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Crisis del neoliberalismo y el vacío de la izquierda contemporánea

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La crisis del neoliberalismo, tan evidente tras la Gran Recesión de 2008-2010, reveló una verdad innegable: el capitalismo ya no puede sostenerse solo con las promesas de un futuro brillante impulsado por la desregulación y la globalización. En los países desarrollados, desde Gran Bretaña hasta Estados Unidos, pasando por Rusia y Suecia, se vislumbró una necesidad urgente de reindustrializar. Sin embargo, esta necesidad no es tan sencilla de cumplir. En primer lugar, cualquier intento de cambio radical se enfrenta a una estructura social e institucional profundamente enraizada que, aunque aparentemente está diseñada para promover el progreso, se convierte en un obstáculo para el mismo. La jerarquía de intereses dominante, consolidada a lo largo de décadas, se resiste con todas sus fuerzas a cualquier transformación sustancial. Es aquí donde radica una paradoja central: cuanto más eficientemente un grupo se integra en este sistema, más difícil es para él aceptar el proceso de cambio, aunque ese mismo cambio sea en última instancia beneficioso a largo plazo.

El resultado es una incapacidad general para abordar los problemas estructurales del capitalismo mediante soluciones espontáneas o meramente impulsadas por el mercado. Es en este punto donde la crisis económica se convierte en una crisis sociopolítica que requiere algo más que un simple ajuste económico. Aquí, la política tiene que hacerse cargo. Pero ¿quién puede liderar este cambio? ¿Dónde se encuentra la política capaz de ofrecer respuestas coherentes a estos problemas? La respuesta no está en la protesta populista, ni en la retórica vacía de derecha o izquierda, sino en una movilización pública organizada y dirigida hacia un nuevo proyecto. Este proyecto no puede ser el de las viejas ideologías, esas que desde el siglo XIX parecen ofrecer soluciones simples a problemas complejos. No podemos seguir esperando que las respuestas de los marxistas del siglo XX sirvan en un contexto tan diferente como el que enfrentamos hoy.

La realidad es que el marxismo, tal como lo conocíamos, ya no responde a las condiciones sociales actuales. Su forma más ortodoxa se ha desplomado bajo el peso de los cambios globales y, más importante aún, la transformación de la estructura del empleo y de las relaciones laborales. Las grandes industrias que una vez definieron a las economías capitalistas han sido transferidas a la periferia del mundo, dejando en su lugar vacíos que ni la política neoliberal ni las viejas recetas marxistas pueden llenar. El capitalismo ha cambiado, pero la izquierda sigue atrapada en un debate sobre cuestiones del pasado, a menudo irrelevantes para las realidades del presente.

Este fenómeno se refleja claramente en el surgimiento de lo que algunos ultraderechistas llaman “marxismo cultural”, que no tiene nada que ver con las ideas de Marx ni con el movimiento socialista en su origen. Este tipo de radicalismo, que abandona las cuestiones estructurales sobre propiedad y poder económico, ha calado hondo en las esferas liberales y progresistas, adaptándose a la lógica fragmentadora y mercantilista del capitalismo neoliberal. La política de la identidad, centrada en pequeñas luchas por derechos individuales o identitarios, ha tomado el lugar de la lucha colectiva por el poder, el bienestar social y la redistribución de la riqueza.

No es sorprendente, entonces, que las clases bajas, aquellas que alguna vez estuvieron alineadas con los movimientos de izquierda, hoy se encuentren distantes y escépticas de los discursos de los intelectuales y políticos progresistas. En el contexto de una profunda crisis económica, la izquierda ha perdido su capacidad de conectar con la mayoría. En su lugar, ha surgido un fenómeno aún más desconcertante: el populismo de derecha. La figura de Donald Trump es, sin duda, un ejemplo de esto. Con su discurso rimbombante y su retórica anti-élite, Trump consiguió canalizar la frustración de millones de trabajadores empobrecidos por la globalización y la desindustrialización. Pero la victoria de Trump no es más que un recordatorio de la falta de alternativa real y efectiva en el campo progresista.

Es fácil criticar a los populistas de derecha por sus propuestas nostálgicas que no tienen una estrategia real para el cambio. No obstante, es igualmente cierto que quienes prometen una utopía socialista también están tan perdidos como aquellos que sueñan con restaurar un pasado dorado. Ambos grupos carecen de una visión clara y realista del futuro. Mientras tanto, el mundo sigue cambiando, y las clases populares, las que verdaderamente padecen las contradicciones del capitalismo, no encuentran respuestas satisfactorias.

En este sentido, se vuelve esencial abandonar la obsesión por el pasado o el futuro idealizado. La política debe basarse en la realidad del presente, en los problemas y necesidades concretas de la sociedad. Necesitamos respuestas inmediatas, soluciones prácticas que, aunque no siempre sean perfectas ni utópicas, sean capaces de aliviar las tensiones sociales y económicas que enfrentamos. Es aquí donde debe entrar una nueva política, una política de izquierda que, en lugar de aferrarse a un dogma del pasado, sea capaz de construir un bloque sociopolítico que sea capaz de transformar las estructuras de poder y propiedad.

La tragedia contemporánea radica en que la izquierda se ha alejado de las clases bajas. Ha preferido alinearse con una élite liberal, interesada más en la forma que en el contenido de la política. El discurso de identidad y derechos individuales ha reemplazado a las viejas demandas de cambio social estructural. La desconexión es tal que incluso las protestas espontáneas de las clases populares han sido desarticuladas, siendo incapaces de construir una alternativa viable. Esto ha creado un vacío ideológico que la derecha ha aprovechado hábilmente, dirigiendo su discurso hacia las demandas de los sectores más empobrecidos, pero sin ofrecer ninguna solución real a los problemas estructurales.

Así, el reto para la izquierda, o para cualquier movimiento progresista, es monumental. Ya no basta con teorizar sobre el futuro o intentar recuperar el pasado. Las viejas fórmulas han quedado obsoletas, y es hora de que los actores políticos actúen con decisiones audaces y estratégicas. No se trata de salvar el capitalismo ni de inventar un socialismo utópico, sino de crear una política del presente que tenga la voluntad de transformar las estructuras que sustentan las desigualdades. Solo a través de un esfuerzo constante y un trabajo colaborativo se podrá construir una alternativa que, en lugar de ideologías abstractas, responda a las necesidades reales de una sociedad cada vez más fracturada. La verdadera política solo comenzará cuando dejemos atrás los dogmas y empecemos a construir desde lo concreto, enfrentando el futuro con las herramientas que el presente nos exige.

 

Fabián Bustamante Olguín. Académico asistente del Departamento de Teología, Universidad Católica del Norte, Coquimbo

 

 

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Fabián Bustamante Olguín

Doctor en Sociología, Universidad Alberto Hurtado Magíster en Historia, Universidad de Santiago Académico del Instituto Ciencias Religiosas y Filosofía Universidad Católica del Norte, Sede Coquimbo

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  1. Lúcido analisis , pero creo deja de lado el aspecto fundamental que caracteriza hoy nuestro contexto social : vivimos en el «capitalismo de la vigilancia» ( Shoshana Zuboff) , que es una dictadura solapada y muy refinada , y que parece afectar especialmente a nuestro Occidente Periférico y dependiente , inerme tecnológicamente.

  2. Renato Alvarado Vidal says:

    >La realidad es que el marxismo, tal como lo conocíamos, ya no responde a las condiciones sociales actuales.

    Es decir que ya no existe la explotación de los trabajadores, ni la apropiación de la plusvalía por los dueños de los medios de producción, ni el trabajo enajenado, etc. ¡Qué felices somos! ¡Aleluya!

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