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La pasividad del Estado ante la corrupción judicial de la derecha

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Administrar justicia entre quienes componen una sociedad ha sido una tarea difícil desde la aparición de las primeras comunidades humanas. La justicia es una necesidad permanente de la sociedad, similar a los requerimientos de salud; por eso, los gremios más importantes han sido siempre los de médicos y abogados.

En tiempos pasados, el monarca determinaba lo que era justo. Desde la Ilustración, esta función fundamental se ha depositado en un poder independiente que, junto a los otros dos poderes—el Ejecutivo y el Legislativo—se debe observar y vigilar mutuamente.

Comparativamente, nuestro poder judicial tiene un alto nivel de probidad y es predecible en cuanto a hacer justicia. Sin embargo, esta virtud se diluye cuando aparecen involucrados grandes intereses políticos o económicos.

Un ciudadano común que litiga con otro ciudadano común puede razonablemente esperar que su causa se resuelva con justicia. El poder judicial ha hecho cosas que se deben valorar; por ejemplo, en Chile, hay más de 200 presos por violaciones a derechos humanos, algo que no es común a nivel internacional.

No obstante, desde mi experiencia personal, aunque limitada, existe una franja muy pequeña de causas en las que la certeza de recibir justicia se diluye cuando se tocan intereses poderosos o personas influyentes. Frente a ellos, el ciudadano común ve relativizados sus derechos.

El escándalo del abogado Hermosilla, con su red de influencias, sobornos y corrupción en la administración de justicia y el Estado en general, es muy grave. Ya ha caído un director de la Policía de Investigaciones, y se encuentran bajo severo cuestionamiento ministros de la Corte Suprema y fiscales del Ministerio Público; la corrupción también ha salpicado a otros lugares.

Las grabaciones del teléfono de Hermosilla son una verdadera caja de Pandora y demuestran que las clases de ética no eran solo una visión extravagante de la aplicación del derecho, sino actos de corrupción que violentan a todos los chilenos. Este individuo pudo establecer su red de corrupción con la participación de dirigentes políticos de derecha y funcionarios públicos, lo que evidencia una falla institucional.

Es evidente que, si las investigaciones continúan, podrían aparecer otros Hermosillas y más operadores en estas redes. A mi juicio, la falla radica en que la conformación del poder judicial, su control y valoración están entregados exclusivamente a la élite política, sin intervención del ciudadano común.

Que la Corte Suprema sea elegida por un proceso que se desarrolla exclusivamente en los pasillos del poder es un grave error y fuente de calamidades. Un país democrático debería tener una Corte Suprema elegida por voto popular y establecer controles sobre el inmenso poder depositado en el Poder Judicial. Por ejemplo, debería existir un plebiscito revocatorio para algunas autoridades del Poder Judicial.

Hay jueces modestos en el escalafón más bajo que se creen con la atribución de maltratar y avasallar a ciudadanos, percibiendo que la ciudadanía carece de mecanismos de control. Podemos observar que, cuanto más modesto es intelectualmente un magistrado, más arrogante y prepotente es en su trato con la ciudadanía.

La derecha es hábil y trata de transformar el caso Hermosilla en algo transversal, cuando en realidad los principales actores de este festín de corrupción están en su sector: los que operaban y los que se beneficiaban. Recientemente, criticaron al presidente Boric por dar su opinión al respecto, olvidando que su condición de jefe de Estado no le impide tener una opinión y que ninguna ley inhibe su libertad de expresión.

El abogado de Hermosilla argumentó que los funcionarios públicos solo podían actuar de acuerdo a los artículos 6 y 7 de la Constitución. Esto es un absurdo. Aceptar el criterio del abogado defensor llevaría a concluir que el presidente Boric no podría bailar cueca el 18 de septiembre porque la Constitución no lo manda expresamente. El presidente dio su opinión, no intervino en un proceso judicial.

Estas absurdidades, que la derecha propaga, se transforman en verdades repetidas por los medios de comunicación controlados por ellos, creando un sentido común en la ciudadanía. Los partidos políticos, como instituciones regladas por ley que reciben financiamiento público, tienen la obligación de proteger el orden institucional y el respeto a la ley. Si perciben que esto se está vulnerando, deben actuar de acuerdo a los procedimientos legales.

Se echa de menos una acción legal más enérgica por parte de los partidos, especialmente de izquierda, que no están involucrados en este festín de corrupción. El joven diputado Manoucheri lleva sobre sus hombros la dignidad de muchos.

La lentitud con que actúa el Parlamento para ejercer sus funciones fiscalizadoras también es preocupante. No hay nada que perjudique más la paz social que la percepción generalizada de que no se obtendrá justicia del Estado. Esto, tarde o temprano, deriva en auto tutela o en una rebelión social contra el Estado.

El orden social prohíbe estrictamente tomar la justicia en manos propias, lo que implica que el Estado debe cumplir con su deber de impartir justicia. Si no lo hiciera, que la patria lo demande.

 

 

Roberto Avila Toledo

Roberto Avila Toledo

Abogado de derechos humanos

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