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¡Róbate el cielo!: la apología del delincuente

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[“Róbate el cielo”, escrito dedicado, en un cartel, a un joven delincuente asesinado en un barrio de Santiago].

Esta exclamación, que parece una frase conminatoria de militante en pro de una causa mística, no es cualquier simpleza; debe ser analizada en sus méritos, que son varios: en la fe que proclama, en la potencia de su voluntad, en la coherencia de su pertenencia, por decir unas pocas que me vienen a la pasada.

Tiempo que no escuchaba una frase popular con tanta sensibilidad y arte creativo, con deseo de eternidad incluido, en un ambiente popular y delincuencial, ambiente que se diferencia por ser de una épica militante, de una vanguardia compacta, capaz de asaltar al enemigo con fuegos de artificio y metralleta impenitente. Derrochan vitalidad epicúrea y desprendimiento solidario para con sus pares de fechorías.

Se dan frases ingeniosas como “Acá estamos los que robamos poquito” o “Vuela alto”, que contienen mucha verdad en su apología del delito celestial, pero ésta, de “Róbate el cielo”, es incomparable. La lógica es inmediata: si robas en la tierra, debes aspirar a robarte el cielo. Eso es trascendencia existencial, lógica de eternidad, casi una “teología del marginado”. Esa frase de “Teología de la liberación”, quedó chiquita en lógica y alcances, pues acá no hay que liberarse de nada, sólo hay que mistificar el delito, profundizar la tarea al infinito: “Róbate el cielo”.

Los delincuentes perfumados, esos de cuello y corbata, esos que no disparan ni un tiro y mueren ancianos en su lecho de rosas, no pueden expresar una frase como esta que resaltamos. Esos mueren asfixiados por sus herederos, que desean un rápido estirón de patas para seguir gozando la celestial bondad acá en la tierra. Esa tierra que les ha bendecido y que el Evangelio les ha sentenciado al desafío de atravesar con su camello cargado de dólares el ojo de una aguja. No, ahí no hay trascendencia ni fe, sólo la fáctica rigidez cadavérica que anuncia el “A Rey muerto, Rey puesto”. Ya hicieron el desfalco en la Tierra, que les brindó una “siesta del fauno”, por varias generaciones; sólo los pobres deben esperar satisfacerse en la otra vida, como esos jóvenes islamistas que esperan satisfacción en el Paraíso, con muchas vírgenes sensuales, en retribución a sus inmolaciones; o como la comedia de “La armada de Brancaleone”.

La muerte burguesa es una muerte gris, triste, silenciosa, de puros gemidos y lamentos. Saben que no hubo en esas vidas opulentas heroísmo ni aventura, tampoco entrega. Solo una digestión material pantangruélica, que se traduce en una elefantiásica corpulencia, abotagada de narcisismo insano y de hipos compulsivos. Los salones atrofian el espíritu; no puede salir nada grande de esos antros de conjurados instintos. Las carnes se ablandan y la mente se corrompe, pero de ese tipo de corrupción que hace a Sémele sonrojarse, por dar a luz tales engendros, blandengues, güabinosos, solapados y traicioneros. Dionisio ni Baco habitan en esos estropicios corporativos. La esencia del SER, es poética y musical, según el Heidegger existencialista, la razón calculadora del “salchichero” no entra en ese selecto destino de lo grande, de lo trascendente. Entra Hölderlin y Van Gogh, pero no esos apóstatas de la gloria aguerrida, sudada y sangrante, no esos “mediocres afortunados”, que denunciaba doña Gabriela Mistral y que son abducidos por  “La cosa” (Heidegger), y “La Cosa” es la exaltación de la materia, no hay en ella posibilidad de metafísica, pero sí de enajenación y alienación.

La epopeya de “Capitán Fracaso”, de Teófilo Gautier, donde un joven barón de Sigognac  languidece atrapado del abandono, en su castillo de La Misere, en compañía de un arlequín, un perro y un gato; de pronto decide lanzarse a la aventura, con un grupo de teatro circense, a experimentar en mundos que lo sacaran de esa miseria asfixiante.

Igualmente, la vida de estos “que van a morir”, nos saludan con balas y fuegos de  artificio. Ellos saben que su aventura de vida será corta, pero será intensa. No hay idealismo, como fue la aventura de Alonso Quijano, sólo desesperación y entrampamiento social en la marginalidad. Sus destinos están escritos en piedra y sólo queda la esperanza del cielo, el que también debe ser asaltado, pues no conciben otros mundos diferentes al que les ha tocado, como la visión de las cavernas platónicas, sombras fantasmales de existencia, nunca la existencia misma; puertas que se cierran de generación tras generación. Sólo queda el espacio para el asalto, la audacia infinita, que no se extingue con la muerte, sino que se potencia hasta impulsarlos al “asalto del cielo”.

 

Hugo Latorre Fuenzalida

 

 

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Hugo Latorre Fuenzalida

Cientista social

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