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Los Ecos del Conde

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El Conde, largometraje dirigido por Pablo Larraín que cumplió el 7 de septiembre un año desde su estreno, es una de esas obras que ameritan ser deconstruidas para explorar en los espacios que propone en su universo estético y simbólico.

Es pertinente subrayar que esta película a pesar de su financiamiento por parte de Netflix nació con el sello de la industria nacional del Chile de hoy, la cual, si bien dista en su envergadura de la consolidada en otros países es el área del hacer artístico local que más ha crecido en calidad, impacto y difusión durante estas últimas tres décadas.

Para sostenerlo basta saber que en CinemaChile constan alrededor de 150 películas realizadas con equipos locales en el año 2023, las cuales recibiendo en conjunto 309 premios en diferentes festivales a nivel mundial. El Conde contribuyó con instalarse como la séptima opción más vista durante la primera semana de su estreno en Netflix, obteniendo posteriormente reconocimientos en circuitos altamente especializados como el otorgado a Pablo Larraín y Guillermo Calderón por el  mejor guion en el Festival Internacional de Cine de Venecia, y el otorgado a Rodrigo Bazaes por la mejor dirección de arte en el principal festival de cine iberoamericano, los Premios Platino.

Otro aspecto a destacar es que esta película es el resultado del ejercicio creativo de un equipo con continuidad en el tiempo. Pablo Larraín aporta con haber sido diez veces director. Se suma a ello la continuidad de su trabajo con destacados actores y actrices nacionales con quienes ha realizado hasta cinco de sus películas, lo cual facilita la confianza y necesaria “escucha/mutua” que se requiere para diseñar personajes de alto valor poético.




El logro en la construcción de cada personaje en esta (y en toda) película no es posible de atribuir solo al esfuerzo o talento individual de sus participantes, sino a la sinergia, que se establece entre ellos y ellas en la escena (set) con el director y con el equipo técnico/creativo que los contiene y registra.

El Conde siendo una película de vampiros tiene el valor de dialogar – es decir de no reitera ni imitar – las huellas del atractivo género de terror en que el vampirismo ha encontrado acogida en más de cien años de cinematografía, generando líneas como las trazadas por el Conde Drácula que interpretó Bela Lugosi construyendo un estereotipo de culto.

Son también significativas las líneas divergentes en que el género se reinventa, como en La danza de los vampiros de Polanski (1967) que explora en el humor y en la desconstrucción de la masculinidad patriarcal del personaje, lo que tendrá años después un correlato con esos jóvenes vampiros que exacerban su lado erótico y el profundo espíritu romántico del siglo XIX, en Entrevista con el Vampiro de Neil Jordan (1994) , sin poder además olvidar ese personaje teñido de existencialismo, dimensiones filosóficas y metafísicas que nos ofreció Werner Herzog con su  Nosferatu, vampiro de la noche (1979).

El Conde aporta a las derivas del género con un asunto que no es menor, correr la línea divisoria entre la realidad y fantasía de sus personajes construyendo un vampiro con raíces en un “recientemente desaparecido ayer” (P Auster). Y lo realiza dialogando con la sátira política, género casi olvidado en Chile y que ofrecía personajes entrañables en la prensa nacional cuando esta era todavía masiva y plural.

El guion de la película nos acompaña de inicio a fin con una narración omnipresente con acento británico, la cual nos permite “oír el rose de sus sombras” (A Camus), desde el haber sido engendrado producto de una violación a su madre en el siglo XVIII, su paso por el alma de un soldado traidor a sus monarcas, su participación contrarrevolucionaria en Haití, Rusia, Argelia y por supuesto en Chile.

La película al construir su poética sobre la Historia y sus brazas genera un más allá del cine, con ecos a favor o en contra de valores fílmicos y sus correlatos en hechos reales, de los cuales abordaremos dos.

La escena en la cual el vampiro visita la casa de gobierno de Chile, fragmento de arquitectura neoclásica de fines de la colonia que será luego el palacio de los presidentes republicanos, símbolo que tanto el Pinochet histórico como el vampírico traicionan en su condición de general en jefe del ejército, destruyen como general golpista y finalmente ambicionan como escenario perfecto para su fallida metamorfosis de dictador a presidente.

La película nos muestra al vampiro recorriendo la Moneda y entrando a la verdadera Galería de los presidentes, espacio reestructurado el año 2014 para exponer   cronológicamente cuadros y bustos escultóricos de quienes han dirigido a nuestro país.  El vampiro se instala en el vacío que existe entre el busto de Allende y el de Aylwin (foto 1). En la película da risa y en el más allá del cine nos enrostra con una de las mayores derrotas de la derecha chilena: no poder blanquera la figura de su más cruel y fiel servidor.

La otra escena en que los ecos se acumulan hasta despertar la memoria colectiva de todo un pueblo, dura solo segundos. En la trama de la película se inicia con varias tomas que escenifican la falsa muerte del vampiro, y en sus ecos el funeral no-de-estado que se realizó en la Escuela Militar atrayendo aproximadamente a 50 mil personas – menos una – que le fueron a rendir culto.

Extraída de la película El Conde

En la película se ve el ataúd y en fragmentos de segundo a un alguien que se aproxima mucho, luego casi en un solo cuadro un escupitajo sobre el vidrio y en ello sobre el rostro del vampiro Pinochet, para luego mostramos una mano que lo limpia (fotos 2 y 3).

En el territorio del más allá del cine esa figura es eco del nieto de Carlos Prats González, Comandante en jefe del Ejército de Chile, Ministro del Interior, Ministro de Defensa Nacional y Vicepresidente de la República, asesinado el 30 de septiembre de 1974  en Argentina, a los 59 años de edad, junto a su esposa Sofía Ester Cuthbert Chiarleoni de 56 años, en un atentado organizado en Chile por Pinochet y Contreras y encargado  al Departamento Exterior de la DINA, siendo ejecutado por el sicario Michael Townley hace justo 50 años.

Extraída de la película El Conde

Según recuerda Francisco Cuadrado Prats, al saber a través de la prensa sobre la muerte del exdictador viajó desde Concepción a Sgto., siguiendo no un plan determinado, sino un impulso vital.

Se dirigió consciente de que lo velaban “protegido por dos círculos, la Escuela Militar y el propio barrio de Las Condes”. Hizo una larga cola durante siete horas debatiéndose si al llegar al féretro lo mejor era lanzarle tinta, romper su espada, o ensuciar su uniforme.

En el ambiente escuchaba cantar, “los comunistas están aprendiendo a nadar, porque los estamos tirando al mar”.

Antes de acceder a la Escuela Militar por la avenida Américo Vespucio rompió todo lo que tenía en sus bolsillos y billetera que dieran referencias de otras personas. Luego pasó por un detector de metales consciente que este “no detectaba voluntades (…) y que desde allí ingresaba al territorio de lo vedado”.

Siguió luego como todas y todos los asistentes la ruta del cuerpo que lo precedía, hasta ingresar a la zona en que estaba el difunto “rodeado de guardias de honor y acompañado por un grupo de soldados de alto rango”.

El ritual en ese epicentro consistía en entrar desde el lado derecho, dar la vuelta al ataúd y luego salir de inmediato. Ya tenía claro lo que haría y “escupí (…)  inmediatamente no pasó nada (…) Al salir del lugar donde se le velaba la persona que estaba atrás mío, una mujer, me dice, Por qué lo hiciste ¿?? Y el que estaba a tras pregunta… hizo qué… respondí, soy nieto de Prat y este sr mató a mis abuelos (…) empezaron los empujones, los gritos y los golpes hasta que llegó un militar y me sacó de allí (…) En forma casi inmediata apareció el subdirector de la Escuela Militar y le dijo a quienes me tenían detenido… A este joven no le puede pasar nada… y me entregaron a carabineros”.

“Me llevaron a la sala de guardia. Un solado estaba haciendo el acta de mi entrega a un carabinero, pero lo llamaron por teléfono, rompió el papel que estaba escribiendo y me dijo, Váyase (…)  Salí con mucho miedo (…) llegué a mi departamento y me encerré”.

Un día después, cuando veía por televisión el momento en que sacaban el ataúd de Pinochet en un helicóptero y se elevaba hasta ser casi un punto en cielo, dijo, “te vas, pero escupido”.

La película El Conde tiene el valor de haber construido por primera vez esa imagen que solo estaba en el inconsciente colectivo de chilenos y chilenas y no en una obra ni en un registro. El escupitajo llegó visualmente en al rostro al vampiro Pinochet y sus ecos lo instalaron en su rostro histórico.

En el más allá del cine Francisco Cuadrado Prats  tuvo el valor de consumar un gesto  que se inscribe en las grandes religiones asociado al maldecir a alguien y en ello condenarlo a la vergüenza y al exilio del campamento tribal,  en tanto que para muchas culturas modernas es uno de los signos más claros y feroces para manifestar el desprecio sobre alguien, al punto que entrañables novelas lo utilizan para dar el tono de su eficacidad simbólica, como aquella de Boris Vian que escribió con el seudónimo de Vernon Sullivan, J’ irai cracher sur vos tombes (Yo iré a escupir sobre sus tumbas), siendo el escupitajo de Cuadrado un eco certero de todo ello.

 

Pedro Celedón Bañados

Dr. Historia del Arte

 

 

 

 

 

 



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