La casa del frente: Luces de humanidad en tiempos oscuros
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Solo seis metros separaban las dos veredas de la calle Dioszegi cerca del centro de la ciudad de Miskolz, al noreste de Hungría. Pero, en abril del 1944, un mes después de la invasión alemana a ese país, esa era una distancia infranqueable para un niño de 5 años. Era una brecha entre la vida y la muerte que volvería a conocer en un continente lejano con 30 años entremedio.
Adam Policzer, aquel niño de hace ochenta años atrás, toma lápices y papel para graficar la memoria que fluye con asombrosa claridad a pesar de la distancia geográfica y temporal. La casa del frente (Lom Ediciones, julio 2024), su libro autobiográfico en forma de historieta, contempla la brecha moral que puede dividir una calle y una sociedad. En la Hungría nazi y luego en Chile bajo la dictadura civil-militar, fue testigo y afectado directo de la transformación inconcebible de una apacible cotidianidad a una vorágine de incertidumbre y terror.
No obstante, como señala el propio autor, “que esté vivo comprueba que hay gente decente en los momentos más oscuros”. Este libro es tanto testimonio personal y un gesto de reconocimiento a “ quienes en tiempos de horror mantuvieron su humanidad”.
Con el ojo para el detalle que le da su vocación de arquitecto, el autor narra los hechos con líneas pulcras en menos palabras que las de esta nota, entendible por un niño, por un joven o por un adulto. Como en un plano arquitectónico, vemos la calle Diószegi y “la casa del frente” detrás del alto cerco rojo desde varias perspectivas, a veces sutilmente de reojo como para evitar llamar la atención a este lugar de refugio. El recurso técnico que utiliza (el punto de fuga), acentúa algunas escenas, el sentido de peligro y aislamiento y lo pequeño que es o se siente el niño.
La primera acción motivada por la apremiante necesidad de proteger a un ser vulnerable fue la que emprendió Anna Meister al tomar a su hijo de la mano, cruzar la calle y dejarlo en la casa del frente. La comunidad judía de Hungría se había creído a salvo, pero en abril 1944 serían encerrados en guetos antes de ser deportados a un destino desconocido. Anna, su hermana, dos sobrinas y el cuñado fueron entre los 15.000 judíos de Miskolc que no volvería a ver su ciudad.
Luego, y primordialmente, fue la familia Béres la que acogió a Adam en su modesto hogar a pesar del riesgo personal. Eso en sí hubiese bastado como gesto solidario. Sin embargo, cuando otros vecinos denunciaron la presencia de un niño judío y él fue llevado a un campo de detención transitorio, los Béres no se quedaron de los brazos cruzados. Fodor, el abuelo de la familia, un señor bajito, un poco encorvado y con enormes bigotes blancos, la figura de un típico campesino húngaro, viajó al centro de detención para buscarlo.Un joven guardia que escuchó a Fodor y buscó al niño entre la muchedumbre fue un punto de luz detrás del alambre de púa. Se convenció de que el niño no era judío y lo dejó irse con el abuelo. La secuencia de denuncia, deportación y rescate se repitió una segunda y milagrosa vez con otro miembro de la familia Béres como salvador.
“Lo normal sería decir hicimos lo que pudimos. Pero no. Fueron y me sacaron. Para serte franco, ¡yo no lo creo!” Adam Policzer comenta riéndose. “Si lo lees en una novela, piensas que es un invento. Pero aquí estoy”.
Después, una familia activa en la resistencia, que atacaba a los convoyes del ejército alemán, le acogió en su rústica vivienda de un solo ambiente. Esconder a un niño judío tres meses fue también un acto de resistencia.
Ninguno de ellos- ni la madre, los Béres, el guardia ni los partisanos – se quedaron pasivos ante la cruel realidad que les rodeaba.
Un pequeño gran detalle explica cómo el niño pudo pasar por no judío. Motivados por la esperanza de proteger a su hijo, cuando nació el 11 de noviembre del 1938, sus padres Anna Meister y Janci Policzer no lo circuncidaron, al contrario de la costumbre judía. Al casarse, tomaron la decisión estratégica de convertirse al cristianismo. Miles hicieron lo mismo. Sin embargo, bajo las leyes raciales que Hungría promulgó entre 1938 y 1941, que emulaban las Leyes de Nuremberg de Alemania, se les seguían considerando judíos.
En esa coyuntura europea, ser judío, gay, discapacitado, romané o adventista significaba la marginalización, persecución, inimaginables vejámenes y la proscripción de la vida misma. Treinta años después, Policzer volvió a conocer campos de detención. Fue en el país donde se reencontró con su padre (quien logró salir de Europa antes que los países cerraran sus fronteras), creció, se educó, se casó y nacieron sus hijos: Chile. Creía haber encontrado un puerto seguro, sin embargo, allá también las cosas cambiaron drástica y súbitamente.
Esta vez, la persecución ejercida por el Estado no fue motivada por sus orígenes sino por los ideales que orientaban su vida. Tanto en el caso de Hungría como en Chile, se trataba de prácticas sistemáticas que el Estado institucionalizó al designar presupuesto, infraestructura y personal para controlar a la población mediante el miedo, en el marco de la doctrina de la seguridad interior.
Al mismo tiempo, tanto en Chile como en Hungría, pequeños gestos y grandes acciones de parte de familias, redes políticas y religiosas protegieron vidas durante los años del terror. De hecho, fue un acto solidario de su parte- un intento infructuoso de ayudar a una persona a refugiarse en una embajada- lo que derivó en un año y medio de detención para Policzer.
De puerto seguro a aguas tormentosas
El siguiente escenario de su vida no forma parte de las memorias gráficas de Adam Policzer. Concluyen con el reencuentro entre el hijo y su padre en Santiago, con la majestuosa Cordillera coloreada en tonos de azul, gris y negro de fondo. En la última página del libro, Adam y su esposa Irene Boisier contemplan la posibilidad de dedicarse a contar esa parte de la historia en otro libro. Lo que sigue es un anticipo de ese segundo capítulo.
Adam Policzer siempre era bueno para el dibujo; también lo era para las matemáticas. Eligió una carrera donde podría ejercer ambos dones, titulándose en arquitectura de la Universidad de Chile en 1965. Allá conoció a Irene Boisier, también buena para el dibujo y su futura compañera de vida, en sus palabras, coautora de este libro. El aclamado arquitecto (Premio Nacional de 2019) Miguel Lawner fue su profesor. Adam e Irene participaron en la campaña electoral de Salvador Allende. Cuando salió elegido el gobierno popular, Lawner fue nombrado director de la Corporación de Mejoramiento Urbano (CORMU) y ambos fueron a trabajar bajo su dirección. Policzer, un militante del Partido Socialista, fue dirigente sindical de los profesionales de la CORMU. El país que la Unidad Popular (UP) recibió tenía un enorme déficit de vivienda pública, además de una falta de calles pavimentadas, alumbrado público, áreas verdes, escuelas y policlínicos, entre otros elementos vitales para el desarrollo pleno de las personas. La tarea era inmensa, sin embargo, en los 3 años y medio de la UP se construyeron 158.000 viviendas.
En el lanzamiento del libro, Miguel Lawner afirmó: “Adam asumió la hermosa responsabilidad que asumimos con honor, la de elaborar y entregar un conjunto de proyectos habitacionales, destinados a personas de menores recursos. Asumió esta tarea con la pasión con que todos asumimos nuestro compromiso, sabiendo que estábamos realizando una experiencia excepcional”.
Fueron estos los crímenes, además de su infructuosa acción solidaria, los que merecieron la detención y el exilio para él, su jefe y otros integrantes del equipo de CORMO.
En diciembre del 1973 Adam Policzer fue detenido y llevado al Estadio Chile, donde el infierno de los primeros meses del golpe se había moderado[1]. Era un recinto deportivo de techo cerrado donde no veía el sol. Los prisioneros dormían sobre colchonetas en la cancha de basquetbol, sin ninguna silla ni otro equipamiento. Un nuevo comandante, Mario Rodríguez, designado a ese lugar en febrero de 1974 le propuso a Policzer, el único arquitecto preso allí, construir una muralla de concreto que encerrara al estacionamiento para permitirles salir a respirar aire y tomar sol. En la calle Diószegi un alto cerco de madera pintado de rojo ocultaba la casita de los Béres y al niño que jugaba en el patio de tierra. A veces Adam miraba por las rendijas a su casa, ahora del otro lado de la vereda, donde había vivido momentos felices. En el Estadio Chile una muralla construida por sus propias manos y las de sus compañeros presos impidió que el mundo exterior se percatara de ellos.
Por su indulgencia en tiempos en que los mandos militares debían mostrar mano dura, el comandante Rodríguez fue dado de alta y se jubiló con una pensión baja. “El hombre sacrificó su carrera para hacer la vida más llevadera para estos 200-300 seres humanos que tenía bajo su cargo. De nuevo me encontré con gente así”, señala Policzer.
Desde el Estadio Chile, su itinerario carcelario le llevó a Chacabuco, antiguo campo de salitre en el desierto de Atacama abandonado desde 1938 y convertido en prisión. Su última escala fue Ritoque, un balneario popular creado por la CORMU ahora convertido en campo de detenidos. Allá se reencontró con quien creó ese balneario, su ex jefe Miguel Lawner, que venía de prisión en el sur del país. En 1975 liberaron a Adam y le advirtieron que tenía dos semanas para salir del país. En Vancouver, Canadá, su segundo exilio, volvió a hacer su vida.
Si no hay justicia, hay memoria
En 2007 Adam emprendió un viaje para despejar la duda que persistía toda su vida: el destino de su madre. Le acompañó su hija Ana, que lleva el nombre de la abuela que no conoció. El peregrinaje a lugares campestres de Polonia fue impulsado por información fidedigna de parte de una sobreviviente que estuvo internada con Anna Meister, no en Auschwitz, como presumía, sino en un campo de trabajos forzados cercano a la pequeña aldea de Bocien. Su madre fue una de las 2.500 mujeres que allá perecieron y cuyos cuerpos fueron arrojados a una fosa común. En la actualidad ese sitio forma parte de un hermoso paisaje campestre.
Hoy en día son pocos los judíos quienes viven en Polonia. Por lo tanto, fue es significante que gente local hayan instaurado dos memoriales para marcar el lugar de las fosas comunes, y que siempre están provistas de flores. En un liceo cercano, una profesora enseña la compleja historia del pueblo a sus alumnos. Ejemplifica lo que han señalado los expertos: el reconocimiento del daño causado por las violaciones a los derechos humanos no solo a las personas sino a las sociedades en lo general debe transitar desde el ámbito de las víctimas al del pueblo entero.
En la época pos-Holocausto, los principios de memoria, justicia y reparación fueron elaborados para que se arraiguen el respeto a la dignidad humana y el reconocimiento del daño causado en sociedades que sufren un quiebre democrático. No hubo justicia para Anna; tampoco la hubo para Adam. En este contexto, las acciones de memoria – como los memoriales de Bocien, el libro La casa del frente y el ejercicio de la memoria transgeneracional, por toda la comunidad – son gestos reparatorios. En la época actual con el surgimiento del neo-nazismo en Hungría y del negacionismo chileno que celebra el golpe civil-militar, la memoria histórica cobra más importancia que nunca.
En Chacabuco y en Ritoque, Adam Policzer bosquejaba lo que observaba en el campo de detención. Es un registro gráfico que será la base del segundo libro.
Cuando se le pregunta que espera comunicar a los lectores de su libro, Adam primero contesta,
“No hay mensaje.” Luego de pensarlo un poco, agrega, “Bueno, sí hay. Que esté vivo es un mensaje de que siempre hay gente decente. Muchas veces me he preguntado si yo estuviera en el lugar de los Béres, ¿cómo respondería? No lo sé”.
Esta misma interrogante interpela a cada lector de La casa del frente.
Maxine Lowy
[1] Construido en 1969 en el corazón de Santiago, el Estadio Chile fue un importante recinto para actividades deportivas y culturales. El día siguiente del golpe, miles de personas fueron llevadas allí, donde por primera vez vieron la represión extrema que llegó a ser sistemática. Entre las 5000 personas detenidas allí fue el cantautor y dramaturgo Víctor Jara, quien en 1969 ganó primer lugar en el Festival de la Nueva Canción Chilena que se realizó en el mismo recinto. El 16 de septiembre del 1973 fue una de las 15 personas asesinadas en ese lugar por los militares. En 2009 fue reconocido y renombrado Sitio de Memoria Estadio Víctor Jara.