Chile es una fiesta
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¿Cómo negarlo? Mientras en infinidad de países del mundo, viven los preámbulos de la tercera y última guerra mundial, en Chile se baila zumba, en las cárceles de mujeres. Resabio de una actitud carnavalesca, producto de la fusión entre la cultura aborigen y la del conquistador español. Claro; si a esta forma de vivir al desgaire, agregamos buenos tragos de pisco sour y un lugarcito donde recrear el clandestino amor, los ingredientes se hallan en orden. Nada al azar. En otras épocas de la historia, el derrumbe de los imperios, hacía crujir las tradiciones. Así se llegó a la primera guerra mundial, donde murieron 30 millones de personas y al cabo de años, la segunda, donde las muertes alcanzaron los 60 millones. Una orgía, producto de la vileza humana.
Nada más lúgubre e indigno que la existencia de las cárceles. En ellas la sociedad se empeña en arrojar ahí, los desperdicios, sin embargo, el objetivo se malogra. Jamás han servido de rehabilitación y los convictos, aprenden nuevas formas de delinquir. Escritores de la talla de Víctor Hugo, Kafka, Cervantes y Dostoievski, conocen al dedillo el tema. En esta crónica, quisiéramos abordar lo que significa bailar zumba en una cárcel, a modo de sanación espiritual. Todo un quehacer destinado a justificar que, desde hace años, Chile es una fiesta, algo solapada. Se llama Cathy Barriga, la susodicha involucrada en este sensual baile.
Quizá la “Maja desnuda” de Francisco de Goya, sea la más célebre de la pintura universal sobre el tema. La mujer, tendida calata entre almohadones y con ambas manos bajo su nuca, muestra las bondades de su glorioso continente. Rico en depresiones, alturas, mesetas y bosques vírgenes. Desnudez prodigiosa, que estremeció a la España Imperial. Por estas latitudes pacatas y republicanas a medias, cuya democracia por momentos es un tinglado, la bella y temeraria artista chilena Mon Laferte, promete cantar desnuda. La gloria y el frenesí llegados a la tierra. Nada de tapujos ni velos para ocultar el camino hacia el Edén. Nada de mallas que cubren las regiones pudendas. Ni siquiera una hoja de parra. Ella, incluye al público que, con el objeto de enriquecer el espectáculo artístico, también debe estar desvestido. “El llamado es a vivir una experiencia de despojo en la que se invitará a desprenderse de todo vestuario en una modalidad de ritual”, reza la invitación.
Orgía musical sin precedentes, si se me permite la comparación. Réquiem a la intolerancia. Desafío a la pusilánime sociedad. A nuestras timoratas costumbres, desde hace siglos. Ahora, gracias a la inmigración y la cultura foránea, se abrieron los espacios que terminaron acorralando a la nuestra.
Desde los inicios como artista, Mon Laferte se ha destacado por su osadía y talento musical. Siempre se espera de ella, actitudes que ataquen la censura cultural que envuelve a nuestra cohibida sociedad. Cualquier tipo de arbitrariedad. No tiene fingimientos, menos aún temor en denunciar todo cuanto juzga abusos contra la libertad. En las protestas ciudadanas, surgidas en Chile, ella las defendía con ahínco a riesgo de ser detenida. Sin tapujos, ni bailar zumba empeñada en divertir a un público obnubilado por las dádivas de una alcaldesa trepadora. Quien, mientras dirigió la alcaldía de Maipú, el jolgorio se apoderó de aquella zona de Santiago y de súbito se convirtió en bacanal.
Dos visiones antagónicas; antípodas de mundos que involucran a mujeres chilenas, las cuales se han destacado por su antagonismo sobre la visión de nuestra sociedad. Entre ellas ha surgido un precipicio que se abre y nos advierte sobre las consecuencias morales, dentro de la flaqueza humana.
Walter Garib