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El centro no arde, pero la periferia se consume

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El mundo sigue girando con la misma fórmula que desde hace siglos: el centro florece, la periferia arde. Y no, no estamos hablando del mapa físico de las ciudades con centros comerciales llenos de luces y periferias pobres que se ahogan en el smog. Estamos hablando de una realidad global, de un sistema en el que las coordenadas del poder, el bienestar y el desarrollo se concentran en unas pocas manos, mientras el resto del planeta sigue corriendo en círculos, atrapado en un ciclo de pobreza, guerra, migración y crisis climática. Y no es que esto sea una simple cuestión de mala suerte, de algún capricho azaroso de la historia. No. Esto tiene una lógica brutal y fría, la lógica del sistema mundial, esa que tiende a concentrar los beneficios en el centro y a dejar los despojos en la periferia.

El centro/periferia. Un concepto que resuena como un eco en las teorías del imperialismo, de la dependencia, de los sistemas-mundo. El corazón de este sistema es claro: paz, Estado fuerte, bienestar en el centro; guerra, Estado débil, pobreza e inestabilidad en la periferia. La transferencia de plusvalía, esa joya del marxismo sigue siendo el motor. Los recursos fluyen desde la periferia, pero no de manera equitativa, sino que alimentan al centro, engordando los bolsillos de unos pocos mientras la periferia sangra. Es el mundo que tenemos y que, lamentablemente, parece estar diseñado para perpetuarse.

Parece un guion perfecto de una tragedia griega. El centro acumula todo: capital, conocimiento, poder militar, capacidad política, mientras que la periferia, ese eterno otro, se consume en su propio fuego. Y si alguna vez alguien pensó que esto se iba a nivelar con la globalización o el desarrollo, lamento decir que lo que realmente hemos presenciado es una profundización de estas dinámicas. Las distancias no se han acortado; se han agigantado.

Tomemos el ejemplo del calentamiento global, un problema que ilustra a la perfección esta lógica de centro/periferia. Históricamente, el centro —los países desarrollados, los que arrancaron la carrera industrial siglos antes— es el responsable de la mayor parte de las emisiones de carbono que hoy en día están llevando al planeta al borde del colapso climático. Fueron ellos los que quemaron carbón sin freno, los que vertieron toneladas de CO2 a la atmósfera, todo en nombre del progreso, del crecimiento, de la acumulación de capital. Y ahora, mientras los océanos suben, los glaciares se derriten y las sequías destrozan campos enteros, es la periferia la que sufre las peores consecuencias. Las islas del Pacífico están desapareciendo, África enfrenta sequías apocalípticas, América Latina ve cómo sus bosques se queman y sus cultivos se marchitan. Y, paradójicamente, son los países de la periferia los que tienen que asumir la carga de mitigar y adaptarse al cambio climático, mientras el centro sigue cómodamente sentado en sus altos niveles de bienestar.




Es la vieja historia de siempre. Los países del centro dicen “Oh, estamos muy preocupados por el cambio climático”, mientras firman acuerdos que los comprometen a reducir emisiones… en algún futuro lejano, cuando ya sea demasiado tarde. Y claro, le dicen a los países periféricos: “Ustedes también tienen que hacer su parte”, sin reconocer que ellos ya han hecho suficiente daño como para justificar un descanso. La periferia paga, una vez más, por los errores del centro.

Y luego está el tema migratorio, esa herida abierta que sigue supurando. Los flujos migratorios en su gran mayoría siguen el mismo patrón: de la periferia hacia el centro. Pero ¿por qué? Porque la periferia se está desmoronando. Las guerras, muchas veces alimentadas por intereses del centro, destruyen naciones enteras. Las economías, sometidas al yugo de la dependencia, no pueden generar suficiente empleo o estabilidad para sus poblaciones. Entonces, las personas huyen. Huyen de la pobreza, de la violencia, del hambre, y buscan refugio en el centro, ese lugar que parece tenerlo todo. Pero el centro, irónicamente, no quiere recibirlos. Levanta muros, cierra fronteras, despliega ejércitos en sus costas para repeler a los migrantes que llegan en botes destartalados. Los que logran cruzar, lo hacen bajo el estigma de ser “ilegales”, como si buscar una vida mejor fuera un crimen. Los migrantes son recibidos con un frío rechazo, como si no pertenecieran a la misma humanidad que el centro supuestamente defiende.

Pero, ¿qué es realmente el centro sin la periferia? ¿Qué sería de las economías del primer mundo sin los recursos naturales, la mano de obra barata, las materias primas que siguen fluyendo desde la periferia? Esa es la gran ironía. El centro depende de la periferia tanto como la periferia depende del centro, solo que esa relación es completamente asimétrica. Mientras el centro se lleva la mejor parte del pastel, la periferia tiene que conformarse con las migajas.

La teoría de los sistemas-mundo, al añadir la noción de semiperiferia, trató de explicar por qué este sistema no colapsa bajo el peso de sus contradicciones. La semiperiferia actúa como un colchón, una zona de amortiguamiento que suaviza las tensiones entre el centro y la periferia. Son los países que, estando en una posición intermedia, absorben parte de los golpes, estabilizando el sistema. Pero esa estabilidad es frágil, porque la semiperiferia sigue siendo, en última instancia, parte del juego de la desigualdad.

Hoy, este esquema centro/periferia está más vigente que nunca. La crisis climática, los movimientos migratorios, las guerras y las políticas de explotación no son fenómenos aislados. Son manifestaciones de un sistema mundial que sigue beneficiando a unos pocos a costa de muchos. Y lo más frustrante es que el discurso que domina en los medios, en los espacios de poder, sigue siendo uno que ignora esta realidad. Se habla de desarrollo, de cooperación internacional, de progreso, pero rara vez se reconoce que este progreso está construido sobre las espaldas de aquellos que menos tienen.

Entonces, ¿qué hacer frente a esta realidad? ¿Cómo enfrentar este sistema que parece estar diseñado para perpetuar la desigualdad y la explotación? Quizá lo primero que necesitamos es dejar de comprar el discurso del centro. No podemos seguir aceptando que las soluciones vendrán desde arriba, porque hasta ahora, esas soluciones solo han profundizado las desigualdades. Tal vez sea hora de que la periferia, en lugar de esperar ayuda o limosnas, comience a construir su propio camino, uno que no esté atado a las reglas impuestas por el centro.

La resistencia, la autogestión, la soberanía alimentaria, energética y económica, pueden ser pasos hacia la emancipación de la periferia. Pero eso requiere algo más que buenas intenciones. Requiere voluntad política, organización social, y sobre todo, una visión clara de un futuro en el que la periferia no esté condenada a ser siempre la que paga los platos rotos.

Porque si algo está claro es esto: el centro no arde. No todavía. Pero la periferia se consume. Y si no actuamos, ese fuego no se apagará solo.

 

Fabián Bustamante Olguín.

Doctor en Sociología. Académico del Instituto de Ciencias Religiosas y Filosofía, Universidad Católica del Norte, Coquimbo



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Fabián Bustamante Olguín

Doctor en Sociología, Universidad Alberto Hurtado Magíster en Historia, Universidad de Santiago Académico del Instituto Ciencias Religiosas y Filosofía Universidad Católica del Norte, Sede Coquimbo

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