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La danza de las hienas (o Cubillos y su comparsa)

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En Chile, la corrupción se expandió con fuerza inusitada desde el golpe de Estado. Esto, sin duda es un hecho consustancial a un acto cuya génesis es la descomposición moral de las instituciones que le impulsaron. Pero también es un dato que refiere a un país con una cultura en que históricamente no era necesario normar en lo jurídico, cada milímetro de la vida, porque un alto sentido del deber y la decencia autorregulaban conductas desviadas de una moral evidente, sin descartar por supuesto ciertos nichos (como siempre) en que la corrupción es parte de su ADN cultural: una élite que solo se eleva como tal, desde antes de la constitución de la República, por la práctica de la naturalización y normalización de todos los usos y abusos posibles de los intersticios legales o violando la ley, amparada en poderes fácticos capaces de direccionar a su favor la acción del Estado.

Tal vez Marcela Cubillos y la Universidad San Sebastián no hayan incurrido en la ilegalidad, pero han hecho uso de toda la laxitud regulatoria de la ley ante la ingenua confianza en el alto sentido moral de las personas, lo que en este caso – como en muchos otros- hoy simplemente no existe.

Urge regular, en términos jurídicos, los márgenes de montos asignables a sueldos y otros ítems de “gastos”, en los casos en que se trata de instituciones que reciben importantes fondos estatales. De lo contrario, es un camino abierto para enmascarar el lucro, que en materia de instituciones educacionales está legalmente vetado.

En Chile, la lucha contra la delincuencia pasa necesariamente por restringir  -hasta eliminar- estos bastos campos de acción al margen de la ley, ya sea por la omisión o imperfección de ésta, y que  se han instalado en el imaginario nacional como zonas de abuso institucionalizado que normalizan la razón del que delinque: el Estado de Derecho no se vulnera tanto en el delito de  ciudadanos comunes y corrientes que somos la gran mayoría, como por la acción de las macro organizaciones de poderes fácticos que invaden la economía y la política del país, habilitando una “moral del delito”. Algo así como: si ellos roban miles de millones a cambio de clases de ética o defraudan claramente al estado vulnerando el espíritu de la ley, en su ambigüedad, entonces qué más da. Si yo no lo hago, otro lo hará, y yo me quedaré de gato mirando la carnicería.

¡Pero claro! En el intento de regular lo necesario es que comienzan los problemas. Los de siempre: esa élite que ha nacido, ha crecido y se ha sostenido en el abuso, tiene fuerza política, y entonces pone todas las trabas legislativas para que estas grietas jamás se cierren, porque dichas fisuras son el “alma de la debida institución”. Así entonces se niegan –por ejemplo y solo de botón de muestra- a levantar el secreto bancario, porque saben que entonces ni todas las lavanderías del mundo podrán blanquear los dineros truchos ni las evasiones tributarias y otras artimañas de enriquecimiento ilícito. Y aquí viene lo más increíble: ese ejército de funcionarios políticos que custodian estos privilegios y desequilibrios, ahora son instalados por quienes debieran entender las cosas y comprender que si no terminamos este abuso, seguiremos siendo carnada fácil de la codicia, y pareciera que de algún modo ya comprenden que así es la vida, y que más vale tener un sistema laxo y distraído, porque la política del chorreo es así: chorrean las posibilidades para actuar en la corrupción. Hay un mundo ávido por agarrar cualquier colita que lo abduzca y lo haga parte del gran concierto de los bolsillos largos, porque al fin y al cabo, si todos somos corruptos, nadie lo es, y que gane el “más mejor”; que gane el que tiene los colmillos más grandes.

 

Marcos Uribe

 

 

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