Debate

Poder Constituyente, Asamblea Constituyente y Proceso Constituyente (*)

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En una serie de artículos que ha publicado Clarín desde septiembre de 2009, he explicado en qué consiste una Asamblea Constituyente y, especialmente, dónde y en quién reside el Poder Constituyente originario, esto último dedicado, con singular insistencia, a los honorables congresistas que desean apropiarse de dicho poder.

La presente nota estará dedicada a exponer, con la mayor claridad que sea posible, en qué consiste y cómo ha de desarrollarse el Proceso Constituyente propiamente tal.

Antes de entrar  en materia, deseo, eso sí, plantear el siguiente argumento: soy de la opinión de que no es necesario esperar que el ciudadano común conozca a carta cabal lo que significa el Proceso Constituyente, sino que éste, es decir el proceso mismo, en una confrontación dialéctica, es el acicate y cumple con la  labor didáctica que permite el conocimiento por parte de la ciudadanía toda, o por lo menos de los que están interesados en el proceso, aunque sea por el prurito de querer estar informado. En una de esas, es posible que hasta los propios congresistas, tanto diputados como senadores, sean capaces de comprender que un Proceso Constituyente no es el caos ni mucho menos enfrentarse a las puertas del infierno.

Veamos: el Proceso Constituyente debe culminar en la redacción de una Carta Política, que es la norma superior de la institucionalidad, especialmente política, del país. La Constitución Política, como su nombre lo indica, debe ser la expresión política de los actores del país y es un instrumento político del Estado y de la sociedad en su acepción más plena.




De acuerdo con Norberto Bobbio (otra vez), “la existencia del Poder Constituyente radica en una voluntad primaria, en el sentido de que sólo de sí misma y nunca de otra fuente deduce su limitación y la norma de su acción”. La identidad primaria, entonces, debe expresarse como “voluntad” a través de un “mandante primario” (expresión de voluntad popular directa a través de las urnas), para que se construya el “poder originario”. La apelación al mandante primario es la que hace a la Asamblea una “Constituyente”, la que no tiene necesidad de otra referencia para su legitimidad.

Si la función de la Asamblea no fuera hacer una nueva Constitución, (reformándola totalmente), la Asamblea no sería “constituyente” y se reduciría al papel de mera Asamblea “revisora” o “especializada” en la reforma parcial del texto constitucional. Una nueva Constitución supone una reforma estructural del texto y de sus propósitos institucionales. En esa medida, no se trata de un poder derivado que cumple una función amparada en una disposición constitucional para la reforma parcial.  Por ejemplo, si se convocase a una reunión del Congreso nacional para reformar la Constitución Política del Estado y abrir el proceso determinado en la carta vigente, se trataría del cumplimiento de la función de reforma derivada de una disposición constitucional.

En el sentido formal, la Constituyente “construye” la norma superior, estos es, la que norma e indirectamente reforma las normas vigentes. En el sentido real, la Constituyente provoca la movilización de toda la sociedad (civil y política), que acuerda un proceso (los términos de relación sociedad-Estado) y un acto (darse una Constitución).

El Poder Constituyente, entendido como la capacidad del pueblo para dotarse de la norma superior, tiene formas de ejercerse. La situación extraordinaria en que se ejerce el Poder Constituyente debe ser eficientemente cristalizada en instituciones. No se trata de una revolución o una prolongación de las prácticas de movilización popular, sino del momento posterior, esto es, la canalización institucional de las energías sociales. Es decir, la revolución estaría radicada en el acto en sí y la movilización popular es la acción previa para instar a la convocatoria a una Asamblea Constituyente.

Respecto de su desarrollo, es decir en su práctica cotidiana, la Asamblea Constituyente tiende a parecerse a un Parlamento, pero también a diferenciarse, pues está sujeta a una mayor censura social por su eficiencia. La Asamblea no tiene un “poder concreto”, ya que no hace gestión pública, pero está sometida a muchas presiones. Es necesario destacar, por otro lado, que el origen de los constituyentes tiene un gran impacto en la calidad de las deliberaciones. No quiero decir con esto que deben ser todos abogados, pues como asevera Fernando Atria, “el lenguaje constitucional es de los ciudadanos, no de los juristas” (La Constitución tramposa, LOM, 2013), sino  que la “calidad” debe radicar en su representatividad (dirigentes sociales, comunales, sindicales, gremiales, académicos, etc.),  asumir sus roles y funciones de reforma constitucional con responsabilidad, y saber conducir las presiones políticas y sociales.

Una consideración especial merece la dirección de la Asamblea Constituyente. La selección del presidente y vicepresidente deberá observar, por un lado, la estabilidad del proceso, y por otro, la correlación de grupos constituyentes, siempre en la observación de que se trata de gestar mayorías de determinado volumen. Este último aspecto debe quedar meridianamente claro en el Estatuto Constituyente: el tamaño de la mayorías que se precisan para asegurar la sostenibilidad de la reforma constitucional y, a su vez, la dimensión de las mayorías posibles a conseguir, en especial, en situaciones de alta fragmentación en la representación de la Asamblea Constituyente.

La Constitución que deberá ser producto de la Asamblea Constituyente no es una respuesta de desarrollo, sino el diseño institucional de un nuevo equilibrio entre funciones estatales y sociales que estimule la corresponsabilidad. La Constituyente procesa expectativas y expresa el grado de acuerdo político del país. El resultado debe ser un modelo institucional coherente para sustentar las modernizaciones de largo plazo.

La Asamblea Constituyente es poner en acto (elaborar una Constitución) los resultados de un proceso, especialmente registrar los grados de acuerdo del país acerca de los temas fundamentales. La soberanía popular expresada en sus constituyentes es incuestionable.

La producción de una nueva Constitución –tarea única de la Asamblea Constituyente- puede hacerse sin necesidad de “reconstituir” a todos los poderes, por lo cual pueden convivir (si no entran en competencia) el Congreso Nacional (dedicado más bien a tareas de fiscalización) y la Asamblea Constituyente (dedicada a pensar y rediseñar el Estado).

Por su parte y en este sentido (sólo en este sentido), el Ejecutivo se debe limitar a actuar como facilitador de la información necesaria para las decisiones de la Constituyente. Conceptual y jurídicamente, el ejecutivo no tiene ninguna función en la Asamblea Constituyente. Pero como es obvio, políticamente y siguiendo orientaciones generales de Derecho Público, se debe buscar una relación de respeto y colaboración entre funciones estatales bajo la comprensión de que la Asamblea Constituyente, en el período en que está reunida, asume su rol principal como función “extraordinaria” del Estado.

El Ejecutivo puede tener un rol formal en la convocatoria a la Asamblea o simplemente no tenerlo. Pero en ningún caso el Ejecutivo tiene un rol en la aprobación, expedición o sanción de la nueva Constitución. El Congreso Nacional puede expedir la Ley de Convocatoria de la Asamblea Constituyente, con el patrocinio del Ejecutivo.

(*) Este artículo fue publicado en Clarín con fecha 19 – 11- 2014. Como en estos momentos se vuelve a discutir el tema en comento, he querido contribuir al debate, explicando, basado en la Filosofía del Derecho, en quienes radica el poder constituyente, lo que debe ser una Asamblea Constituyente y su proceso para redactar una nueva Constitución Política.  H.M.

 Por Hugo Murialdo

 

 

 



Periodista, magíster en Ciencias de la Comunicación y magíster en Filosofía Política.

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  1. Felipe Portales says:

    Muy buen artículo. Desgraciadamente, tanto el gobierno como la «oposición» han oscurecido todo esto porque le conceden legitimidad a un proceso que nació fraudulento, porque nació derivado del «poder constituído»; pese a su total y absoluto desprestigio. Y, peor aún, porque le impide a la Convención Constitucional (NO CONSTITUYENTE) aprobar democráticamente (por mayoría) una nueva Constitución. El único modo de volver democrático este proceso es que la Convención se transforme en Constituyente eliminando el fraude antidemocrático que lo impide: el quórum de los dos tercios. Lamentablemente en el FA (¡varios de cuyos movimientos se sumaron incluso al funesto acuerdo del 15 de noviembre!) y en el PC no hay absoluta claridad sobre esto. De este modo, Jadue se ha inclinado en contra de este quórum, pero ¡sólo le reconoce al Congreso la legitimidad de revocarlo!, cosa que evidentemente no va a hacer. Entonces, implícitamente Jadue le estaría reconociendo la legitimidad a la «nueva» Constitución, aunque ella fuese el producto del poder de veto que actualmente conservan en conjunto las dos derechas.

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