Telescopio: Pensando la constitución (II)
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Al momento de redactar esta nota sería casi seguro que las elecciones de delegados a la Convención Constitucional será postergada para mayo. Esto, habida consideración de los estragos causado por el COVID-19 y que podrían verse exacerbados por la concurrencia a votar esos días. Otro impacto negativo sería que, por culpa del virus, la participación electoral fuera baja. De ahí que, en general, la idea de posponer la votación tendría consenso.
Pero ello no debe afectar las reflexiones sobre la constitución que se quiere para Chile, siempre y cuando los sectores que quieren reales cambios, desde una perspectiva progresista o izquierdista, alcancen el quorum requerido. Algo sobre lo cual, por cierto, hay muchas dudas, que comparto, pero que aun así no deben impedir hacer nuestras reflexiones.
DERECHOS, LIBERTADES Y DEBERES
En términos de derechos y libertades el hecho de vivir en Canadá me permite apuntar a cómo este país incorporó en su Constitución de 1982, lo que se llama la Carta de Derechos y Libertades, posiblemente una de las más avanzadas en el mundo occidental. En ella se establecen derechos fundamentales, incluyendo el derecho a la libertad de pensamiento, religión, opinión, etc. Eso sí, el proceso constitucional en Canadá no tuvo una verdadera participación ciudadana. Al final, el tema se saldó en una reunión de personeros políticos, representantes del gobierno federal entonces liderado por Pierre Trudeau (padre del actual primer ministro, Justin) y representantes de las diez provincias que forman el estado canadiense. Resultado de eso fue que la progresista Carta de Derechos y Libertades tuvo que incluir—a petición de algunas provincias y a lo que Trudeau debió acceder para conseguir su apoyo—una cláusula de excepción que permite tanto al parlamento federal como a las legislaturas provinciales, hacer uso de una exención y así suspender algunos de esos derechos. Una lección a tener presente cuando se redacte la constitución chilena: estar muy alerta a cuando se pida alguna excepcionalidad en la aplicación de los derechos que se consagren. No olvidar que la derecha es muy hábil en todas partes del mundo para introducir trampitas, usando el argumento que “a veces algún derecho no puede realizarse”. Por cierto, y si estamos hablando con cierta racionalidad, todos los derechos y libertades tienen limitaciones lógicas: “mi libertad termina donde empieza la tuya” se dice para resumir ese principio. El derecho a la vida es abdicado por el delincuente que durante la comisión de un delito muere por un acto de defensa propia por parte de una de sus víctimas o a manos de la policía. La libertad de expresión no da derecho a calumniar. El derecho a reunión no autoriza el vandalismo o el saqueo.
Fuera de esas consideraciones lógicas, los derechos fundamentales deben estar consagrados sin excepciones y no debe darse lugar a argumentos demagógicos que socaven el principio. La salud y la educación, por ejemplo, parecen estar en esta categoría de manera indudable. En la derecha se usa a menudo el argumento que una constitución no puede consagrar algo que depende de la disponibilidad de recursos: “sería bueno tener educación, salud, previsión social, vivienda y empleo para todos, pero la constitución no puede garantizar que haya dinero para todo eso” alegan. Sin embargo, la idea de incorporar esos derechos apunta justamente a hacer responsable a cualquiera sea el gobierno, de formular e implementar sus políticas fiscales y de inversiones públicas de modo que esos derechos sean atendidos con prioridad. En eso una nueva constitución se estaría alejando por completo del modelo neoliberal, con énfasis en el mercado, para poner el acento en el Estado como agente solidario que canaliza los recursos públicos hacia la satisfacción de esos derechos para la población, o establece incentivos para que los privados también lo hagan. Esto porque a esta altura de los tiempos, tampoco nadie piensa que del Estado subsidiario de la constitución pinochetista se pase a un Estado omnipresente. Derechos sociales como el acceso a la vivienda y al empleo, dependerán aun en gran medida de la iniciativa privada, por ejemplo. Una nueva constitución no debe hacerse problema con esto y hasta bien puede resucitar y consagrar la idea de las tres áreas de la economía que planteaba el programa de la Unidad Popular: propiedad social, mixta y privada.
Sin embargo, en la formulación de los derechos fundamentales, la nueva constitución debe ir más allá de aquellos derechos más tradicionales ya expuestos—que, por cierto, no dejan de ser importantes: libertad de expresión, de pensamiento, de religión, de movimiento, derecho a juicio justo, etc.—sino ampliarse hacia los que se llaman derechos sociales que ya he insinuado: acceso a la salud, la educación, la previsión social, el cuidado infantil, la vivienda, el empleo, a los cuales agregaría también el derecho a un transporte público de calidad, a un trato justo e igualitario a los discapacitados y el derecho de las minorías indígenas a la preservación y promoción de su cultura y su lengua.
EL ESPINUDO TEMA DE LAS OBLIGACIONES O DEBERES
Una sociedad que se precie de democrática, al contrario de una autoritaria, no necesita poner mayor énfasis sobre las obligaciones o deberes de sus ciudadanos. O para ponerlo en un sentido más positivo, la obligación de todo ciudadano es básicamente una, aunque de rasgos multifacéticos: comportarse de modo que sus acciones contribuyan a una convivencia racional, de mutuo respeto y solidaria, al interior de la sociedad. O al menos—si lo ponemos en una definición negativa—no hacer acción alguna que obstaculice esos objetivos de convivencia. Esto incluye, básicamente, atenerse a las normas que rigen la sociedad que a su vez son múltiples, desde detenerse en la luz roja del semáforo, hasta pagar los impuestos.
Bajo los principios así delineados, otras obligaciones deben ser completamente eliminadas, la primera en la lista, el Servicio Militar Obligatorio (SMO), resabio de tiempos feudales y que la mayor parte de los países occidentales hoy ha eliminado, incluyendo a la mayor potencia militar, Estados Unidos. El país en que vivo, Canadá, nunca lo ha tenido, excepto en caso de una guerra mayor. Se argumenta que en el Chile de hoy, dado que las plazas son menos que el número de inscritos, el SMO en los hechos ha pasado a ser voluntario, por lo que el tema no valdría la pena discutirlo y a mí me extraña que en las muchas movilizaciones estudiantiles, esta demanda nunca se haya agitado. El problema es que el hecho que circunstancialmente haya años en que el SMO se convierte en voluntario, no elimina el estatuto legal, los jóvenes a los 18 años aun pueden ser convocados. La nueva constitución debe derogarlo completamente y definir a las fuerzas armadas como entidades profesionales. El actual SMO es además discriminatorio ya que sólo obliga a los varones. También puede considerarse discriminatorio contra aquellos jóvenes que no son estudiantes, ya que cuando uno está inscrito en una universidad u otro centro de enseñanza puede postergarlo por cinco años y al final pasar a ser reservista sin instrucción. El camino por el que mucha gente como yo optaba, personalmente no tenía ningún gusto por someterme a la disciplina militar o a vestir uniforme. Por otro lado, sin embargo, admito que a otros tantos jóvenes a los que les gusta la vida al aire libre y la adrenalina de la acción y la rígida disciplina militar, el servicio militar y en algunos casos la carrera de las armas, son algo que les pueda gustar y para lo cual, si tienen vocación, deben ser libres de seguir. Para ellos y ellas (yo tengo una sobrina que hizo el servicio militar) entonces, la experiencia militar es una opción válida, pero el Estado no tiene por qué obligar a todos a que tengan que someterse a él o, mucho menos, que les guste tal cosa. Del mismo modo como sería absurdo obligar a que todos en algún momento tuvieran que jugar al fútbol o cantar en un coro, por mucho que a algunos, esas actividades les pueda gustar o incluso puedan considerarse socialmente útiles.
Por último, en este tema de las obligaciones, debo tocar otro tema complicado, el de si el voto debe ser obligatorio. Se trata de una deber cívico, dicen algunos. En los hechos, muchos países lo establecen así, aunque la mayoría de las democracias de occidente no lo hacen. Tampoco estoy seguro que esta materia tenga que ser establecida en la constitución, pero supongamos que lo fuera.
El tema del voto obligatorio ha estado muy presente en los debates de la izquierda chilena en el último tiempo. Se enfrentan aquí dos posiciones opuestas, por un lado, un factor de conveniencia política: existe una percepción muy firme, aunque no necesariamente probada, de que el voto obligatorio favorecería las expectativas electorales de la izquierda o en general, de las corrientes progresistas. Por el contrario, el actual sistema de votación voluntaria, favorecería a la derecha. El razonamiento, apoyado en estadísticas de abstención, va de este modo: en las comunas donde se concentra gente de mayores ingresos—Vitacura, Las Condes, Lo Barnechea—la abstención es menor que en comunas de gente de bajos ingresos. De esto se concluye que, siendo esos que se ausentan de votar gente de menores ingresos, sería por lo tanto potencial votación de izquierda o progresista, la que se perdería.
Opuesto a este factor de conveniencia política, está el principio de libertad de opción, que en un estricto sentido incluiría también la de quedarse en casa el día de elecciones. En debates anteriores en que he participado, se argumenta que este es un principio liberal, no necesariamente de la tradición de izquierda, ya que en algunas experiencias de lo que se conoció como los “socialismos reales”, no ha sido lo libertario sino lo autoritario lo que primó. Un hecho que no puedo menos que conceder, pero en teoría al menos, el socialismo como propuesta, siempre ha hecho de la libertad, un valor muy importante. El hecho que esa reivindicación fuera levantada por el liberalismo en el siglo 18 no es relevante, el socialismo siempre se ha nutrido de concepciones anteriores que en su momento han tenido un tono revolucionario, y el liberalismo político, por cierto lo tuvo en su momento también. Por lo demás, la idea de libertad estaría presente como elemento definitorio de la historia, recuérdese que Hegel caracterizaba el desarrollo de la historia, como “una progresión en la conciencia de la libertad”. En este sentido pues, habría muchos argumentos para que la libertad de alguien para optar por no ir a votar, debiera ser reconocida.
Por otro lado, el concepto se llama “derecho a votar” y no “obligación de votar”. En tanto que derecho, no puede haber obligación de ejercerlo, del mismo modo como uno puede tener derecho a casarse, formar familia y tener hijos, pero eso no puede ser obligatorio. Mientras es justo que el derecho a seguir estudios universitarios sea asegurado y que no haya impedimentos de corte económico que le impidan a alguien a enrolarse en una universidad, a nadie se le podría ocurrir que asistir a la enseñanza superior pasara a ser una obligación: a muchos puede no interesarle, otros prefieren trabajar y por cierto, otros cuantos no tienen la capacidad intelectual para hacerlo.
No obstante lo anterior, creo que muchos sectores de la izquierda optarán por el criterio de lo que se percibe como conveniencia política: voto obligatorio, entonces más votantes, por lo tanto, más votos para la izquierda; eso pese a que—curiosamente—tampoco hay prueba de que sea así. ¿Acaso se puede probar que en comunas de gente de bajos ingresos como Maipú, donde la mayoría ha elegido a una alcaldesa de derecha, los votantes ausentes, de haber votado, lo hubieran hecho por la izquierda? ¿O no sería más probable que, en ese conjunto de votantes ausentes se diera más o menos la misma distribución de preferencias que entre los que concurrieron a las urnas? Cualquiera fuera el caso, consagrar el voto obligatorio en la constitución sería sólo atender a una conveniencia política que no resuelve el problema de fondo y que incluso podría generar una respuesta más negativa frente a lo que mucha gente percibe simplemente como “los políticos”, metiéndolos a todos en el mismo saco.
En conclusión, en una sociedad democrática no se requiere de muchas obligaciones ni prohibiciones, al menos no se necesita tanto de su explicitación en constituciones o leyes, sino que ellas deben surgir más bien del consenso ciudadano. Por cierto, para que haya un ambiente conducente a ese consenso, debe haber muchas otras condicionantes sociales, económicas, educacionales y culturales. Una constitución, en este sentido sólo puede proveer una carta de navegación que sea—eso sí—capaz de llevarnos a buen puerto.
Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)
Felipe Portales says:
Muy interesantes reflexiones que debemos archivar para cuando tengamos una auténtica Asamblea Constituyente que, por mayoría, pueda establecer por primera vez una Constitución democrática para nuestro país. La de 1925, no se hizo en base a la Asamblea Constituyente prometida; sino que surgió de una subcomisión de 15 personas designadas por Alessandri; y donde (de acuerdo a sus miembros Carlos Vicuña y Enrique Oyarzún) aquel impuso sus puntos de vista autoritario-presidencialistas. Luego pasó a una comisión conformada por 120 personas, que pese a estar designada también íntegramente por Alessandri, suscitó una creciente oposición a su texto. Tanta, que Alessandri logró que el comandante en jefe del Ejército, Mariano Navarrete (integrante también de dicha comisión), tomara la palabra y amenazara virtualmente con un tercer golpe de Estado si no se aprobaba el texto de la subcomisión (ya se habían dado los golpes de septiembre de 1924 y enero de 1925) amedrentando con ello a sus miembros que la aprobaron sin mas chistar. Y finalmente fue ratificada por un plebiscito que no cumplió con ningún requisito de una libre elección (efectuada con estado de excepción y represión y ¡voto público!, en la medida que las cédulas para las distintas opciones eran de colores distintos. Y por último, votaron bastante menos de la mitad de las personas inscritas en los registros electorales, naturalmente en la época todos varones.