El progresismo fracasó por no cambiar el modelo productivo
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Los gobiernos progresistas, que nacieron en Sudamérica en la década del 2000, no fueron capaces de impulsar un proyecto de cambios sustantivos y ello ha hecho crecer a las derechas. En efecto, asociaron crecimiento con desarrollo; no cuestionaron el papel de nuestros países como proveedores de recursos naturales y las economías se subordinaron, sin mediaciones, a la globalización neoliberal; y, tampoco fueron capaces de impulsar políticas sociales universales, aceptando la focalización.
La emergencia de esos gobiernos progresistas alimentó esperanzas de una mejor vida para los pueblos de la región. Es verdad que los altos precios de las materias primas permitieron disminuir la pobreza y aumentar el consumo. Pero, agotado el ciclo expansivo de precios de las materias primas, las políticas adoptadas por sus gobernantes, más allá de diferencias nacionales, no lograron responder a las demandas de justicia e igualdad de una ciudadanía que había sido duramente golpeada por el neoliberalismo.
Por otra parte, esos gobiernos si bien asumieron la idea de democracia no fueron capaces de mantener una relación fluida con las organizaciones sociales, feministas, indígenas y medioambientalistas, las que originalmente los apoyaron.
La incapacidad del progresismo para atender las demandas populares generó frustración en vastas capas ciudadanas.
El progresismo fracasó, se confundió con el neoliberalismo. La región vivió la derrota de Cristina Kirchner en el 2015, en Argentina; la emergencia de Sebastián Piñera en 2010; el golpe blando contra Dilma Rousseff, en el 2016 y la emergencia de Bolsonaro en Brasil; el término abrupto del gobierno de Evo Morales, el 2019, en Bolivia. A ello se agregó la traición de Lenin Moreno al proyecto político que inició el presidente Correa en Ecuador, así como la interminable tragedia económica y social que vive Venezuela.
El principal error de los gobiernos progresistas fue mantener el modelo de crecimiento fundado en la explotación de los recursos naturales, que es precisamente el fundamento material del neoliberalismo.
Esos gobiernos no realizaron esfuerzos en favor de la industrialización, obnubilados por los altos precios de las materias primas y, muy por el contrario, las economías incluso se reprimarizaron para atender la creciente demanda china de minerales y alimentos. Los casos de Argentina y Brasil fueron muy evidentes.
A diferencia de las izquierdas de los años sesenta, esa suerte de centrismo progresista aceptó entonces que nuestras economías fuesen proveedoras de minerales y alimentos para la industrialización y urbanización china. Así las cosas, sus gobiernos mantuvieron intocado el modelo productivo, junto a una apertura incondicional a la economía mundial, impidiendo la diversificación económica lo que redujo la pobreza, pero favoreció empleos precarios y no ayudó a mejoras tecnológicas.
El triunfo de los gobiernos progresistas tuvo un gran apoyo inicial de los movimientos indígenas, ecologistas y feministas, los que mostraron una presencia política destacada en los primeros años. Sin embargo, con el correr del tiempo se desataron fuertes conflictos entre esos movimientos y los gobiernos.
Adicionalmente, los gobiernos progresistas se caracterizaron por prácticas personalistas, clientelares, y en varios casos corruptas, generando el rechazó de vastos sectores de la sociedad, lo que fue capitalizado por la derecha. Autoridades de alto rango cayeron en la corrupción o fueron tolerantes con ella.
La incomprensión del progresismo sobre el fundamento material del neoliberalismo lo condujo a aceptar, e incluso profundizar el extractivismo. Sus gobiernos no lograron superar paradigma de un tipo de crecimiento que se sustenta en el uso indiscriminado e irracional de los recursos naturales, lo que dejó ausente el desarrollo como estrategia. Fue también, entonces, funcional a la globalización neoliberal.
Más grave aún es que el progresismo ha operado en las cúpulas, distanciándose de los movimientos sociales.
En un cuadro de frustraciones populares y de reducción de los precios de las materias primas, las derechas de la región recuperaron la iniciativa política, que habían perdido a inicios de los primeros años de la década del 2000.
Es cada vez más evidente, entonces, que los actuales regímenes productivos deberán reestructurarse. Los países que fundamentan su actividad económica en los recursos naturales pueden crecer, pero no desarrollarse. Éstos presentan serios desequilibrios económicos, regionales y sociales; muestran inestables ingresos de exportación dependiente de los ciclos de precios internacionales.
El desarrollo (no el crecimiento, que no es lo mismo), entonces, no puede fundarse en la exclusiva producción de recursos naturales o en la especulación financiera. La transformación productiva, la industria, junto con la ciencia y la tecnología, son indispensables para avanzar al desarrollo.
En segundo lugar, la apertura en fronteras no puede ser indiscriminada. La apertura al comercio exterior es necesaria, especialmente para países pequeños; sin embargo, la importación de bienes y las inversiones externas deben ser reguladas en favor de las prioridades de los sectores industriales de transformación.
Tercero, se precisa aumentar sustancialmente la inversión en ciencia, tecnología e innovación, condición indispensable para que la inteligencia se incorpore en la transformación de los procesos productivos y agregue el valor indispensable para diversificar la producción de bienes y servicios.
Cuarto, un nuevo proyecto productivo fundado en la industria precisa mejorar radicalmente la educación formal y la capacitación de los trabajadores, así como un sistema de salud pública de calidad para toda la sociedad. Nuevas tecnologías, máquinas y procesos modernos exigen profesionales y trabajadores con formación. Esto resultará en mayor productividad, mejores salarios y distribución del ingreso. Como se conoce en Finlandia y otros países nórdicos.
Finalmente, habrá que hacer un esfuerzo de integración efectiva entre países de la región. Al menos entre mercados vecinos tendrán que encontrase espacios de complementación productiva, así como esfuerzos conjuntos en ciencia, tecnología y en educación superior. El fracaso económico y político de los proyectos formales de integración regional debe ser remplazado por iniciativas pragmáticas entre países para mutuo beneficio.
Para enfrentar las desigualdades, crecer con equilibrios territoriales y medioambientales y mejorar la productividad se requiere una economía diversificada, fundada en la industria. Es preciso, entonces, un nuevo modelo productivo que modifique la base material que da sustento al neoliberalismo.
Por Roberto Pizarro Hofer
Felipe Portales says:
El problema de fondo -que duele mucho reconocerlo- es que los sectores medios e intelectuales latinoamericanos han fluctuado entre un atávico arribismo y una subordinación práctica a nuestras oligarquías (más allá de los discursos) hasta los 50 y un radicalismo marxista-leninista («castrista» o «guevarista») en los 60-70 que tampoco tuvo nada de democrático y que provocó -¡en esas mismas clases medias e intelectuales!- luego de las dictaduras de «seguridad-nacional» neoliberales, una más o menos extrema derechización neoliberal. Y en ambas rutas han mostrado un desprecio fáctico de los sectores populares, más allá de discursos floridos de fuerte adhesión a ellas…
alfredo kirkwood says:
efectivamente, el progresismo es neoliberalismo con perspectiva de genero; o como dicen por ahi, el feminismo es la esta superior del capitalismo
Serafín Rodríguez says:
Claro que lo cambiaron! Lo cambiaron positivamete! Lo cosolidaron y lo hicieron más eficiente. No fracasaron para nada.
Lo del «progresismo» era y sigue siendo sólo un cuento electoral.