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Ocurrió en Santiago durante mi soltería irresponsable. Si bien recuerdo, ello acaeció una lluviosa noche de sábado de 1975; agosto era el mes. La dictadura desplegaba sus alas sin contrapeso alguno, y los miedos a ser detenido, torturado y desaparecido eran tan reales como la nieve cordillerana.

Habíamos asistido al cine y luego a cenar en un restaurante cercano al cerro San Cristóbal. La cena fue con baile, y con algo de licor también. No éramos precisamente novios, ni siquiera ‘pololos’ en serio, sólo amigos, pero durante el bailongo nos habíamos lanzado sutiles dardos cargados de ocultos deseos de rematar adecuadamente una noche de débil juerga en aquel aburridísimo Santiago del toque de queda. ¡El toque de queda! Era casi la medianoche y el desagradable toquecito aquel estaba por comenzar.

Miré a mi compañera con ojos chispeantes y en ese vistazo ella comprendió de inmediato mis intenciones. Acercó sus labios a mi oreja y en un susurro abrió la puerta a la felicidad. “Bueno, vamos, tú debes saber dónde”.

El fiel Fiat 600 nos trasladó raudo hasta un conocido motel ubicado en la calle Marín, próximo a la avenida Vicuña Mackenna. Cuando ingresamos a nuestro cuarto, los relojes marcaban la medianoche.




A las dos de la mañana sonó estridente el teléfono que había en ese dormitorio. Desde la administración se nos solicitaba (a los varones), presentarse en el lobby del motel con nuestra cédula de identidad y la de nuestra acompañante. ¿Qué ocurría? “Una patrulla militar fiscalizaría la identidad de los pasajeros del motel”. ¿Fiscalizaría?, era un allanamiento con todas sus letras, pero nada se podía hacer en contrario.

En el lobby nos reunimos ocho varones bajo una luz tenue que otorgaba a la situación cierto aroma tenebroso. Esa escasa luminosidad terminó apenas los soldados ingresaron al saloncito. Todas las luces se encendieron y pudimos reconocernos en nuestra propia ira y vergüenza. Cuatro soldados con sus caras pintadas, ojos burlescos y armas en ristre, bajo el mando de un oficial cuarentón, se abrieron en abanico para rodearnos.

El oficial cuarentón, con voz estentórea, comenzó a leer los nombres que contenían las cédulas de identidad. Al ser nombrados, había que dar un paso al frente y responder con voz fuerte: “presente, señor”. Yo temía que al ver mi nombre, ese oficial recordara lo que a través de alguna prensa escrita y de ciertas radioemisoras yo había opinado y criticado, desde mi ámbito sindicalista, respecto del gobierno militar.

El cuarentón comenzó un discursillo con aroma a diatriba acusándonos de malos chilenos, de ser jaraneros, infieles con nuestras esposas (yo era soltero, pero pese a ello me indignó esa frase; tal vez mi acendrado espíritu solidario con los pasajeros presumiblemente casados cobró vigencia una vez más).

El militar siguió con su perorata de cuartel:

“ustedes son irresponsables con sus hijos y con su hogar, por tanto, ustedes son irresponsables con su patria… este gobierno militar pondrá atajo a tamañas desventuras que hieren el alma de nuestro amado Chile”.

Y casi sin respirar. dirigiéndose al administrador del motel que estaba pálido como luna de invierno, lanzó la orden que electrizó a todos: “que se presenten aquí también las mujeres que acompañan a estos bribones”.

Un sudor frío recorrió mi espalda; mi compañera de cuarto era mujer casada, aunque separada de hecho de su marido que trabajaba fuera de Santiago. Sin embargo, si ese oficial decidía detenernos para llevarnos sabrá Dios adónde, a mi amiga se le presentaría una situación muy desagradable, pues debería soportar insultos e infundadas acusaciones de todo tipo lanzadas por un individuo que era, sin duda, fanático religioso además de militar. Ni decir que mi futuro tampoco se presentaba halagüeño, ni mucho menos.

En ese momento, uno de los pasajeros (nunca vi bien su rostro) llamó al militar con voz suave pero firme. “Sargento, ¿me permite una palabra en privado, por favor?”. Abrí los ojos, sorprendido. ¿Sargento? Yo lo había creído capitán o un rango similar.

El cuarentón se acercó al pasajero quien le mostró una especie de carnet, o de tarjeta, no lo sé, y le murmuró algo en sordina. La cuestión es que el sargento, de inmediato, se enderezó como si un rayo le hubiese caído encima, se cuadró militarmente llevando su mano derecha a la altura de la sien, respondiendo de manera fuerte y clara: “A la orden, señor”.

Acto seguido devolvió las cédulas de identidad, ordenó a sus soldados abandonar el lugar, y se retiró prestamente con ellos rumbo a la calle. Quise echar una mirada a nuestro salvador, pero este ya había desaparecido al igual que varios de los pasajeros que regresaron raudos a sus cuartos.

Mi compañera me esperaba vestida y con rostro de “¿qué ocurrió?”. El resto de la noche lo pasamos conversando, fumando y riéndonos nerviosamente a la espera que los relojes marcaran las seis de la madrugada para subirnos al Fiat 600 y desaparecer de aquel lugar.

Cuando dejé a mi amiga en la puerta de su edificio, ella me besó tiernamente y al despedirse me dijo con pícara gracia: “tú sí que sabes elegir bien un motel”.

Siempre que en Santiago debo transitar por la calle Marín en las cercanías de Vicuña Mackenna, recuerdo la perorata del “capitán-sargento” y la forma cómo se cuadró delante de un individuo que estaba descalzo, en pantalones, y con una camiseta relucientemente alba.

 

Por Arturo Alejandro Muñoz

 

 



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  1. Patricio Herman says:

    Si el sargento trató de «señor» a quien le habló, quiere decir que se trataba de un alto funcionario civil de la dictadura.

  2. Margarita Labarca Goddard says:

    SOBRE LA NOCHE DE MOTEL
    Qué bueno que publiquen este tipo de artículos, instructivos sobre lo que pasaba en tiempos de dictadura y al mismo tiempo simpáticos y livianos. Sigan este estilo por favor.

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