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Logros y fracasos del estallido social

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Pronto a cumplirse cinco años del inicio de lo que ha pasado a la historia contemporánea de Chile como el estallido social de 2019, bien vale la pena reflexionar sobre ese fenómeno y el impacto que tuvo. Por cierto, para que cualquier intento de análisis tenga cierta validez y pueda ser un aporte, es preciso dejar de lado tanto las preconcepciones que glorifican ese proceso presentándolo poco menos que como un intento—aunque frustrado—de  insurrección popular, cuando no de revolución social; como aquellas que lo demonizan y lo culpan de haber causado el retroceso que significó el rechazo al proyecto de la Convención Constitucional y el crecimiento electoral de la derecha en los últimos tiempos.

Visto con el beneficio de la distancia, tanto de tiempo como de geografía, hay que empezar por decir que se trató de un fenómeno que, para la causa de las reivindicaciones populares representó importantes logros, pero también grandes fracasos.

Hubo sin duda algo de poética venganza cuando los muchachos escribieron en sus pancartas “no son treinta pesos, son treinta años”. Una alusión a que, si bien era el alza de 30 pesos del transporte público lo que gatillaba la protesta, los motivos para el descontento tenían raíces más profundas y aludían a que el llamado proceso de transición a la democracia iniciado en 1990 estaba muy lejos de haber satisfecho las demandas y las necesidades de la población.  Los chilenos por 17 años habían tenido que soportar no sólo una dictadura sanguinaria sino además la imposición de un modelo económico que había retrotraído a la sociedad chilena a condiciones de desigualdad comparables a las de la primer tercio del siglo 20.  El estallido era así no sólo contra el gobierno de turno en ese momento, presidido por Sebastián Piñera, sino que, de alguna manera salpicaba al conjunto de la clase política, incluyendo a los sectores progresistas o de izquierda que habían ejercido posiciones de gobierno desde 1990 y que no sólo habían continuado administrando ese modelo neoliberal, sino que, en algunos casos, se habían convertido en sus nuevos adalides.

El mayor logro fue precisamente el hecho mismo que se produjera esa masiva ola de protesta que, como la huelga estudiantil de 1957 (el pasaje escolar fue alzado entonces de 1 a 6 pesos) desencadenaría pronto un movimiento de tal envergadura que puso en jaque al propio gobierno.  El estallido de 2019 fue un grito potente cuya gestación fue inadvertida para la clase política y las elites intelectuales, y que revelaba que en las bases del pueblo chileno había un sentimiento de indignación, de rabia contenida ante un estado de cosas que se percibía como injusto y contra el cual había que manifestar ese descontento de algún modo.




Sin duda, la expresión culminante de ese sentimiento popular se da el día 25 de octubre cuando una multitud que se calcula en un millón salió pacíficamente y llenó la Alameda, la principal avenida de la capital chilena, en una clara expresión de que ese estado de cosas no podía continuar. Tan impactante fue esa manifestación que hasta el propio Piñera tuvo que admitir que había un genuino sentimiento de malestar que era compartido por un amplio segmento de la población—por lo menos por sus sectores más activos política o socialmente: estudiantes, jóvenes con bajos ingresos o con empleos precarios, trabajadores de estratos bajos y medios.

Otro logro interesante, aunque con rasgos contradictorios, fue el hecho que el estallido no fue obra ni de los partidos de izquierda, ni de las organizaciones sindicales sino esencialmente un movimiento que surge de modo muy espontáneo a partir de las movilizaciones de las bases estudiantiles, tanto de la enseñanza media como universitaria. La joven generación que salió a la calle, con buen manejo de las redes sociales, utilizó muy eficazmente esa tecnología tanto para convocar a su gente, mantenerla informada de los eventos en tiempo real y, también muy importante, poder registrar las acciones represivas con que respondió entonces el gobierno.

Ni los partidos tradicionales de la izquierda, el Partido Comunista y el Partido Socialista, ni los que emergían entonces como expresión del recambio generacional, los que hacían parte del Frente Amplio, podrían legítimamente decir que fueron los conductores de ese proceso. En los hechos había conducción, pero generada desde las bases, a veces con un cierto cariz anarquista, en otras reivindicando posiciones que buscaban inspiración en movimientos alternativos de tiempos pasados, pero en todos estos casos, sin una clara visión programática más amplia. No era, por ejemplo, un proceso que propusiera una visión de socialismo o de revolución social. Esencialmente, su programa era el logro de reivindicaciones bien concretas para los propios manifestantes, aparte de eliminar el alza del transporte, demandas de educación de calidad, a las que luego se fueron agregando otras cuando nuevos sectores sociales fueron incorporándose al movimiento.

Si bien este surgimiento desde las bases mismas del pueblo puede considerarse un logro porque indicaba que “Chile despertaba” como se repetía entonces, y por eso mismo era un factor de fortaleza del movimiento, al mismo tiempo—paradojalmente—fue también su talón de Aquiles ya que dejaba al descubierto debilidades estructurales que, a la larga, contribuirían a que perdiera el apoyo que inicialmente había tenido.

A diferencia de los tiempos cuando la conducción de las movilizaciones sociales era mayoritariamente conducida por los partidos de la izquierda, el estallido social no tuvo una clara dirección política en terreno. Ello resultó en que, en la medida que el estallido se prolongaba, muchas de sus acciones en lugar de obtener el apoyo ciudadano, empezaron a generar rechazo. Por cierto, fue fundamental en esto el que, por la misma falta de conducción central, las acciones callejeras del estallido social fueran fácilmente infiltradas por agentes provocadores. La quema de vagones y estaciones del metro, por ejemplo, fueron evidentemente acciones vandálicas cuyos reales promotores y hechores nunca fueron completamente identificados. Lo mismo puede decirse de los ataques y saqueos a negocios en el área de la Plaza Italia, llegándose incluso a la vandalización de algunos de los pocos lugares hermosos que tiene Santiago, como el monumento conocido como la Fuente Alemana en el Parque Forestal o algunos monumentos e instalaciones del Cerro Santa Lucía. Ni siquiera entidades culturales como el Museo Violeta Parra, el Cine Arte Alameda o el Centro Gabriela Mistral pudieron escapar al accionar vandálico que para entonces estaba evidentemente infiltrado por sujetos del lumpen. Esto último no es ajeno a las prácticas policiales, recordaba antes el 2 de abril de 1957, ocasión en que también la policía dejó libres a delincuentes con la intención—que estos por cierto cumplieron de muy buen grado—de saquear tiendas en el centro de Santiago. El propósito final de este uso del lumpen por parte de la policía es desacreditar el movimiento y justificar la represión a los manifestantes legítimos. Una táctica por lo demás muy antigua.

Al revés de lo que algunos puedan creer, los infiltrados no son siempre agentes policiales, por la simple razón que ninguna fuerza policial tendría suficiente mano de obra para meter a miles de los suyos a cometer desmanes que luego se carguen a los manifestantes. La infiltración consiste en unos pocos agentes provocadores, que sí pueden ser policías, cuya misión es justamente aprovechar la euforia y el despliegue de adrenalina de muchos jóvenes para incitar a cometer acciones cuyo fin es justamente desprestigiar el movimiento. En mis tiempos de estudiante en manifestaciones en los años 60 puedo recordar a sujetos que de repente aparecían con tentadoras propuestas aparentemente muy rebeldes y “antisistema”: “Ya cabros, quememos ese kiosco de diarios y lo usamos como barricada” o “quememos ese auto”. Por cierto, desde el punto de vista de la movilización social ninguna de esas acciones cumplía objetivo alguno, fuera éste táctico o estratégico, lo que sí conseguían es que el dueño del kiosco, generalmente una persona de trabajo, o el del coche quemado, se tornaran en furibundos adversarios de la causa defendida por la movilización. El método de la provocación es muy antiguo y por cierto durante el estallido social fue utilizado ampliamente: a los agentes provocadores se suman sujetos del lumpen como deben haber sido los que quemaron la Iglesia de la Vera Cruz en el barrio Lastarria, o el edificio patrimonial que era sede de una universidad privada en el barrio de la Plaza Italia.  Acciones que sólo contribuyeron a que gente que en un comienzo simpatizaban con la causa del estallido, con el correr de las semanas terminara repudiando el movimiento e incluso clamando porque los militares “pusieran orden”.

Atrás han quedado los tiempos en que grupos sociales, especialmente aquellos de menores ingresos, exhibían una conciencia de clase reflejada en una cierta coherencia en sus adhesiones políticas. Ahora no hay eso y es así como fue fácil para la derecha y sus medios de comunicación, tornar ese apoyo inicial al estallido, en distanciamiento e incluso repudio cuando las manifestaciones dejaron de ser el punto de encuentro de manifestantes exponiendo sus demandas y propuestas para convertirse en meros escenarios de enfrentamientos con una policía que desplegaba sus más violentos procedimientos represivos. El ya señalado accionar de sujetos del lumpen en saqueos y vandalismo, convenientemente exhibidos por los canales televisivos, ayudó a distorsionar la imagen del estallido que así pasó de ser un acto de valiente rebeldía y rechazo a esos “treinta años” como decían las pancartas de los jóvenes, a un evento que día a día repetía las mismas escenas de una obra que ahora la ciudadanía se había cansado de mirar.

No puede sorprender, por tanto, que cualquier análisis que intente ser honesto y exponer con franqueza los logros y fracasos del estallido social, tenga que mencionar también esos puntos negros de la que parecía ser una gesta casi épica en esos días que siguieron al 18 de octubre. Si esa capacidad de movilización en un tiempo récord es el gran logro del estallido, no hay que olvidar su gran fracaso—ninguno de los objetivos que el movimiento levantó fue conseguido: ni educación de calidad, ni salud como servicio y no como negocio, ni un sistema de pensiones medianamente decente, ni mucho menos una nueva constitución, fueron alcanzados. Peor aun, a cinco años del inicio del estallido social no hay indicios de que esos objetivos puedan lograrse en un plazo breve.

Todo lo cual lleva a una conclusión que, admito, puede provocar controversia: el gran mérito del estallido social fue su capacidad de convocar a amplios sectores a partir de un proceso organizativo desde las bases, todo muy bien y de paso, conllevando una dura crítica implícita a los partidos políticos de la izquierda que no vieron venir ese proceso y del cual más bien fueron observadores (me refiero a sus direcciones, muchos de sus militantes estaban allí en la calle).  Sin embargo, la experiencia del estallido social también nos indica que no basta con que se desate una amplia movilización de masas, producto a su vez de un impulso originado desde las bases, sino que también es necesario que haya una conducción que visualice objetivos generales y a un nivel nacional, y que pueda generar por tanto una estrategia más amplia en un escenario de agudización de la lucha de clases, como fue todo ese período del estallido.  ¿Una vanguardia, un partido, un movimiento? Ya sé que la objeción inmediata será “pero si los partidos de la izquierda ya no convocan a nadie, están desacreditados…” Puede ser, pero llámese como sea, una conducción política de izquierda con visión amplia y no fragmentada, con capacidad movilizadora combativa, pero con un accionar racional y que neutralice las acciones meramente provocadoras, es algo que faltó en el estallido social y sigue estando ausente en el escenario político actual de Chile.  Por eso se está como se está… A cinco años del estallido no hay mucho que celebrar, aunque tampoco hay que autoflagelarse, sino, sobre todo, hay que pensar muy racionalmente cómo construir o reconstruir la organización necesaria para acometer las grandes tareas aun pendientes que el estallido social, a pesar de su promisorio comienzo, no fue capaz de concretar.

 

Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)



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