El extractivismo: no tirar al niño junto con el agua de la bañera
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El extractivismo es una mala palabra. Que a una economía o a un modelo de desarrollo se le califique de extractivista es una forma elegante de criticarlo o de condenarlo. En términos muy breves, se habla de extractivismo para referirse a sociedades o economías que viven de extraer lo que la naturaleza ha puesto en su suelo o en su subsuelo y venderlo en el mercado internacional sin mucha preocupación por agregarle valor o someter esos bienes a procesos ulteriores de modificación o manufacturación. Como el recurso que subyace en el subsuelo algún día se agota, – o deja de ser necesario por obra y gracia de nuevas tecnologías – entonces el negocio del extractivismo se acaba y el país debe pensar en algo distinto para seguir viviendo.
El cobre, en Chile, o el petróleo, en otros países, son muestras claras de economías extractivistas. Se saca del subsuelo lo que allí exista, durante el tiempo que dure, y se le envía al mercado internacional. En el cobre, la más clara expresión de aquello es que el cobre que exportamos es fundamentalmente mineral, es decir, la tierra o la roca donde está inserto el cobre, para ser sometido en el exterior a procesos de refinación o manufacturación. Sin embargo, nadie en su sano juicio postula que Chile debería dejar de extraer el cobre que subyace en su territorio. Muchos hay que opinan que las cosas deben seguir tal como están, sin mucho que modificar. Otros, sin embargo, opinan que el cobre debería llevarse a fases superiores de refinación o de manufacturación local, lo cual es fácil de decir y bastante difícil de hacer. Los países que nos compran el mineral han construido refinerías en su propio territorio de modo de hacer allí el proceso de agregarle valor al cobre chileno, tal como éste se exporta hoy en día. En todo caso, sin pretender de la noche a la mañana sustituir el mineral por productos refinados, se puede avanzar en la refinación n y manufacturación in situ del cobre chileno. Es enteramente posible conseguir o conquistar mercado internacional como para ello, si se tomaran decisiones en ese sentido. También se le pueden hacer pagar royalties y/o tributos a las empresas cupríferas – en lo cual algo se ha avanzado – para aumentar el porcentaje de las ganancias que quedan en territorio chileno, así como modificar la ley sobre concesiones mineras, de modo de evitar las concesiones a perpetuidad. Esas son vetas por donde avanza hoy en día el proceso de reducir o modificar el extractivismo minero.
Pero el problema al cual queremos referirnos en el presente artículo es si la agricultura, y en particular la fruticultura, pueden ser calificadas como actividades extractivistas. La fruta no vive en las entrañas del territorio chileno, esperando que alguien la saque de allí, , salvo muy pocas excepciones, y aun en esos casos, no se le exporta tal cual como se saca de la mata. En la inmensa mayoría de los casos, hay que sembrar, fertilizar, regar, cosechar, seleccionar, empacar, transportar, embarcar, refrigerar y llegar finalmente a puertos y consumidores extranjeros, y después volver a empezar. Es un proceso largo, muy complicado y avanzado tecnológica y administrativamente. ¿Se puede calificar tranquilamente a la fruticultura como extractivista? ¿O será que hay que dejar a la fruticultura fuera de esa calificación? Y si pensamos en un modelo diferente de funcionamiento de la economía chilena ¿qué debemos hacer con la fruticultura? ¿La reducimos? ¿Dejamos de exportar frutas? ¿Es intrínsecamente malo aquello? Nuestra respuesta es clara: a Chile le hará bien producir y exportar la mayor cantidad de frutas posibles. Pero ello no significa dejar todo tal como está hoy en día. Se puede avanzar en la modificación de las normas sobre valoración de la tierra agrícola, para fines tributarios; o de la relación con las pequeñas y medianas unidades agrícolas productoras y proveedoras de frutas; o de normas laborales, y salariales y previsionales que otorguen más beneficios a los trabajadores permanentes y de temporada; y también en lograr que las empresas productoras y exportadoras respeten y cuiden del medio ambiente, de modo que la naturaleza chilena, en general, conserve su belleza, su productividad y su uso para las presentes y fututas generaciones, y para que la fruticultura, en particular, siga aportando las divisas que la nación chilena necesita. Además, es posible seguir avanzando en la exportación de la fruta en diferentes formas, con grados variables de manufacturación, tales como la fruta fresca, refrigerada, pulpa, jugos, mermeladas y otras formas de presentación que el mercado internacional ponga de relieve, tratando siempre de ser lideres en cada uno de los rubros. El mucho o el poco carácter extractivista que tenga, por lo tanto, la fruticultura chilena se puede modificar sin necesidad de botar al niño junto con el agua de la bañera.
Por Sergio Arancibia