Cuatro años que van a ninguna parte: la fracturada sinfonía de la política estadounidense
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Es un día frío de invierno en la capital. La niebla se desliza entre las calles, envolviendo la ciudad en una congelada y silenciosa espera. Los cafés zumban con los susurros cautelosos y suspiros intercambiados entre amigos. Las sillas fueron sacadas de la bodega, los discursos están escritos, y los trajes y vestidos, están recién planchados. Solo queda un día. Aun así, el champán permanece sin descorchar, y el aire gélido de D.C. parece no decidir hacia dónde soplar. Pero sabemos que, pronto, este aire, junto con la canción de una victoria salvaje, se derramará por las calles de esta nación.
Este momento se siente como estar en el ojo de la tormenta, una pequeña pausa antes de lo inevitable. Nada ha comenzado oficialmente, pero es dolorosamente obvio que las divisiones en este país se han vuelto insalvables, y no se aliviarán el lunes por la tarde. Estas fracturas, aunque no nuevas en la historia, son testimonio de un cambio profundo en cómo el poder, la identidad y la gobernanza chocan en los Estados Unidos. Lo que estamos presenciando ahora es más que simple teatro político; es la génesis de una nueva fisura, una que Trump expuso hace años y que solo se ha ensanchado, dejando un legado que moldeará la trayectoria de la nación mucho después de que el confeti se haya posado en el pavimento.
Las grietas en el espejo nacional comenzaron mucho antes de este momento, pero en la última década se han vuelto imposibles de ignorar. La presidencia de Donald J. Trump no creó las divisiones de Estados Unidos, las cristalizó. Su ascenso reveló una nación que ya no habla el mismo idioma, que ya no sueña los mismos sueños. ¿Qué significa ser estadounidense? ¿Y quién tiene derecho a decidirlo?
En lugares como la Pennsylvania rural, donde las acerías se erigen como monumentos huecos a una forma de vida desaparecida, la promesa de Trump de «Hacer a América Grande Otra Vez» no fue un simple lema, fue la “salvación”. En Filadelfia, donde estallan protestas por la violencia policial, el sueño es otro: no un regreso a la grandeza, sino un salto hacia la equidad y la justicia. Mientras tanto, la visión de los alborotadores escalando los muros del Capitolio, con banderas confederadas desplegadas, no fue solo una violación de un edificio, fue una ruptura en la narrativa que Estados Unidos se cuenta a sí mismo sobre quién es.
Mientras Trump se prepara para regresar a la Casa Blanca, sus propuestas para un segundo mandato se leen como un manifiesto para desmantelar el estado moderno estadounidense. Ha prometido deportaciones masivas, el desmantelamiento del Departamento de Educación y la revisión completa de las protecciones ambientales. Estos no son solo cambios de política, son actos de demolición, diseñados para “mejorar” esta nación. Las promesas de actuar rápidamente en sus primeros cien días parecen insistentes, casi como si la integridad fuera más fácil de desarmar cuando las cosas se hacen con rapidez. Sin embargo, incluso antes de que la administración de Trump se establezca en su segundo mandato, el daño ya es evidente. Un país que una vez se consideró orgullosamente como un faro global de esperanza y democracia ha elegido, ahora por segunda vez, a un autócrata de manual y, peor aún, a un delincuente convicto.
El ascenso de Trump no solo ha generado una ausencia de poder; ha excavado un abismo, un hueco lleno de políticos oportunistas y sin principios ansiosos por aprovecharse lo que más puedan. Su sombra se cierne sobre el futuro de la política estadounidense de una manera que podría dar paso a una nueva clase de líderes: implacables, impulsados por el interés propio y dispuestos a sacrificar el bien común por una ganancia personal. Como los emperadores de antaño, estos nuevos políticos se inclinarán ante el poder, no ante los principios.
Solo basta con mirar los recientes titulares para observar este cambio político en tiempo real. Desde el asalto al Capitolio de los EE. UU. el 6 de enero de 2021, hasta la creciente influencia de los extremistas de derecha en el Congreso, las pugnas que Trump desató continúan remodelando la nación. Sus llamados a la lealtad, que a menudo se inclinan hacia la retórica autoritaria, han envalentonado a líderes dispuestos a poner el poder por encima de la democracia. El ascenso de figuras como Marjorie Taylor Greene y Josh Hawley demuestra cómo la oleada populista de Trump ha creado una nueva clase de políticos dispuestos a torcer las reglas en busca de ganancias personales.
Algunos argumentan, por supuesto, que ningún presidente puede ser completamente virtuoso, especialmente en un país con una trayectoria históricamente cuestionable en relaciones exteriores. Es cierto que el cargo más alto de la nación requiere pragmatismo y compromiso. Sin embargo, lo que Trump representa es una ruptura incluso con los ideales básicos de la democracia. Si bien los líderes del pasado pueden haber fallado, al menos respetaron los principios centrales de la gobernanza y se abstuvieron de dañar activamente a sus propios ciudadanos. Bajo la retórica de Trump, las mujeres se reducen a una mera costilla de Adán, las minorías son representadas como enemigos y la narrativa es clara: es «nosotros contra ellos», y “ellos” deben ser castigados.
Aunque la animosidad política siempre ha sido la música de fondo de cualquier campaña, ahora se ha convertido en la melodía principal, con un tumor punitivo creciendo en ella. Atrás quedaron los días en que los senadores podían debatir sobre políticas en el Congreso y, al final del día, brindar con cervezas juntos. Ahora, las amenazas de encarcelamiento y los llamados a la retribución envenenan todo terreno común. La cordialidad es un concepto obsoleto.
Es casi desconcertante. Los Estados Unidos, durante mucho tiempo como un hegemónico global con una economía dominante y ejerciendo una inmensa influencia, se esta fracturando desde dentro. ¿Cómo puede una nación tan próspera llegar a estar tan dividida? Lo que antes era una asociación, un dueto casi armonioso entre los ciudadanos y su gobierno, ahora se siente como una sinfonía fracturada, donde las notas discordantes son la nueva realidad.
No queda mucho tiempo para reflexionar sobre tal destino. La sombra que alguna vez se cernió ahora se ha materializado. La lista de invitados para la inauguración ha añadido tres nombres más. Bezos, Zuckerberg y Musk han jurado lealtad al futuro 47.º presidente. Su acercamiento a Trump señala cuánto peor pueden ponerse las cosas. Sus riquezas les otorgan control sobre industrias, plataformas mediáticas y discursos públicos. La transformación de Twitter por parte de Musk en un escenario para sus caprichos, incluido el restablecimiento de cuentas que fueron prohibidas por incitar a la violencia, subraya los peligros del poder concentrado. La empresa Meta de Zuckerberg, criticada por difundir información falsa, sigue socavando la democracia. Estas alianzas desdibujan las líneas entre la gobernanza y la influencia corporativa, amenazando la misma estructura de la rendición de cuentas. ¿Podrían ser ellos los jinetes del apocalipsis de la democracia estadounidense? ¿Podrá nuestra república sobrevivir cuatro años luchando por mantenerse a flote?
Las respuestas siguen sin estar claras. Pero lo que se hace evidente es la voluntad férrea de quienes eligen no solo ver lo que está mal, sino que además de trabajar por una mejor nación a diferencia de lo que están haciendo todos los actores que son parte de este espectáculo. Mientras nos encontramos al borde de un nuevo capítulo incierto, una pregunta persiste como una amenaza susurrada en el frío aire de Washington: ¿Cómo puede cada uno de nosotros ser una luz de resistencia contra lo que sabemos, más allá de las líneas partidistas, que es injusto? ¿Podemos, como país, emerger de la tormenta más fuertes y evitar que se fracture irreparablemente? El tiempo lo dirá, pero el reloj suena más fuerte con cada minuto que pasa.
Sophie Spielberger
Washington DC