hoy, cuando nos preguntamos sobre su futuro, no podemos evitar mirar hacia atrás, hacia sus orígenes y sus desvíos, hacia las luchas encarnizadas y los sueños rotos. Pero más importante aún, nos preguntamos si este socialismo, que nació como la esperanza de las clases trabajadoras, debe volver a ser lo que alguna vez fue, o si, por el contrario, debe convertirse en algo completamente nuevo.
La pregunta no es menor, ni tampoco nueva. Desde que Robert Owen y los seguidores de Saint Simon comenzaron a gestar esa palabra, «socialismo», esta idea ha oscilado entre la utopía y la política pragmática. En su génesis, se levantó como una rebelión contra el nuevo monstruo industrial que estaba despojando a los pequeños artesanos y campesinos de su dignidad. El socialismo nació como un susurro de resistencia, como un grito contra la proletarización forzosa de masas enteras. Pero, ¿qué queda hoy de ese susurro? ¿Dónde están esos gritos?
El socialismo del siglo XXI parece estar dividido entre dos caminos: el del socialismo democrático que ha abrazado el sistema de mercado, y el que mira con nostalgia a la Comuna de París y a las revoluciones obreras, esas que han quedado relegadas a los libros de historia. La cuestión, entonces, es si el socialismo debe volver a sus raíces, a la clase trabajadora, o si debe seguir por el camino que lo ha llevado a los salones de los parlamentos y a los pactos con el capitalismo.
El socialismo democrático, ese que se consolidó después de la Segunda Guerra Mundial, ha logrado avances significativos en términos de libertades y derechos. El Programa de Bad Godesberg de 1959 marcó un punto de inflexión: el socialismo alemán decidió renunciar a los ideales revolucionarios de Marx y abrazar la economía de mercado y la democracia parlamentaria. La justificación fue clara: la lucha ya no era por la destrucción del capitalismo, sino por la corrección de sus excesos. Los partidos socialistas dejaron de ser partidos de clase para convertirse en partidos de «todo el pueblo». Sin embargo, esta «tarea constante de lucha por la libertad y la justicia», como ellos mismos la denominaron, no siempre ha sido tan constante, ni tan cercana a las clases trabajadoras.
Hoy, el socialismo democrático parece haber perdido gran parte de su conexión con las masas obreras que le dieron origen. Se ha convertido, en muchos casos, en una máquina burocrática, alejada de las necesidades cotidianas de la gente común, esa gente que debería ser el corazón palpitante de su causa. El socialismo ha cedido a la tentación de los grandes líderes, de los personalismos, de los aparatos de partido que responden más a las élites políticas que a los trabajadores. ¿Qué ha sido de esa rabia que movía a los obreros del siglo XIX? ¿Qué ha sido de esa esperanza de un mundo mejor?
El dilema es claro: el socialismo democrático, tal como lo conocemos, ha logrado estabilidad, pero a costa de perder el fuego revolucionario que lo caracterizaba. Por otro lado, los intentos de volver a una versión más radical y obrera del socialismo han sido, en gran medida, marginales o autoritarios. El socialismo radical, ese que mira a la Comuna de París o a la Revolución Rusa como ejemplos, ha demostrado ser, en muchos casos, incapaz de ofrecer soluciones viables en el mundo actual. Entonces, ¿qué camino debe tomar el socialismo para recuperar su atractivo? ¿Debe volver a sus raíces obreras? ¿O debe transformarse en algo nuevo?
La respuesta, probablemente, está en algún punto intermedio. No se trata de volver a los viejos tiempos, ni tampoco de seguir por el camino de la burocratización y el distanciamiento de las clases populares. El socialismo del futuro no puede permitirse el lujo de perder de vista a la gente común, esa misma gente que lo vio nacer entre fábricas, huelgas y revoluciones. Pero tampoco puede caer en la trampa de los liderazgos mesiánicos o las revoluciones sangrientas. El desafío es cómo volver a conectar con las necesidades de las clases trabajadoras en un mundo que ha cambiado radicalmente desde los días de la Primera Internacional.
La globalización, la automatización y la precarización del trabajo han transformado el panorama económico y social. La clase trabajadora ya no es la misma que la del siglo XIX, y el socialismo no puede seguir operando con las mismas lógicas que en esos tiempos. Hoy, el proletariado ya no está limitado a los obreros industriales; también incluye a trabajadores precarios, a freelancers, a migrantes y a millones de personas que no encuentran estabilidad en un sistema económico global que cada vez ofrece menos garantías.
Es aquí donde el socialismo puede encontrar un nuevo resurgimiento. El futuro del socialismo no está necesariamente en las grandes fábricas, ni en los comités de partido, sino en las pequeñas luchas cotidianas por la dignidad y la justicia social. Está en la lucha por un salario digno, por el acceso a la salud y la educación, por el derecho a una vivienda decente y por la justicia climática. Está en la resistencia a un sistema que parece cada vez más diseñado para beneficiar a unos pocos a expensas de la mayoría.
El socialismo del futuro debe ser un socialismo sin héroes. No puede depender de grandes líderes carismáticos o de revoluciones espectaculares. Debe ser un socialismo de base, construido desde abajo, por la gente común, por los trabajadores, los precarios, los migrantes, las mujeres y los jóvenes que están siendo excluidos de un sistema económico que cada vez les ofrece menos. El socialismo debe volver a ser una esperanza para aquellos que han sido olvidados por el neoliberalismo, por los partidos tradicionales y por las élites políticas.
En resumen, el futuro del socialismo depende de su capacidad para reconectarse con la realidad de la gente común. Debe abandonar los personalismos y las burocracias, y volver a las pequeñas luchas cotidianas por la dignidad y la justicia. No se trata de una revolución espectacular, sino de una serie de pequeñas revoluciones que, sumadas, pueden transformar el mundo. El socialismo debe volver a ser un movimiento de masas, pero no en el sentido de grandes manifestaciones o líderes carismáticos, sino en el sentido de un movimiento que nace desde las comunidades, desde los barrios, desde los lugares de trabajo.
Así, el socialismo podrá volver a ser lo que alguna vez fue: una esperanza para los que no tienen voz, una herramienta de lucha para los que han sido olvidados, y una promesa de un futuro mejor para todos.
Fabián Bustamante Olguín.
Doctor en Sociología. Académico del Departamento de Teología, Universidad Católica del Norte, Coquimbo