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Columnistas

Elecciones: salir de la inercia y dar la pelea donde les duele o mirar la vida pasar

Tiempo de lectura aprox: 3 minutos, 45 segundos

Desde el punto de vista de los poderosos y de quienes bailan a su compás, el sistema es perfecto y no necesita sino remiendos de vez en cuando. Y, por cierto, el invaluable servicio de la izquierda neoliberalizada para el necesario toque de progresismo que le hace ver democrático, horizontal y participativo. Pero el sistema tiene una parte débil: las elecciones.

A la ultraderecha le viene mejor una dictadura sin tanto trámite.

Pero cada dos años y medio el sistema debe asumir el nerviosismo que le generan las elecciones. Es el único momento en que sujetos que no están invitados al festín, y que eventualmente se declaran sus enemigos, podrían penetrar las defensas y revolver un gallinero, de común tranquilo y controlado.

De tener claras las cosas y la necesaria decisión.

Es algo que se ha visto e incluso aplaudido, sin embargo, importantes sectores de la izquierda tienen por las elecciones una ojeriza inexplicable, cuando no extraña y sospechosa.

Como si la posibilidad de elegir a los políticos que van a determinar en gran medida la forma en que vive la gente fuera algo descabellado, propio del enemigo y un mecanismo despreciable.

Como si acceder a la política formal no ofreciera una visibilización mayor de las condiciones en que se debate la gente, un avance en formulaciones de articulación que ofrezcan algo diferente, como es hacer política desde lo social. Un proyecto.

Las elecciones libres son un triunfo del pueblo por el que pagó no poco. No son un obsequio de los poderosos. Entonces ¿por qué no usarlas?

Y, por cierto, luego de rechazarlas por ser un mecanismo del enemigo, viene el desconsuelo, el reclamo y las exigencias a esos que salieron electos.

Es cierto que la política, es decir el poder, lo dominan sinvergüenzas, corruptos, tránsfugas marranos y rábulas, proto criminales y gentuza esencialmente antidemocrática, que si fuera por ellos resolverían las cosas mediante el asesinato y la persecución, y los otros, dizque progresistas, mediante una comprensión del facherío que merece sino repulsa, risa, y un sentido de ser de izquierda a lo menos vergonzoso.

Y también es cierto que encontrar un político honrado es como entender el funcionamiento del Bosón de Higgs: casi imposible. Y que el ejercicio de dirigir el Estado se ha convertido en uno de los mejores negocios para aquellos que, precisamente, le tienen un odio indescriptible.

También es verdad, comprobado a diario, que a aquellos que se proclamaron los que pondrían las cosas en su lugar, desarmarían el tinglado neoliberal, ofrecerían una nueva ética en el desempeño de lo público y se diferenciarían de esa carcoma llamada en su tiempo Concertación/Nueva Mayoría, el valor no les alcanzó ni para hacer un té aguachento. Se rindieron antes de cruzarse la banda presidencial.

Les pasó la cuenta la falta de principios sólidos en los cuales asentar sus compromisos, la ausencia de un entendimiento de la epistemología del poder, y una imperdonable desatención a la gente maltratada que les creyó. Esas ganas irrefrenables de jugar a la política desde la comodidad de la vida pequeñoburguesa tuvieron efectos malsanos en la gente común. En su ánimo, en sus esperanzas.

Y esa irresponsabilidad alguna vez les va a pasar una severa cuenta. Aunque no se crea, en la historia nacional eso ya se ha visto.

Y mírelos ahí. Estériles, desorientados, afectados por el efecto cancroide de la corrupción, sin discurso ni una política que se pueda entender como un legado discursivo que ofrezca una idea nueva, una segunda parte mejorada, algo trascendente, un liderazgo que trascienda. Nada.

 

Por ahí, no es.

 

Pero, para decir las cosas como son, toda esa gente que es blanco de nuestras ácidas y virulentas críticas tuvieron algo que la izquierda que se precia de consecuente no ha tenido: el valor, la audacia y la inteligencia de disputar el campo de la política formal, la de las instituciones del Estado, alzando las ideas radicalmente democráticas de la izquierda en las elecciones.

Resulta llamativo, curioso y, visto desde cierto ángulo, sospechoso, que sea la izquierda errante, esa de reconocido gesto histórico, la que se jugó la vida contra la dictadura, la que luce una inexplicable vocación por el martirologio y la derrota, la que no encuentra como atinar en el contexto en que se abre la posibilidad de disputar importantes espacios políticos mediante las elecciones.

Hay millones de personas que esperan tener la opción de ejercer su derecho bien ganado, las elecciones libres jamás han sido una dación benévola de la derecha, por candidatos que coincidan en ideas, propuestas y sueños. ¡Votar por un compañero!

El mal menor se ha venido comportando como el mayor de los males.

En otras palabras, se les ha dejado el terreno gratuitamente para que los políticos del sistema hagan y deshagan a su regalado antojo. Se ha malentendido el rol de las cada vez más debilitadas organizaciones de trabajadores, de estudiantes y de lo que sea y no se ha observado con detención que el sistema, sin prisa, pero sin pausa, ha terminado con las organizaciones que no les son funcionales.

Si se fija, el sistema tiene herramientas para responder con eficiente crueldad y dureza a alzamientos, protestas, huelgas, paros, marchas, desórdenes, incluso como los de aquel octubre para el olvido. Sus sistemas represivos y de control están hechos para responder a las amenazas que vienen desde fuera, pero no para el que eventualmente puede venir desde dentro.

 

Ahí falla.

 

Y esa falencia del sistema, las elecciones, ese momento de máxima debilidad, no ha sido comprendido en su potencial político estratégico por parte de los sectores populares.

Recuperar espacios de la política institucional es enfrentar a la cultura dominante en un campo, el de la política, en el que no tiene muchas herramientas legítimas, salvo la mentira, la manipulación y la amenaza, sus armas preferidas poco antes del exilio, la prisión, la tortura y el asesinato.

En la política se puede dar la pelea por los derechos de la gente, sus reivindicaciones y necesidades, a condición de impulsar articulaciones de mayor envergadura que saquen a los sectores populares de mayor conciencia de la inercia que ha permitido todo lo que vemos.

Y entender que el pueblo se debe movilizar, es decir, dotarse de un proyecto político que integre una estrategia en la cual las elecciones y la lucha por sus derechos constituyen una momento único que no se cancelan. En esa dinámica es posible reconstituir la mística que permitió la emergencia de una cultura de la izquierda sobre la que cabalgó la historia del país y que espera por un nuevo impulso.

A menos que se quiera seguir marchando y dando vueltas en círculos que van a ningún lado y que vienen de ninguna parte.

 

Ricardo Candia Cares

 

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Ricardo Candia

Escritor y periodista

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  1. Renato Alvarado Vidal says:

    Decía el viejo Mao que en una sociedad de clase todo tiene carácter de clase, y me permito agregar: especialmente los mecanismos y estructuras políticas.
    En nuestro caso, siendo una democracia representativa en una sociedad neo liberal, los mecanismos de generación de los representantes son necesariamente “de mercado”. Hay una relación directamente proporcional entre la cantidad de dinero invertida en la venta del producto, en este caso una candidatura, y la cantidad de votos obtenida.
    Esto significa que la lucha electoral igual hay que darla, ya que no debemos cederle ningún terreno al rival y sirve para unir voluntades en torno a nuestras banderas, pero no debe ser lo medular en nuestro empeño sino que, tal como acertadamente plantea el autor al final del artículo, debe estar al servicio de la movilización popular.

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