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¡Se trata de la cultura, estúpido!

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En los años 80, en plena crisis de la economía mundial, se acostumbraba decir que el problema  no es todo lo que habitualmente se habla: ¡“ES LA ECONOMÍA,  ESTÚPIDO!”, espetaban los soberbios economistas. Ahora que han pasado cuatro décadas de cuando Reagan afirmaba que el problema de la economía era el Estado, y se instala la economía neoliberal como paradigma único e inapelable, justamente, ahora, se está llegando a la conclusión que el problema de la economía son las corporaciones privadas y sus jugarretas financieras, es decir, el mercado y no el Estado.

 

En los países en los que el modelo neoliberal se apropió de la economía de manera extremosa, es donde se han producido mayor cantidad de crisis, inestabilidades macroestructurales. Allí donde el capital financiero logró infiltrarse, debilitando los controles del Estado, es donde se produjeron las corridas financieras de los “capitales golondrinas”, con las consecutivas devaluaciones masivas  (Rusia de Yeltsin, Polonia, Brasil de los 90, Argentina de Menem, México, etc.). En Asia, Japón que llegó a ser el principal ahorrista mundial y prestamista desde los años 60, al abrirse a los capitales de Occidente para habilitar el comercio de sus productos en EE.UU. de Norteamérica, sufrió la corrupción del mundo financiero, el estancamiento de su economía productiva y el déficit fiscal acumulado más grande de su historia (más del 300% de su PIB).

 

Pero no sólo de economía vive la globalización neoliberal. La globalización ha intentado forjar un relato cultural que le favorezca. En consecuencia, descubrió a los filósofos posmodernos, que son en su mayoría de origen europeo. Sabemos que la modernidad (filosofía iluminista) proponía el concepto “cosmopolita”, es decir la igualdad universal. Pero la teoría propuesta por los posmodernos no gusta del cosmopolitismo, gusta del ghetto, es decir el concepto de la diferenciación grupal y jerárquica, la separación, la distinción y la no confusión de etnias, oficios, roles y cualidades o niveles.

 

Al no aceptar tales igualdades y universalidades, se contenta con las diferencias no analizadas, no dilógicas, no dialécticas. Es decir, se contenta con señalar las superficialidades de tales segmentaciones; si hay algún acercamiento, este debe flotar en las superficies. Por ejemplo, si hablan de la cohesión nacional, esta se acepta siempre y cuando no profundice en las condicionantes sociales o estructurales, pero sí aceptan compartir los símbolos, la poesía y las artes llamadas populares, los himnos y la retórica patriótica o militaristas. Todo a nivel de los sentimientos y de lo puramente estético.




 

La farandulización es parte del paradigma esteticista de la política y el poder. La banalización de la tragedia, la espectacularización de las guerras, los asaltos, la delincuencia como exhibicionismo disruptivo de las mafias que dominan su ghetto territorial. La distracción es esencial al propósito seductor y alienante del sistema. Distraer en sus dos acepciones: desviar la atención de lo más importante a lo que se debe prestar atención, o simplemente alegrar la vida para pasar el tiempo insustancialmente.

 

La política como clubes del poder; los partidos y movimientos que dependen de los capos financistas, no de los líderes y sus ideas, menos del pueblo que los debería legitimar. El individualismo exhibicionista de los dirigentes de cualquier nivel; los compromisos de intercambios de “gauchadas” en los parlamentos, verdaderos trueques mercantiles; las corruptelas bajo cuerda que financian amigos y parientes, que, a su vez, se prestan para rebotar recursos a las arcas del servidor jerárquico. Los lobbys indecentes a costa de los presupuestos familiares o nacionales, a los que se les mete la mano al bolsillo por distintas vías: autorizar tarifas elevadas, intereses especulativos y abusivos, ahorrarse las compensaciones por daños, asignar exclusividades de explotación, sobresueldos o legislación laboral muy liberalmente abusiva, cobrar por lo que se debe prestar gratuitamente, sacar ventajas de contratos secretos (peajes y concesiones).

 

Esta cultura posmoderna que representa la mentalidad neoliberal globalista, no admite el sentido de crítica civilizatoria, el prejuicio sobre todo lo que es común a la humanidad (Jurgen Habermas acusa tal prejuicio en los posmodernos), por tanto auspician el “todo vale”; cada particularidad tiene el mismo derecho a existir, aunque sean contrarias al interés común, incluso a esos principios de ética universal. Esta forma de empate de las partes, borra o debilita el espíritu autocrítico, llevando más bien a la constante y porfiada autoafirmación de sus identidades, que terminan necesariamente siendo corruptoras.

 

Pero como no todos son iguales en las sociedades capitalistas tardías y globalizadas, existen ghettos en el poder y ghettos no integrados al poder.

Los pertenecientes al segmento cultural reprimido o discriminado, manifiestan necesariamente un espíritu crítico contra el sistema, pero esta crítica no llega a representar una “kulturalkritik”, es decir un abordamiento holístico, sino, apenas un pulso de malestar o inconformidad.

 

La cultura elitista de los ghettos en el poder, tienden a  afirmar su propia identidad social dominante, sin necesidad de incorporar de manera explícita el orden social en su conjunto. Se asume que la vida es así y debe permanecer así. De esta forma, los ghettos oprimidos  combinan un ánimo crítico focalizado con una solidaridad interna bastante firme; las élites combinan, en cambio, solidaridad interna con defensa corporativa y sistémica, lo que les hace ser bastante más extensos y efectivos en su desempeño respecto al poder.

 

De esta forma, las políticas identitarias reprimidas, pueden expresarse, a veces de manera radical, pero no pueden ser revolucionarias, pues les falta conectarse al circuito mayor, que les une a la sociedad. No hablan el idioma que comprende el Estado, la lucha clasista o la ideología de la dominación. Más que administrar el poder, buscan influir sobre el poder.

También es dable aseverar que la cultura elitista es de corte colonialista, mientras que la cultura reprimida y subalterna  no llega a ser anticolonialista; más bien se aproxima a una versión postcolonial, donde se tiende a sobrevalorar las luchas culturales, antes que las luchas concretas de la política en el poder, lo que les aleja de la posibilidad de alcanzar, a través de ellos, cambios fundamentales.

 

La cultura posmoderna dispersa las energías en un abanico de alternativas, de esa forma debilita la fuerza transformadora  de la sociedad civil, hasta convertirla en inoperante. Esa unión de la política con la cultura que para Edmund Burke, como  para Gramsci, eran indispensable, sólo se hace efectiva en las regiones superiores del poder organizado. En las áreas dominadas se acota también el horizonte, a tal grado que puede obrar incluso dañando sus intereses políticos.

 

El interés posmoderno por el pluralismo, la diferencia, la diversidad y la marginalidad, ha dado frutos valiosos, pero también ha servido para desplazar la atención de cuestiones más materiales, que finalmente determinan a las otras diferencias.

 

Por ejemplo, esta cultura posmoderna se guarda de abordar y reconocer el tema de las jerarquías en la sociedad capitalista tardía, pero todo el sistema de poder en la ley, en educación, la salud, el trabajo, la distribución urbana, están plagados de estas jerarquías.

 

La libertad posmoderna, que es igualmente promovida en su cultura, en los hechos oculta opresiones discriminatorias: contra razas, etnias, pobres, migrantes, género, ideas, costumbres, posturas críticas. Se adjetiva y califica rápidamente a quienes les parecen desestabilizar la aceptación del discurso cultural o político hegemónico: “comunistas”, “gritones”, “terroristas”, “resentidos”, “perdedores”, “marginales”, “lumpen”, “flojos”, “inútiles”, “zánganos”, “parásitos”.

 

Los posmodernos del capital global, pueden aceptar las diferencias, pero no reciben bien el conflicto abierto, porque para ellos el que conflictiva belicosamente, intenta decir o imponer a otros lo que debe hacer…..y eso sería peligroso, no para la libertad en sentido de corrección, sino para los intereses de los evasores de impuestos, de los traficantes de armas o drogas, para los defraudadores de recursos públicos o de los que se adjudican canonjías o especulaciones con información privilegiada. Sin embargo, no cabe duda de que el conflicto puede ser esencial para superar diferencias que sean ofensivas a la moral y ética pública y perjudicial al interés nacional.

 

Debemos, entonces poner atención ahora a la cultura, no sólo a la economía, pues la cultura nos puede llevar a aceptar lo que en visión objetiva resulta abusivo e inaceptable.

 

Por Hugo Latorre Fuenzalida

 

 

 

Las opiniones vertidas en esta sección son responsabilidad del autor y no representan necesariamente el pensamiento del diario El Clarín

 



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  1. Viva la dictadura del capital sobre el Trabajo……PERO BIEN LEJOS DE CHILE Y DEMÁS PAÍSES SUPER EXPLOTADOS DEL «TERCER»MUNDO»!!!!!!!!!!!
    Trabajadores del Mundo al Poder!!!!!!!

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