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El culpar a los ministros del Interior, Gonzalo Blumel, al de Hacienda, Ignacio Briones, y la ministra secretaria general de Gobierno, Karla Rubilar, es, por cualquier lado por o donde se quiera mirar, una injusticia, pues no son culpables de las políticas erráticas de su jefe, Sebastián Piñera. Es difícil explicarse el por qué el llamado “Comité Político” tiene un predominio, en número, de militantes de Evópoli, (partido muy pequeño que aún no da el ancho para representar una derecha más posdemocrática).

A Piñera le gustan los ministros que le sigan el “amén”, y el ejemplo más evidente es el de Karla Rubilar que está dispuesta a culparse de los errores cometidos por el Presidente, y más que vocera, asemeja a una penitente). El único ministro que se atrevía a contravenirle alguna observación, de vez en cuando, era su primo, Andrés Chadwick, (sin embargo, todos pudimos ver por televisión, el empujón que le dio, durante el entierro de tío Bernardino Piñera).

En su primer gobierno Piñera carecía completamente de plan de gobierno, y su gabinete estaba compuesto exclusivamente por amigos personales del Colegio Verbo Divino, de la Universidad Católica, de amigos empresarios y de funcionarios de la Clínica Las Condes. Pablo Longueira, en esa oportunidad lo encaró diciéndole que su gobierno carecía de relato, en consecuencia, le impuso un gabinete de sólo políticos, (Longueira incluido).

Sebastián Piñera gobierna a Chile como una empresa, de la cual él es su gerente, y los ministros no son más que ejecutivas en sus distintas secciones: el del Interior, jefe de los guardianes de La Moneda; el de Hacienda, tesorero; el del Trabajo, encargado del personal, el Vocero (a), tiene a su cargo las relaciones corporativas, y así sucesivamente.

A los jefes de los partidos políticos de su coalición los trata como a mozos, representantes de un mal necesario, pero existen en democracia aún a su pesar, (el ideal de Piñera sería la utopía de Saint Simon: que murieran todos los políticos y, en su reemplazo, actuaran los técnicos).

Con los jefes de su antiguo partido, RN, al cual adhirió al ser rechazado por la Democracia Cristiana, siempre se ha entendido muy mal, por ejemplo, durante su primer gobierno Carlos Larraín lo ponía neurótico y, en este segundo gobierno, el ex carabinero, Mario Desbordes, le eriza los pelos el muy “roti-cuajo”, (¿cómo se les ha podido ocurrir optar por la elección de un paco?).

Para Piñera es, quizás, más fácil conversar con las directivas de la UDI, (algunos son jóvenes y disciplinados pinochetistas de la Universidad Católica), y muy pocas veces se atreven a contradecir al jefe, pues el cura Osvaldo Lira y Diego Ibáñez, les enseñaron que la autoridad viene de Dios, por consiguiente, debe ser acatada en todas sus órdenes. Con los chiquillos de Evópoli, a quienes considera como “pipiolos”, aprendices de políticos, son como “catecúmenos”, siempre listos a recibir las enseñanzas del maestro.

Los tiempos han cambiado y ahora nadie obedece a los jefes de partido, por muy totalitarios que estos sean. En el pasado, era posible la existencia de órdenes de partido, pues se suponía que el diputado o senador no había sido elegido por sus méritos, sino escogido por las cúpulas del partido en el cual militaba. Hoy, las órdenes disciplinarias y de obediencia carecen de todo sentido, (ni siquiera se aplican en los seminarios religiosos que, a veces desobedecen hasta el mismísimo Papa).

El hecho de pasar a cinco diputados al Tribunal Supremo de la UDI, (ordenado por su presidenta, Jacqueline Risselberghe), que votaron a favor del retiro del 10% de los depósitos en las AFPs, ha provocado un escándalo de proporciones, transformando el partido de la calle Suecia en una “casa de Irenes”.

El Partido Renovación Nacional, más hábil y con experiencias de rupturas internas, no ha condenado a ninguno de sus militantes que ha votado, según ellos, en conciencia.

Estos fenómenos de indisciplina partidaria hay que ubicarlos en el contexto histórico: hoy, la democracia representativa y electoral está en plena crisis: en casi todos países desarrollados los grandes partidos históricos están a punto de fenecer, y de las tres grandes Internacionales una está muerta, (la comunista), y la Socialdemocracia y la Democracia Cristiana están a punto de morir; los socialistas franceses ahora no son ni sombra de lo que eran antaño.

Por otra parte, en el mundo actual los partidos de masa no tienen sentido, como tampoco su militancia, y los que pertenecían a cuadros revolucionarios constituyen solo un recuerdo histórico.

En resumen, lo que va quedando de los partidos es la famosa ley de Michels, “de la oligarquía en las organizaciones”, y hoy parece anticuado que los partidos políticos sean batallones de militantes es pos de un ideal o de una utopía.

La crisis de la derecha no es la primera ni será la última: sus partidos, carentes de doctrina y mística, y sólo buenos para repartirse cargos del Estado, van siendo aguijoneados por una ultraderecha nacionalista, populista y claramente pinochetista.

 

Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)

22/07/2020

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