Columnistas

La ceguera del espejo: entre la crítica y la autocomplacencia

Tiempo de lectura aprox: 3 minutos, 5 segundos

Una frase como la del filósofo español César Rendueles (Contra la igualdad de oportunidades. Un panfleto igualitarista, Seix Barral, 2020) tiene un filo doble que corta en direcciones inesperadas.[1] Habla de nosotros, de todos, pero también interpela de manera directa a quienes se consideran parte de un «nosotros» más reducido, más exclusivo: el mundo de las izquierdas. Ese «a la gente de izquierdas» es, por un lado, una invitación al autoexamen, pero también un gesto que nos desvela un hábito, casi un vicio, de quienes se sienten cómodos diagnosticando al mundo, aunque rara vez se aplican los mismos instrumentos analíticos a sus propias prácticas y contradicciones internas.

Rendueles, con la precisión de un bisturí, identifica una forma de ceguera: un amor desmedido por el análisis externo y una torpeza generalizada para mirar el propio reflejo. Es como si hubiéramos sido entrenados para ser excelentes cartógrafos de las injusticias sociales, maestros en desnudar las estructuras opresivas, pero terribles para señalar las grietas en nuestra propia casa. ¿Por qué nos ocurre esto? Quizás porque examinar al mundo es menos doloroso que enfrentarse a los espejos rotos que hemos acumulado en nuestras propias organizaciones y movimientos.

La autocomplacencia puede parecer paradójica en un espacio político que se asume crítico por naturaleza. Y, sin embargo, ahí está, instalada con comodidad. Las izquierdas suelen vanagloriarse de ser las primeras en desmontar las ilusiones del capitalismo, las promesas de la meritocracia o las máscaras del poder, pero esa misma destreza crítica flaquea cuando se trata de sus dinámicas internas. Nos encanta analizar «al sistema», ese ente abstracto y distante que siempre es culpable de nuestros males, pero ignoramos que muchas de las prácticas que denunciamos afuera también se reproducen en nuestras estructuras organizativas.

Quizás el problema radique en que las izquierdas, al menos en su vertiente más clásica, tienen un relato heroico que les sirve como escudo. Nos contamos historias en las que siempre somos «los buenos», los portadores de la verdad, los que están del lado correcto de la historia. Desde esa posición moralmente superior, resulta incómodo admitir que nuestras organizaciones están plagadas de jerarquías informales, luchas de poder, silencios cómplices y exclusiones. Preferimos mirar hacia otro lado porque reconocer estas fallas implicaría una crisis identitaria.

Pero el problema no es solo una cuestión de voluntad, sino también de herramientas. Las izquierdas han sido tradicionalmente hábiles para construir análisis estructurales, pero menos diestros para comprender las dinámicas micro. Sabemos hablar de clase, género, raza y colonialismo en términos teóricos, pero nos cuesta aplicarlos en la práctica cotidiana. Por ejemplo, ¿cuántos espacios supuestamente igualitarios perpetúan dinámicas de género que invisibilizan las voces femeninas? ¿Cuántas veces hemos denunciado las lógicas neoliberales mientras reproducimos competitividad y egos desmedidos en nuestras reuniones?

Esta incapacidad para el autoexamen tiene consecuencias profundas. Una de las más evidentes es la pérdida de legitimidad. Si exigimos transparencia, democracia y justicia al sistema, pero no somos capaces de practicarlas en nuestros propios movimientos, el discurso pierde fuerza. Es difícil convencer a otros de que el cambio es posible cuando las organizaciones que lo promueven parecen estar atrapadas en las mismas contradicciones que pretenden combatir.

Por supuesto, esto no significa que las derechas no tengan sus propias cegueras. Pero mientras la derecha se nutre de narrativas que abrazan el statu quo o justifican las desigualdades, las izquierdas, al definirse como una fuerza transformadora, tienen una responsabilidad mayor. No se nos permite el lujo de la hipocresía, porque la credibilidad de nuestro proyecto depende de la coherencia entre nuestras palabras y nuestras acciones.

Volver la mirada hacia adentro no es un ejercicio fácil ni agradable. Implica enfrentarse a las zonas oscuras de nuestros movimientos, reconocer los errores y aceptar que no siempre somos tan diferentes de aquello que criticamos. Pero también es una oportunidad para crecer, para construir organizaciones más sólidas y coherentes, capaces de enfrentar los desafíos del presente sin las cargas del pasado.

Quizás el primer paso sea abandonar la idea de que la autocrítica es una señal de debilidad. Por el contrario, la capacidad de cuestionarse a uno mismo es una prueba de madurez política. Si queremos transformar el mundo, primero debemos transformar nuestras propias prácticas. La cita de Rendueles es un recordatorio de que no basta con señalar los problemas «afuera». También tenemos que mirar hacia el interior, aunque eso implique enfrentarnos a verdades incómodas.

Tal vez sea momento de recuperar el espíritu dialéctico que debería definir a las izquierdas. La dialéctica, después de todo, no es solo un método para comprender el mundo, sino también una herramienta para transformarlo. Y eso incluye transformarnos a nosotros mismos. Si queremos construir un futuro más justo e igualitario, debemos empezar por preguntarnos cómo nuestras propias prácticas están contribuyendo —o no— a ese objetivo.

La cita de Rendueles, en su sencillez, encierra una invitación que no podemos ignorar. Es hora de mirar al espejo, aunque lo que veamos en él no sea del todo agradable. Porque solo enfrentando nuestras contradicciones podremos estar a la altura de nuestras aspiraciones. Porque solo asumiendo nuestras fallas podremos construir algo verdaderamente nuevo. Y porque, al final del día, la verdadera revolución comienza por casa.

 

Fabián Bustamante Olguín. Doctor en Sociología. Académico asistente del Departamento de Teología, Universidad Católica del Norte, Coquimbo

[1] “A la gente de izquierdas nos encanta examinar sociológicamente a los demás, en cambio, nos cuesta mucho mirar hacia el interior de nuestra organizaciones y movimientos”. (p.227).

Foto del avatar

Fabián Bustamante Olguín

Doctor en Sociología, Universidad Alberto Hurtado Magíster en Historia, Universidad de Santiago Académico del Instituto Ciencias Religiosas y Filosofía Universidad Católica del Norte, Sede Coquimbo

Related Posts

  1. Patricio Serendero says:

    Dice el autor del articulo: «La dialéctica, después de todo, no es solo un método para comprender el mundo, sino también una herramienta para transformarlo».
    Creo que no compete a un método la acción transformadora. Eso es tarea del Partido Revolucionario.

  2. Hugo Latorre Fuenzalida says:

    Tarea difícil, estimado Fabian. Las izquierdas se han forjado como movimientos metafísicos, casi religiosos ( culturalmente), a pesar de su aspiración de ser «cientifico».
    Eso las hace ser doblemente ciega ante su acontecer histórico. La religión tiende a ser inconmovible, doctrinaria e históricamente.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *