Santiago
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El crecimiento y transformación de la población y el pueblo trabajador de Chile en lo que va del siglo es asombroso. Se deben en gran medida al extraordinario influjo de personas de otras nacionalidades.
Su llegada al país ha significado un aporte cualitativo notable a lo largo de toda su historia republicana, contribuyendo en forma decisiva a la conformación de la sociedad, economía, ciencia, cultura e instituciones. Sin embargo, un rasgo distintivo de Chile es que la inmigración nunca ha sido masiva, hasta ahora.
Por primera vez, personas de otras nacionalidades constituyen hoy una proporción significativa, más de una de cada diez de las que hoy conforman el pueblo trabajador de Chile. Ellas han aportando la mitad o más de su crecimiento en años recientes.
Consecuentemente, una proporción muy importante, entre un tercio y la mitad, del crecimiento del producto interno bruto, PIB, el que se ha duplicado en las últimas dos décadas, ha sido agregado por el trabajo de estas personas de otras nacionalidades.
Poco menos de la mitad del crecimiento poblacional de las últimas dos décadas se concentra en la Región Metropolitana de Santiago. Esta creció en más de un tercio y se ha convertido en una aglomeración urbana de dimensiones respetables, ubicada en la medianía de las 100 más importantes del mundo.
El impacto mayor ha sido en la Comuna de Santiago, que ha más que duplicado su población en las últimas dos décadas. Se puede afirmar así, sin temor a equivocarse, que en la actualidad personas de otras nacionalidades constituyen alrededor de la mitad o más del pueblo trabajador que reside en la comuna capital de Chile.
Sin embargo, las restantes regiones del país absorbieron una parte aún mayor del incremento de población. Las de más rápido crecimiento fueron cuatro regiones del norte, Tarapacá, Coquimbo, Antofagasta y Arica Parinacota, en ese orden. Pero todas las regiones crecen y aunque algunas lo hacen más rápidamente, mantienen en general el orden según el tamaño de su población, mientras el país se descentraliza levemente, en lo que va del siglo.
Según la proyección del INE del año 2018, la población del país se ha multiplicado 1,28 veces en las últimas dos décadas, más de un cuarto, agregando 4,4 millones hasta completar poco más de veinte millones En el año 2024. Un 30,4 por ciento de ese incremento, poco más de 1,3 millones de personas, corresponde al saldo migratorio acumulado en el período.
Sin embargo, los registros de personas afiliadas a los sistemas previsionales, que son un cuasi censo de la población mayor de 16 años, actualizado mensualmente y disponible por nacionalidad en los últimos cuatro años, revelan un crecimiento significativamente mayor. Tanto del número de personas que conforman el pueblo trabajador, como del segmento que informa otras nacionalidades.
Estas últimas alcanzan ya a cerca de un 12 por ciento de la población afiliada no jubilada en el sistema AFP y han aportado más de la mitad de su crecimiento en este período.
Hay que acotar que la proyección INE 2018 corrige el grosero sesgo de la proyección publicada en el año 2014, por esta prestigiosa y centenaria institución, bajo la misma dirección de ella que comprobadamente manipuló e inutilizó el censo del año 2012. Aquella proyección asumía inmigración cero para los años siguientes ¡justo aquellos en que alcanzó una magnitud sin precedentes!
Lamentablemente, la proyección 2018 parece adolecer todavía del mismo sesgo, en alguna medida. No es aventurado sospechar que la motivación del sesgo consiste en exagerar el natural incremento en la edad media de la población. Este es el principal logro de la modernidad pero cierto sector lo presenta como “envejecimiento” y lo exagera como amenaza, con propósitos inconfesables. Felizmente esta cuestión será zanjada por el censo recién realizado en el año 2024.
Los cambios ocurridos en la población y el pueblo trabajador de Chile en las primeras dos décadas del siglo XXI representan una transformación extraordinaria, de inmensas repercusiones demográficas, económicas, sociales, culturales y políticas.
Sin duda la inmigración masiva tiene un papel muy significativo en ellos. A decir verdad, esto no debería asombrar ni atemorizar a nadie.
En primer lugar porque ahora sabemos a ciencia cierta, y constituye uno de los grandes descubrimientos científicos recientes, que somos una especie migrante. Todas las personas que vivimos fuera de África descendemos de los pequeños grupos de nuestros antepasados que emigraron desde allí hace unos sesenta mil años atrás. Ellos bordearon las costas de los continentes, saltaron de unos a otros y atravesaron una era glacial completa, hasta poblar todo el planeta. Alcanzando sus más remotos confines donde se encuentra ubicado el territorio que hoy se llama Chile.
Adicionalmente, la gigantesca migración del pueblo trabajador desde el campo a la ciudad, actualmente en su clímax alrededor del planeta, es nada menos que el motor del advenimiento de la modernidad. Así lo ha sido desde que hace tres siglos se inició masivamente en una pequeña y remota isla ubicada al borde del círculo polar Ártico, la que revolucionó completamente y convirtió en la potencia hegemónica del mundo a lo largo del siglo XIX.
Chile ha venido experimentado hasta casi completar esta migración interna masiva del pueblo trabajador. Gigantesco movimiento tectónico en la base de la sociedad que es la causa directa del telúrico comportamiento de la economía y la historia del país a lo largo del último siglo.
La población rural de Chile sin duda ha cambiado radicalmente su forma de vida y trabajo, pasando del aislamiento, ignorancia y sumisión al viejo latifundio, a la participación activa en el mercado del trabajo y en todos los ámbitos de la vida del país. Pero su número se mantiene alrededor de los mismos dos millones de personas que el censo del año 1930 constató constituían entonces el 51 por ciento de la aún pequeña población total del país.
La población urbana, en cambio, se ha multiplicado nueve veces hasta alcanzar cerca de 18 millones de personas, que representan más del 90 por ciento del total del país en la actualidad.
Esa gigantesca migración interna es la causa directa, y exclusiva en Chile el inicio y hasta fines del siglo XX, de la explosión demográfica que el país ha experimentado desde entonces y ha multiplicado por cinco su población desde el año 1930. Hasta ahora.
En efecto, todos los países que han experimentado esta migración interna masiva, viven paralelamente una explosión demográfica. El mejor acceso a la protección sanitaria durante el curso de la misma prácticamente erradica la hasta entonces extendida mortalidad infantil. Antes que las familias del pueblo trabajador reduzcan el número de sus hijos, quienes en el campo tradicional eran la fuente de su riqueza.
La siguiente ola migratoria interna masiva del pueblo trabajador es consecuencia directa de la primera, y sucede cuando la siguiente generación de sus mujeres salen del hogar y se incorporan masivamente al mercado del trabajo.
Esta segunda migración interna extingue asimismo la explosión demográfica, al reducir entonces las familias del pueblo drásticamente el número de sus descendientes. De este modo, y así lo constata Chile en las últimas dos décadas, el llamado crecimiento vegetativo de la población vuelve a los muy moderados niveles, inferiores al uno por ciento anual, que Chile mostraba a inicios del siglo XX. La humanidad ha experimentado estas modestas tasas de crecimiento a lo largo de toda su existencia de centenares de milenios, anterior al inicio de la doble migración interna recién aludida.
La migración internacional, por su parte, que Chile ha experimentado por primera vez en su historia en las últimas dos décadas y que lo tiene asombrado, inquieto y algo atemorizado, es asimismo consecuencia de la migración del campo a la ciudad. En efecto, una parte de las familias del pueblo trabajador migrante, rebalsa las ciudades del propio país y emigra.
Termina siendo la fuerza motriz de la vida social y económica de otros países que experimentaron su migración interna antes y, precisamente por ello, han alcanzado ya un cierto nivel de desarrollo social y económico.
Compensa en ellos la caída en el crecimiento vegetativo de la población y les permite mantener un ritmo interesante de crecimiento demográfico y económico. Si se considera el mundo en su conjunto, este efecto compensatorio de la migración internacional seguirá operando a lo largo del presente siglo.
La segunda explosión que experimentan los países cuyo pueblo trabajador ha migrado del campo a la ciudad no es demográfica sino económica. Dicho en forma más precisa desde el punto de vista conceptual, a consecuencia directa de esta doble migración interna masiva, los países experimentan el nacimiento de sus modernas economías, ni más ni menos.
El concepto de economía moderna está asociado al de valor y este aparece masivamente en las sociedades recién cuando la masa de su pueblo trabajador ha migrado a las ciudades. Sólo allí sus manos adquieren el Toque de Midas. Todo lo que tocan se convierte en oro. Su trabajo toma la forma de valor sólo cuando su producto se vende en el mercado. Consecuentemente, este valor agregado aparece registrado de modo riguroso en el producto interno bruto, PIB, de las economías, el que crece rápidamente en ese tiempo.
Eso es precisamente lo que sucede cuando los campesinos migran masivamente a las ciudades y poco más tarde sus mujeres migran del trabajo en el hogar al trabajo en el mercado. Antes, durante milenios, solo una mínima parte del producto del trabajo humano se vendía en los mercados, precisamente porque la masa del pueblo trabajador permanecía aislado en el campo y en el hogar.
En el campo tradicional donde, es bueno recordarlo porque marca el carácter de la época que vivimos, todavía vive y trabaja media humanidad, el pueblo trabajador produce cosas, bienes y servicios, pero la mayor parte lo autoconsumen allí mismo, los terratenientes y las familias campesinas. El trabajo de sus mujeres en el hogar produce bienes y servicios para su familia. Ni unos ni otros se venden en el mercado, por lo cual sus valiosísima utilidad, que consiste nada menos que en sostener la vida de sus familias, además de la opulencia de los terratenientes, no adquiere sin embargo la forma de valor económico.
De este modo, la migración del pueblo trabajador a las ciudades es la madre de la economía moderna misma. Es lo que ha sucedido en Chile en el curso del último siglo, desde el año 1930 la población se multiplicó por cinco, la población urbana se multiplicó por nueve y el PIB se multiplicó ¡veintitrés veces!
Pero esta gigantesca transformación, generada por la masiva inmigración del pueblo trabajador del campo a la ciudad, seguida poco después por la protagonizada por sus mujeres cuando migran masivamente del trabajo en el hogar al trabajo en el mercado, no solo genera una revolución demográfica y una revolución económica. Durante su curso los países que la viven experimentan asimismo una turbulenta “era de revoluciones” políticas populares.
De esta sucesión de ciclos de irrupciones populares masivas en el espacio político, en el curso de su doble migración interna masiva, los pueblos distinguen a un ciclo en particular y le llaman su Revolución y le escriben con mayúscula. Es aquel ciclo de actividad política popular que por vez primera vez suma masivamente al campesinado, el que despierta de su siesta secular y se une masivamente al pueblo trabajador de la ciudades, en una ola arrolladora que acaba para siempre con las viejas formas de propiedad que sostienen los rancios y variopintos señorialismos agrarios.
Es así como la sucesión de las Revoluciones Modernas escritas con letra mayúscula es la que marca el caprichoso curso de las dobles migraciones populares internas masivas que a lo largo de los últimos tres siglos ha venido barriendo el planeta y que cubre ya la mitad de la humanidad y constituye el parto de la época moderna.
Esta “era de revoluciones” populares modernas sobre el trasfondo de la doble migración referida, es la que proporciona la fuerza motriz de las transformaciones institucionales que resulta en la creación de los modernos Estados nacionales y supranacionales.
Los modernos Estados, por su parte, se convierten en el actor institucional determinante en la conformación, transformación y desarrollo, en las parteras de sus respectivas sociedades modernas. Prohijan, protegen y cuidan a sus actores sociales modernos fundamentales. Constituyen, protegen y regulan de sus modernos mercados.
Por una parte, los modernos Estados prohíjan, protegen y cuidan al pueblo trabajador moderno, hasta convertirlo en uno mayoritariamente urbano, razonablemente sano y calificado, y obtiene la mayor parte de sus ingresos del salario. Por otra parte, prohíjan, protegen y cuidan a la moderna clase propietaria del capital. Esta vive principalmente de las ganancias que obtiene de la contratación masiva del moderno pueblo trabajador asalariado, principalmente urbano, para producir bienes y servicios que se venden en mercados competitivos. Asimismo, los Estados dirigen y regulan la forma en que la clase propietaria del capital organiza y financia la producción y reproducción social modernas. Es así que son los modernos Estados quienes han constituido todos los modernos mercados.
Estos últimos, la moderna clase capitalista y los modernos mercados, y también la teoría económica moderna misma se puede agregar, nacen y se desarrollan al amparo de los modernos Estados, siempre en pugna con los rentistas. Ésta, la tercera clase social principal de las sociedades modernas, vive de la renta de la tierra de la cual se ha apropiado, y de las cuasi rentas monopolistas de los mercados que ha logrado controlar.
Las “eras de revoluciones” modernas, como la vida, usualmente incluyen no sólo brillantes victorias sino también espantosas derrotas. Invasiones y contrarrevoluciones reaccionarias que intentan reponer por la fuerza bruta restauraciones de rancios señoríos muertos. Son por eso mismo, tiempos de reacción generalizada históricamente breves. Más temprano que tarde son aventadas por nuevos ciclos de la respectiva era de revoluciones populares.
Más peligrosas y brutales aún que las contrarrevoluciones y restauraciones, son las reacciones agresivas de potencias que han adquirido cierta transitoria hegemonía internacional. Precisamente en virtud de su acceso pionero a la modernidad y precisamente porque su pueblo trabajador ha realizado antes su doble migración. Esta es generalmente interna, pero también en connotados casos, regiones y a veces países completos, han conformado la mayoría de su pueblo trabajador en base a la inmigración internacional.
Dicha reacción agresiva ocurre cuando otros países inevitablemente emergen como potencias rivales, precisamente como resultado de la misma e inevitable doble migración interna de su pueblo trabajador. Ella ha resultado en el horror de las guerras mundiales originadas en Europa. Hoy la desatada reacción agresiva del autodenominado “Occidente” por este preciso y explícito motivo, amenaza al mundo entero.
Chile ha vivido a lo largo de un siglo su doble migración interna, a raíz de la cual ha experimentado su explosión demográfica, su explosión económica, y su “era de revoluciones“, ésta con brillantes victorias y espantosas derrotas seguidas de reaccionarias restauraciones. Los abusos y distorsiones allí originados son los que el pueblo trabajador justamente por estos tiempos pugna por acabar y enderezar, mediante los últimos ciclos de actividad política popular que culminarán su “era de revoluciones”.
Justamente en ese preciso momento, por primera vez en su historia, el país ha recibido en las últimas dos décadas el impulso adicional de migraciones internacionales masivas. Asunto nada simple del que trata el texto que sigue.
El mismo busca contextualizar este fenómeno para canalizar su poderoso impulso. Otros, con propósitos inconfesables, aprovechan el temor que genera para intentar frenar la culminación de la era de revoluciones de Chile, para intentar frenar su inevitable paso a la época verdaderamente moderna.
Para canalizar este fenómeno importante en un sentido de progreso, es necesario fusionar al pueblo trabajador recibido desde el resto de América Latina y el Caribe en las dos últimas décadas. Con el pueblo trabajador que a lo largo de un siglo llegó a las ciudades de Chile, también como el grueso de los actuales inmigrantes, desde el campo.
Transitando el núcleo consciente del pueblo trabajador chileno por el enganche a extraer salitre del desierto del norte y su retorno masivo como cuadros fogueados en la lucha obrera tras la crisis de los años 1930. A los conventillos y de ahí a las tomas de terreno de Santiago. Otros regresaron al campo desde donde fueron enganchados, a protagonizar desde allí unas décadas más tarde, junto a sus camaradas de las ciudades, la Revolución Chilena.
Urge fusionarlos ambos, el pueblo trabajador chileno y su ahora significativo componente de otras nacionalidades, en las luchas políticas del pueblo trabajador de Chile. Como ya se han fusionado en su economía aportando buena parte de su crecimiento. Como ya lo hicieron, de alguna manera, durante el 18-O.
Porque, valga reiterarlo, lo que estamos viviendo en medio de una crisis política nacional de padre y señor nuestro, es la culminación de la “era de revoluciones” modernas de Chile. Para abrir paso en el curso de las décadas venideras al gigantesco progreso en todos los órdenes de nuestra propia “era del capital”, que ojalá no conduzca como en Europa a una “era del imperio” que desate una “era de extremos”.
Porque hablar de modernidad es hablar de migraciones, internas y externas. Porque hablar de modernidad es hablar de revoluciones. Porque hablar de modernidad es hablar de modernos Estados. Porque hablar de modernidad es hablar de urbanización. Porque estamos construyendo hoy una de las urbes modernas de tamaño respetable en el mundo de hoy.
Por todo eso, el título de este texto que habla de todo ello y cuyo cuerpo completo se puede leer en este vínculo, se titula simplemente: Santiago.