¡Por una Asamblea de la Civilidad!
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En la hora actual de Chile puede ser útil mirar al pasado. Recordar ese estallido de protestas sociales que provocaron el término de la dictadura de Pinochet, las que fueron horriblemente agredidas por el terrorismo de estado. Toda una agitación que llevó al Tirano a sacar a las calles en una de estas protestas a 18 mil efectivos militares, imponer el Estado de sitio, el toque de queda, la proscripción de los medios disidentes, las detenciones arbitrarias, la tortura y la muerte de centenares de jóvenes, trabajadores y otros múltiples combatientes. Al contrario de lo que muchos temieron, el mismo atentado frustrado contra su vida fue un efectivo acicate al cambio y al posterior Triunfo del NO.
Al igual que ahora, las jornadas de protesta fueron convocadas por la sociedad civil, por los referentes unitarios de estudiantes, sindicatos y pobladores, así como por las organizaciones de DDHH. Movilizaciones que, incluso, fueron entorpecidas por los partidos políticos y su incapacidad de superar sus desavenencias históricas y propósitos hegemónicos. De esta forma es que surgió, entonces, la Asamblea de la Civilidad, una instancia integrada por los más diversos referentes, como los colegios profesionales, las federaciones estudiantiles, los dirigentes del cobre, de los pequeños y medios comerciantes, entre otros múltiples actores. Además de ese amplio mundo de organizaciones culturales, religiosas e intelectuales.
Esa generosa mancomunidad consolidada bajo el común anhelo de derrotar al régimen castrense, promover una nueva Constitución y abrir los cauces democráticos tuvo como efecto la confianza y el respaldo de la población; con multitudinarias protestas y ese arcoíris de expresiones de disidencia y descontento a lo largo de todo el país. Así como la convicción de que sin movilizaciones unitarias y constantes no sería posible derrotar al régimen opresivo.
Ante el éxito de esa Asamblea de la Civilidad es que la Moneda decidió querellarse contra toda la plana mayor de sus dirigentes y voceros, al mismo tiempo que desde los Estados Unidos se le exigió al propio Pinochet y a los partidos políticos opositores converger en un diálogo y una salida negociada, de manera de “evitar un desenlace como el de la Revolución Cubana”, a confesión del Embajador de la Casa Blanca en Chile.
Encarcelados los principales líderes sociales, y sin que los referentes partidistas tuvieran tan alto descrédito popular como el de ahora, les resultó relativamente fácil a estas colectividades opositoras montarse por sobre las organizaciones sociales y ofrecerse como interlocutores ante el Gobierno Militar. En la propia cárcel de Capuchinos pudimos comprobar cómo las directivas políticas concurrieron a este penal a presionar a los más validados líderes sociales a fin de que se subordinaran a los partidos y abandonaran también la idea de una coordinadora política y social unitaria como aquella fugaz iniciativa de la Intransigencia Democrática, o un referente tan sólido como el Grupo de Estudios Constitucionales (o de los 10) que exigía una Asamblea Constituyente para que el país se diera una Carta Fundamental plenamente democrática, como el mismo expresidente Frei Moltalva lo voceara en ese histórico acto realizado en el Teatro Caupolicán, previo al plebiscito y el Triunfo del NO.
Después de tres décadas es curioso observar cómo, otra vez, las movilizaciones sociales han surgido espontaneas, masivas y radicalizadas nada más que por el enorme descontento de la población, sin mediar liderazgo partidista alguno y en la arraigada idea de la amplia mayoría del pueblo, en cuanto a lo que ahora lo que hay de derribar es la dictadura neoliberal, su profunda inequidad social, la corrupción del conjunto de la clase política, las groseras colusiones y abusos de los grandes empresarios como, desde luego, la corrupción que envenena el actual régimen institucional, a las Fuerzas Armadas y de Orden, incluyendo el sistema electoral.
Mucho más que ayer, hoy las grandes movilizaciones no exhiben banderas ni símbolos partidistas, y solo muy pocos de sus dirigentes se atreven a sumarse a las marchas y concentraciones. Es más, lo que se hace evidente, ahora, es que Piñera y su gobierno lo que quieren es dialogar y contemporizar rápidamente con los parlamentarios y partidos opositores. En la desesperada búsqueda de una solución a un conflicto nacional que se les ha escapado de las manos y en que, tal como ayer, ya no le sirven los militares y policías reprimiendo si no es para conseguir una ira y caos mayor, todavía, de lo ya observado. Se recurre muy tardíamente a una batería de iniciativas legales que dormían en el Congreso o en los anaqueles de los ministerios a fin de salvar el desprestigio de la política y distraer nuevamente a la población con cambios cosméticos y promesas que le den aliento a un sistema incapaz de resolver las justas demandas de justicia social, igualdad y genuina democracia.
Lo que vemos, como hace treinta años, es una clase política que perdió la convocatoria y el control de la sociedad civil. Proceso que se empezó a evidenciar con la llamada apatía social, los altos índices de abstención electoral y la deserción masiva de los militantes de los partidos. Con senadores y diputados que en su ensimismamiento, nunca percibieron los niveles de descontento y frustración ciudadana, encantados de derecha a izquierda con el modelo económico y las cifras, por ejemplo, de nuestro alto ingreso per cápita que, a final de cuentas, lo único que ha representado es la profunda y grosera brecha en la calidad de vida de los chilenos. Es decir, entre el puñado que más gana y la angustiosa realidad de la inmensa mayoría de trabajadores condenados al ingreso mínimo, a una jubilación bochornosa, así como sometidos a financiar el alto costo de los servicios más básicos en manos de empresas privadas y extranjeras.
Para colmo, cómo no constatar que los estipendios de gobernantes y legisladores compiten con los de los países más ricos de la Tierra, tanto así que de ellos mismos ha surgido rápidamente, ahora, la iniciativa de rebajárselos. Al constatar, además, que tenemos el sistema de locomoción colectiva más caro de América, cuya alza en los pasajes el Metro gatillara la protesta más multitudinaria de nuestra Historia, con más de tres millones de chilenos movilizados en Santiago y regiones. Y en la voluntad de concurrir cotidianamente a las calles hasta que no se perciba un cambio fundamental en los sistemas de previsión, salud, en las políticas salariales y los accesos a todos los derechos fundamentales conculcados por el capitalismo más salvaje implementado en el mundo.
Por eso es que la rápida e indignada reacción a un alza de 30 pesos en el pasaje del Metro fuera alentado, además, por la soberbia de un mandatario que se creyó con derecho a ningunear y darle recetas a nuestros países vecinos y buscar afanosamente un liderazgo mundial cuando desde hace tanto tiempo era evidente que nuestro exitismo económico estaba sentado sobre un verdadero polvorín social.
Qué duda cabe que las manifestaciones sociales han apuntado al régimen que nos rige y al conjunto de sus administradores en La Moneda, el Parlamento, los tribunales y los organismos fiscales. Pero también a aquellas instancias patronales, sindicales y otras que se han hecho cómplices de la desigualdad y los privilegios más irritantes. Entre ellos, el dispendio y la malversación de los presupuestos castrenses. Millonarios recursos administrados con toda impunidad por los cancerberos del sistema.
Pensamos que, como ayer, debieran confluir en una organización unitaria entidades tales como NO+AFP, los gremios fiscales, los colegios profesionales e integrantes del ancho mundo de la salud, la cultura, la educación y de las vindicaciones medioambientales, como de los que luchan por la dignidad de nuestros pueblos originarios, la igualdad de género y los derechos de los consumidores. Consolidar rápidamente una nueva Asamblea de la Civilidad que ya no pueda ser manipulada por los partidos y los falsos representantes de la sociedad chilena, juramentados a respetar la Constitución de 1980, a la que rinden pleitesía al momento de apoltronarse en sus curules legislativos, edilicios y gubernamentales.
Necesitamos un referente suprasocial que sume como objetivo, además, recuperar el papel rector del Estado, recobrar nuestras riquezas básicas y soberanía nacional, en un país en el que de cordillera al mar se enseñorean las empresas transnacionales. Una asociación ciudadana que exija, como condición de paz, una Asamblea Constituyente, promesa burlada por todos los gobiernos y parlamentos de la posdictadura.
Una Asamblea de la Civilidad que obligue a los actuales moradores de La Moneda a definir una salida política con ésta y con la definición de una batería de soluciones económico sociales para terminar efectivamente con los sueldos de hambre, las pensiones indignas y los costos oprobiosos de la movilización pública, del agua potable, el gas y la electricidad. Y que, por supuesto, condone las deudas asumidas obligadamente por los jóvenes y sus familias por el derecho a educarse. Junto con ponerle freno a la usura bancaria y, especialmente, de los abusivos créditos habitacionales.
En uno de los países más ricos de nuestra región, como lo reconoce ahora el conjunto de la clase política y empresarial acorralada por fin por el pueblo y su esperanzador retorno a las “anchas alamedas”.