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Balance patriótico: una democracia que profundiza su crisis

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La administración de Gabriel Boric va rumbo de su último año de ejercicio y en su blasón ya se distingue, nítidamente, aunque de manera dramática, el síndrome del gobierno que dura un año, en este caso apenas seis meses. Este fenómeno ha caracterizado a las cuatro últimas administraciones y requieren una reflexión mayor del conjunto del sistema político a menos que quieran transformar a nuestra democracia, así lo percibe cerca de cuatro millones de chilenos que ya no votan por nadie, en una mera formalidad que no resuelve las contradicciones profundas que persisten en la sociedad chilena y que cada cierto tiempo estallan, y se resuelven de la peor manera.

Las administraciones de un año: un signo de nuestro deterioro democrático.

Si bien el fenómeno se puede percibir desde Bachelet I cuando el movimiento pingüino apenas tres meses de iniciado su gobierno puso en jaque a aquella administración obligándola a concentrar su esfuerzo en el área educación, variable que no estaba como prioridad en su programa de gobierno, lo cierto es que pudo sortear aquel desafío e impulso algunas reformas significativas como la pensión básica universal garantizada y la notable mejora en las políticas de vivienda así como en la primera infancia.

El fenómeno de las administraciones de un año como proyectos políticos se pudo evidenciar más nítidamente con Piñera I, oportunidad en que  luego de un exitoso 2010 con las medidas para la reconstrucción y con el rescate de los 33 mineros que llevó al presidente en ejercicio a alcanzar un 70% de aprobación se le vino el 2011 con la revuelta estudiantil cuyo símbolo “No más lucro” en educación hizo que su gobierno se acabara en agosto de ese año y que llevó a Piñera en el momento más álgido de la protestas a tener solo un 6% de aprobación. Cuando todo el mundo pensaba que el presidente debía renunciar, se produjo la muerte en un trágico accidente del animador Felipe Camiroaga que dio un respiro al gobierno y cambió la agenda pública. Pero formalmente, como proyecto político, se acabó a mediados de ese año. El resto fue una larga espera y una administración que quedó en parálisis.

En 2014 asumió Michelle Bachelet con un mandato que proponía cambiar Chile y que se hacía cargo de reformas profundas que estaban pendientes desde inicios de la transición como el fortalecimiento de la educación pública, una nueva constitución y una reforma tributaria que pusiera el foco en los más ricos, lo que en el lenguaje del senador PPD Jaime Quintana se denominó “la retroexcavadora”. Apenas iniciado su ciclo, se lanzó rápidamente un paquete de medidas – 50 – que intentaban abordar esos desafíos y que, teóricamente, contaban con una mayoría parlamentaria. Algunas de ellas, con encrucijadas y dudas, como la gratuidad, una reforma tributaria con muchos vacíos, la reforma al binominal y otras que fueron un saludo a la bandera como la propuesta de nueva constitución despachada casi al filo de concluir su mandato.

La administración no terminaba de alcanzar su primer año de gobierno, todavía se podía oír el brindis con espumante en La Moneda por el primer año exitoso del gobierno cuando el 5 de febrero Qué Pasa hace estallar el caso Caval que derrumbó aquella administración, hizo titubear la continuidad de la presidenta al mando de La Moneda, paralizó durante meses al ejecutivo y concluyó con un giro al conservadurismo.  El resto, al igual que Piñera I solo fue una tediosa espera.


Sin la rimbombancia ni los curriculum de los ministros de su primer mandato, pero si, con el ánimo firme de poner fin al ímpetu reformista de la anterior administración, el conocido empresario comenzó su segundo periodo. La cita de su ministro del Interior con empresarios en ICARE el 15 de marzo, apenas cuatro días luego de haber asumido, en que anunció que ese gobierno no avanzaría en proyecto de nueva constitución que había impulsado su antecesora fue una muestra evidente de que se ponía ahora en marcha “la retroexcavadora” pero en sentido contrario. Símbolo de aquello fue también el retiro de más de cuarenta actos administrativos que había tomado el ejecutivo anterior casi al filo de concluir su mandato, así como la militarización de la Araucanía.   El 14 de noviembre de 2018, la ejecución por efectivos de carabineros del comunero mapuche Camilo Catrillanca puso ya en jaque a su gobierno y lo paralizó aunque el golpe de gracia llegó casi un año después cuando el 18 de octubre se produjo el estallido social que fue precedido por una serie de desaciertos comunicacionales y políticos de aquella administración – se acuerdan de “en medio de esta América Latina convulsionada veamos a Chile, es un verdadero oasis, con una democracia estable” (Sebastián piñera 6 de octubre 2019), “han caído las flores, así es que los que quieran regalar flores en este mes, las flores han caído un 3,7 por ciento” (Felipe Larraín, 8 de octubre de 2019), “El que madruga será ayudado con una tarifa más baja” (Juan Fontaine, 8 de octubre),  etc. – que vio derrumbarse su gobierno apenas al año y siete meses de haberse iniciado y al igual que con Bachelet II se estuvo muy cerca del desgobierno absoluto situación que coyunturalmente salvó el acuerdo por la paz social y la nueva constitución del 15 de noviembre y que luego hizo la pandemia salvando así al segundo gobierno del empresario, hechos que además, liquidaron su agenda programática.

El 11 de marzo de 2022, asumía el presidente electo más joven de la historia de Chile, Gabriel Boric, con un mandato bien claro: finalizar el proceso constituyente que abrió el 18/O y que se cerraba con la propuesta de una nueva constitución elaborada por  la convención constituyente y que se votaría el próximo 4 de septiembre. Con una derecha en franca recuperación luego del desastre electoral de 2021 el ejecutivo no tendría el camino fácil con un parlamento casi igualado con la oposición para impulsar las grandes reformas de su programa como lo eran la previsional y tributaria sin destino cierto hasta hoy. Con un gabinete inicial sin experiencia política que partió con chambonadas el mismo día de su asunción, y sin un compromiso mayor por el plebiscito de salida, la opción sí tuvo una estrepitosa derrota y de paso, puso fin a ese gobierno como proyecto político. El resto, como las administraciones anteriores, solo ha sido una larga espera hasta que se cumpla el plazo final de una administración que, los días posteriores al 4 de septiembre de 2022, no pocos pensaron, no llegaría al final de su mandato.

Son ya quince años de inestabilidad social, deterioro político y económico sin que se vislumbre en el horizonte una salida estructural a la crisis. En ese periodo hemos tenido cuatro administraciones de signo distinto a la anterior y casi sin mayorías parlamentarias; en dos oportunidades la centro izquierda ha ejercido el poder y las otras dos la derecha  a través de la figura del ex presidente fallecido. No es vano señalar además que en los últimos cuatro años con dos presidentes de signo opuesto hemos rechazado dos proyectos constitucionales absolutamente contradictorios, y los problemas estructurales de la sociedad chilena siguen ahí boteando hasta que el genio de las revoluciones vuelva a encender la mecha de la llama de la agitación social.

Epílogo: una democracia inconducente y camino de la desligitimidad.

Si bien Tomas Picketty hace una defensa de las alternancias, en Le Monde, lo cierto es que ese empate, por lo menos evidente, ya sin senadores designados, desde 2006 en adelante ha vuelto inconducente nuestra democracia desde la perspectiva de la distancia abismal que hay entre la oferta programática y lo que realmente puede hacerse una vez que se alcanza el gobierno. Eso se expresó muy bien con el voto voluntario que redujo a menos de la mitad los electores que votaban del universo electoral total y se está manifestando de nuevo con quienes o no asisten a votar, pese a haber voto obligatorio, o que no muestran preferencia por ningún candidato/a, cifra que oscila, según la elección, entre tres millones y medio y cuatro millones de ciudadanos con derecho a sufragio. Como ya lo manifestó alguien, “las elecciones son percibidas por muchos como meras redistribuciones del poder entre «los de arriba» antes que como la posibilidad de otorgar un mandato en favor de un proyecto u otro”. No es casual, además, que desde 2010, en paralelo a los cuatro últimos gobiernos, se hubiese iniciado la desaceleración económica que ha acompañado nuestro deterioro democrático.

Es necesario que nuestro sistema político, y sus actores, procesen estos datos y se realice un diálogo serio sobre nuestra democracia que impida que los chilenos tengamos que soportar administraciones que en la práctica solo duran un año, mientras esperamos otros tres para que termine de pasar la carroza y junto con ello el difunto.

A menos que, como lo han señalado diversos historiadores, tengamos una pasión ancestral por la violencia que ha caracterizado nuestra historia, llena de reventones sociales, seguidos luego, por golpes autoritarios que repiten una y otra vez el ciclo.

 

Edison Ortiz

 

 

 

Edison Ortiz

Doctor en Historia. Profesor colaborador MGPP, Universidad de Santiago

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  1. Felipe Portales says:

    El problema es más simple y complejo a la vez. Estamos aún con una «centro-izquierda» que desde fines de los 80 se ha subordinado -¡solapadamente!- a la derecha y su modelo neo-liberal impuesto a través de la dictadura. Y así, luego de ¡seis veces! de haber ganado elecciones presidenciales con el compromiso de cambiar dicho modelo, ha terminado consolidándolo y profundizándolo.

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