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Cómo ser ladrón

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Conozco a quien siempre ha soñado ser ladrón. No ladrón de pacotilla, lo cual lleva al desprestigio y enseguida a la cárcel. Aspira a ser ladrón de jerarquía y si lo sorprenden, a lo sumo arriesga una amonestación de la justicia. Robar por ejemplo, un país entero, sin dejar huellas. Si otros lo han hecho, cavila, ahora viven de las rentas y gozan de prestigio social e internacional, por tratarse de una moda, como hacerse tatuaje o la cirugía estética. Nada de robo de hormiga, como por ejemplo, abrirle la alcancía al nieto, para ir a beber una copa de vino al bar de la esquina.

 

Robar, desde luego, las AFP, el presupuesto de defensa —el cual piensa que es una ofensa— las dietas parlamentarias, las ISAPRES, no de la educación, ni de los jubilados. Menos aún los dinerillos destinados a la cultura, a dar protección a la vejez y a la infancia. Él robaría los bancos —no se incluyen aquí los de las plazas— hasta que lloren sus propietarios y deseen dejar el oficio de bandoleros, y a cambio, resuelvan dedicarse a administrar casas de empeño. “El lucro es sabiduría dentro del capital” alegan y se persignan. Saquear las empresas de agua potable, hasta la última gota. A las eléctricas y dejarlas a oscuras. Robar en los supermercados, en las tiendas de los centros comerciales, que venden ropa sudada, chucherías y que en realidad, meten al cándido en un crédito a 40 cuotas mensuales con intereses de usura. No piensa robar en los pequeños almacenes de barrio, atendidos por una pareja de abuelos. Menos aún al quiosco de la esquina, o a la señora que se le cae la cartera y pierde el monedero. Ni a la jovencita que olvida su celular en la mesa del café. A ella, sí le hurtaría besos imaginarios. Ni siquiera robarle el monopatín al joven que casi lo embiste en la vereda, o la bicicleta, a quien hace cabriolas de circo entre los peatones. Nunca al ciego que conoce. En las tardes lo ve pedir limosna en el barrio donde vive, y jura que tiene mejor vista que él. Al menos el tipo ejerce un oficio tolerado por la sociedad.

 

Nuestro ladrón quiere inventar un sistema, aunque no debería existir, destinado a robar los casinos, donde concurren los ingenuos a entregar la miseria de su sueldo. A los almacenes de barrio, donde hay máquinas traga monedas, que se disfrazan de inocencia. En realidad, tragan al iluso jugador, sin embargo, sus propietarios son generosos si hay que financiar a los políticos. Mi amigo admite ser ladrón de pacotilla, repudiado por la sociedad, rumbo al fracaso, sin una pizca de talento para delinquir, si se propone escamotear al prójimo. 

 

A veces, sueña con instalarse en un edificio céntrico de Santiago, en una oficina de 550 metros cuadrados con vista a la cordillera, aunque ahora no se puede ver, asesorado por ministros de hacienda y empleados del Banco Central. Ahí se quiere dedicar a vender acciones de empresas brujas, monedas virtuales o parcelas, donde existe un basural clandestino. De preferencia escamotearía a los presumidos trepadores sociales. Como viajan encaramados en autos que pagan en 67 cuotas mensuales, visten al fiado, y casi no comen, creen ser del jet set. Apenas logran reunir un dinerillo a costa de medrar, pedir crédito o quitarle la jubilación a la abuelita, viajan al Caribe o a Miami.




 

Se conduele por haber equivocado el oficio al dedicarse a escribir, lo cual hoy a nadie seduce. Si decidiera venerar a uno de los dueños de Chile, cuya ascensión al poder se materializó en marzo del año pasado, donde se inició otro saqueo memorable del país, el festín por excelencia, cambiaría su destino. “Odio esta práctica socorrida por tanto traidor”, razona. Se lamenta al evidenciar cómo sus colegas que tienen tribuna en los diarios afines a la oligarquía, publican en las grandes editoriales y viajan de congreso en congreso.

 

Alega que si hubiese sido ladrón y oportunista cuando tenía 35 años, ahora estaría entre los más ricachones del país. Bien pudo haberse asociado a los que corrieron a apoyar al dictador, cuando en la tómbola se rifaban las empresas estatales, pero sintió asco. No entiende por qué a muchos les gusta imitar y elogiar a quienes se han enriquecido en el arte de robar. Como  mi amigo posee escrúpulos, y admira esa cualidad olvidada, no se ha dejado seducir por los artistas de la simulación. Piensa que se burlan de él, aun cuando prefiere vivir apegado a los principios de buen burgués, que todavía lo mantienen esperanzado en la justicia.   

 

 

 



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