![](https://www.elclarin.cl/wp-content/uploads/2021/02/mail.jpg)
¿Por qué Chile no tiene un partido antinmigración como Europa?
Tiempo de lectura aprox: 2 minutos, 52 segundos
En Europa, la inmigración es un tema que divide sociedades, define elecciones y estructura partidos políticos. Desde la Liga Norte de Italia hasta el Rassemblement National de Marine Le Pen en Francia, pasando por el Partido de la Libertad en Austria o Vox en España, la ultraderecha ha convertido el rechazo a la migración en su bandera principal. Estos movimientos, con discursos que mezclan nacionalismo étnico, miedo al “reemplazo cultural” y promesas de seguridad, han capitalizado el malestar de sectores que ven en el extranjero una amenaza a su identidad, empleos o bienestar. En Chile, sin embargo, pese al aumento de la migración y su asociación mediática con el crimen organizado —como el Tren de Aragua—, ningún partido político se ha erigido como abanderado antinmigración. Ni siquiera el Partido Republicano de José Antonio Kast o el Partido Nacional Libertario, acusados a menudo de retórica xenófoba, han construido un proyecto orgánico centrado en este tema. ¿Por qué?
La respuesta no es simple, pero parte de una diferencia crucial: en Europa, la ultraderecha antinmigrante surgió como reacción a décadas de políticas de fronteras abiertas, crisis de refugiados y una percepción de invasión cultural. En Chile, en cambio, la migración masiva es un fenómeno reciente (explosivo desde 2019) y, sobre todo, funcional a un modelo económico que demanda mano de obra barata. Aquí, la élite empresarial —aliada histórica de la derecha tradicional— se beneficia de trabajadores extranjeros en sectores como la agricultura, la construcción o el cuidado de adultos mayores, muchas veces en condiciones precarias. Esta contradicción explica por qué figuras como Kast, pese a eslóganes como “Chile primero”, evitan vincularse abiertamente con narrativas antiinmigratorias radicales. No es casualidad: detrás hay un cálculo político que prioriza no alienar a sus bases empresariales ni ahuyentar a votantes moderados.
Pero hay más. En Europa, los partidos antinmigración han logrado institucionalizar su discurso porque operan en sistemas políticos fragmentados, donde el desencanto con la socialdemocracia y el conservadurismo tradicional abrió espacio para opciones “antisistema”. En Chile, tras el estallido social de 2019 y la derrota de la derecha en el plebiscito constitucional, el Partido Republicano optó por un perfil más moderado, alejándose de posturas extremas para captar a un electorado desencantado pero no necesariamente radicalizado. Su estrategia ha sido criticar la “inseguridad” sin atribuirla exclusivamente a los migrantes, un guiño a no repetir el error de la derecha europea, cuyas propuestas antiinmigratorias suelen polarizar y restar apoyos en segunda vuelta.
Otro factor clave es la narrativa pública. En Chile, el vínculo entre migración y delincuencia no ha sido monopolizado por partidos, sino por medios de comunicación y redes sociales. Titulares sensacionalistas sobre “bandas extranjeras” o reportajes que enfatizan la nacionalidad de sospechosos han alimentado un clima de alarma, pero sin canalizarse hacia un movimiento político estructurado. A diferencia de Europa, donde partidos como el alemán AfD convierten cada crimen cometido por un migrante en propaganda electoral, en Chile esa retórica queda difusa, diluida entre opinólogos y tuits virales. Esto refleja una paradoja: la xenofobia existe, pero carece de un liderazgo que la traduzca en votos.
¿Y la ciudadanía? Las encuestas muestran que los chilenos perciben la migración como un problema, especialmente en regiones como el norte o Santiago, donde la llegada de venezolanos, colombianos o haitianos ha tensionado servicios públicos y barrios. Sin embargo, este malestar no se traduce en apoyo a partidos abiertamente antinmigración. ¿Razones? Por un lado, Chile aún no enfrenta crisis de escala europea: no hay campos de refugiados ni atentados terroristas asociados a migrantes. Por otro, persiste una cultura política donde el voto “de protesta” prefiere castigar a los partidos tradicionales antes que apostar por opciones marginales.
Pero quizás lo más revelador sea la naturaleza de la migración en Chile. A diferencia de Europa, donde la llegada de musulmanes o africanos alimenta el miedo al “otro” cultural, aquí la mayoría de los migrantes son latinoamericanos, compartiendo lengua, religión e historia. Esto dificulta la construcción de un relato nativista basado en la pureza étnica, como el de Viktor Orbán en Hungría. Incluso el discurso más duro —como asociar a venezolanos con el narcotráfico— tropieza con el hecho de que Chile recibe también a profesionales y emprendedores extranjeros.
¿Significa esto que Chile es inmune al populismo antinmigrante? No. La creciente segregación en ciudades como Iquique o Antofagasta, sumada a la incapacidad del Estado para gestionar flujos migratorios, podría incubar movimientos locales de corte xenófobo. Pero hoy, la ausencia de un partido antinmigración se explica por tres factores: 1) una élite económica que necesita migrantes como fuerza laboral flexible, 2) una derecha política que evita radicalizarse para no perder electores moderados, y 3) una sociedad donde el rechazo al extranjero se expresa más en redes sociales que en urnas.
Europa nos enseña que los partidos antinmigración surgen cuando hay vacíos de representación, crisis identitarias y líderes dispuestos a capitalizar el miedo. En Chile, ese cóctel aún no se mezcla. Pero en un país donde la política sigue siendo reactiva —y no preventiva—, nadie debería cantar victoria.
Fabián Bustamante Olguín.
Académico del Departamento de Teología, Universidad Católica del Norte, Coquimbo