A medio siglo del triunfo electoral de Salvador Allende
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La batalla por la memoria es algo muy distinto a la historiografía tradicional: la memoria histórica popular tiene la fuerza movilizadora del recuerdo, que se transforma en un arma del pueblo en contra de la opresión. El sueño de la derecha consiste en el predominio de las cenizas del olvido sobre el poder rebelde del recuerdo de las grandes luchas populares.
La construcción de la unidad del movimiento popular y sus partidos políticos de vanguardia no fue una tarea fácil, pues difícilmente podrían aunar fuerzas los comunistas y los anarquistas, socialdemócratas y bolcheviques, cristianos y marxistas, laicos radicales, y los partidos populares, partidarios de la violencia como parte de la nueva sociedad y los de la no-violencia activa.
En las pocas ocasiones en que la izquierda logró la unidad – el caso de los Frentes Populares – pudo ganar, incluso, con las reglas de la democracia, llamada “burguesa”. En la mayoría de los intentos por consolidar la unión, las disputas entre anarquistas y comunistas, entre los socialdemócratas y los bolcheviques, terminaban, no pocas veces, en enfrentamientos que, lógicamente, favorecían al enemigo.
Los sueños de Marx de una sociedad sin clases, terminaron convertidos en la excrecencia burocrática, dominada por el aparato del Partido Comunista – una especie de “iglesia” con múltiples herejes -. En Chile, comunistas y socialistas habían tenido diferencias radicales respecto a la invasión de las tropas soviéticas en la RDA, en Checoslovaquia y en Hungría; en ese entonces, el que más valiente e inteligentemente defendió la relación entre socialismo y democracia fue Raúl Ampuero Díaz, (tal vez, de los únicos dirigentes que había leído, de principio a fin, El Capital) quien, en general, dominaba el marxismo.
Salvador Allende, desde la fundación del Partido Socialista, en la mayoría de las discusiones, estaba en minoría y combatía a termocéfalos y pseudo-militaristas, que terminaron oportunistamente apoyando al ex dictador Carlos Ibáñez del Campo.
Muchos de sus camaradas criticaban a Allende de burgués y sibarita, (el insulto predilecto de los cabeza-caliente fue la acusación de “electoralista” y la de padecer la tontería parlamentaria, que tanto despreciaba Lenin), sin embargo, se mantuvo siempre fiel a los ideales y postulados del Partido Socialista, así en la mayoría de las veces estuviera en desacuerdo con las posturas de la mayoría.
Cuando el Partido Socialista Popular apoyó a Carlos Ibáñez como candidato a la presidencia de la república, Allende se postuló por primera vez a la primera magistratura, en ese entonces, apoyado por el Partido Comunista, que estaba fuera de la ley, y apenas obtuvo 50.000 votos, pero lejos de amilanarse, empezó a preparar su segunda candidatura, en la cual se ubicó a 30.000 votos del triunfador, Jorge Alessandri Rodríguez, (llamado por el diario El Clarín “La Señora”). Con esta poca diferencia de votos, se postuló por tercera vez, (1964), y esta vez la derecha, muy bien asesorada por la C.I.A. se unió para apoyar al democratacristiano, Eduardo Frei Montalva, un rostro progresista que, incluso, usaba el vocablo “revolución”. Fue tanto el apoyo monetario de la C.I.A. y de los partidos democratacristianos de la (RFA) Alemania Occidental, y de Italia, que lograron difundir una campaña del terror sin límites, que puede engañar a los timoratos electores.
(No faltan los insensatos miserables que se dicen de izquierda, que aún critican Marco Enríquez llamándolo “el candidato eterno”, cuando postularse al juicio de sus conciudadanos está muy lejos de ser un defecto, más bien es un gran mérito político y fe en la democracia).
La llamada “clase política”, que tenía defectos, pero cultivaba la amistad cívica del sentido republicano, (concurrir al Parlamento sólo con su Carnet de Identidad era para mí más entretenido que presenciar “Diana la Salvaje”), había oradores brillantes que preparaban sus discursos, y cumplían sus deberes a conciencia, como auténticos servidores públicos, (no como los congresistas de ahora que, además de ignorar el contenido del proyecto de ley en discusión, se dedican a ver películas pornográficas durante las sesiones).
El Parlamente era un edificio estilo barroco, construido después del incendio de la Iglesia de la Compañía de Jesús, con comedores famosos por sus helados de chirimoya, (únicos en Chile de entonces) y, sobre todo, los urinarios que eran de estilo francés, (me permitían, como joven estudiante, disfrutar de la compañía de personajes tan importantes, en un lugar tan íntimo).
En los años 60 el mundo había cambiado mucho con respecto al Chile patriarcal y de siesta colonial; en 1964 Eduardo Frei Montalva había triunfado en las elecciones presidenciales e iniciado la reforma agraria y la promoción popular. Hacia 1967 la Universidad Católica de Valparaíso había sido tomada por los estudiantes y, para más remate, un grupo de laicos se había tomado la Catedral de Santiago en demanda de un cristianismo más concordante con el evangelio.
En Peñaflor la Directiva Rebelde y Tercerista había sido derrocada por la derecha democratacristiana, obligándolos a renunciar, y reemplazada por Jaime Castillo Velasco. La disputa de fondo consistía en elegir entre la alianza social y política del pueblo o bien, el camino propio.
(Fui testigo del momento en que mi padre, fundador de la Falange y, luego, de la Democracia Cristiana escribió, sentado ante su escritorio, su renuncia al Partido Democracia Cristiana, hecho fundamental que abrió el camino a la Unidad Popular). A la semana siguiente a la renuncia, la juventud democratacristiana sumada a un conjunto de antiguos dirigentes, fundaron el Partido Mapu.
Como ocurre con la mayoría de los partidos de raíz cristiana, el Mapu adoptó la línea Frente de Trabajadores, que privilegiaba la unidad de los partidos obreros y revolucionarios, y pasaban rápidamente del reformismo a la ultraizquierda, a la amplia alianza con radicales y el UPI, liderada por Rafael Tarud.
En la actualidad, muchos de los ex Mapu, (Enrique Correa, Óscar Guillermo Garretón y otros), se han convertido de ultraizquierdistas en lobistas y neoliberales, (lo cual enseña a no creer fielmente en las prédicas ultra-revolucionarias).
A fines de 1969 un conjunto de partidos de izquierda se reunió, previo a la Navidad, para elegir el candidato de la Unidad Popular, entre ellos estaba los Partidos comunista y socialista, el Mapu, los radicales y UPI. Cada partido tenía el derecho de nominar un candidato, y el Mapu nombró a Jacques Chonchol; el Partido Comunista, a Pablo Neruda; el Partido Radical, a Alberto Baltra; el UPI, a Rafael Tarud. En cuanto al Partido Socialista, iba a definir su candidato entre Aniceto Rodríguez y Salvador Allende.
Con el método de dos votos por cada uno de los partidos, no terminaba por resolverse el tema de la candidatura. El Partido Comunista había propuesto un candidato que no estaba en la lista para resolver el diferendo.
Muchos jóvenes, y no pocos revolucionarios de café, consideraban a Salvador Allende como un personaje político agotado, sin embargo, este político ducho en estas lides, decía “yo soy como la Coca Cola: “no es necesario promover mi nombre, como podría ocurrir con otro candidato…”. Por lo demás, ya habría recorrido todo el país durante varias veces y “besado” a cuanta vieja encontraba, como él mismo decía. Allende era pueblo y, además, demócrata y republicano.
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
25/08/2020