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Un “naranjazo” para Trump

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Viviendo tan cerca de Estados Unidos no podía dejar de decir algo a propósito de la carrera presidencial en ese país. Eso sí, primero con un cierto condimento criollo. Ya que el tema de la edad va a salir a colación, viene al caso recordar –para aquellos que como yo vivieron ese momento– ese episodio de la campaña presidencial chilena de 1964, en que, a pocos meses de la elección, un episodio secundario cambió sustancialmente la alineación de las fuerzas políticas e incidió en el resultado final. Ese fue el caso de una elección complementaria en Curicó, entonces bastión de la derecha, en la que –sorpresivamente—se impuso el candidato socialista Óscar Naranjo. El efecto de ese evento electoral fue que la derecha, sumida en el pánico, abandonara al que hasta entonces era su candidato, el radical Julio Durán, un tipo de pocas luces, pero de un lenguaje atrevido y actitud avasalladora, muy al estilo de lo que hoy vemos en Donald Trump, guardando las diferencias del caso, claro está.

El nuevo escenario reconfigurado a partir del “naranjazo”, como se bautizó esa sorpresiva victoria, vio agrupar a las fuerzas de derecha (los antiguos Partido Conservador Unido y Partido Liberal) “incondicionalmente” detrás de la candidatura de Eduardo Frei Montalva que con ese apoyo se impuso por una amplia mayoría (no necesitó de ratificación por el Congreso Pleno).

Tras el “naranjazo” y pasados los primeros momentos de euforia en la izquierda (el FRAP entonces, y su candidato Salvador Allende), se empezó a ver que el nuevo escenario político se complicaba: “ganamos un diputado, pero perdimos la presidencia” habría dicho alguien cercano al candidato. (Por eso es bueno que en Chile ahora no haya elecciones complementarias, pueden resultar desestabilizadoras).

Lo anterior sirva para ilustrar el punto que quiero dejar establecido: en el debate televisivo del 27 de junio, Trump evidentemente se mostró muy superior a un Joe Biden que parecía acorralado, incoherente a veces y generalmente inconvincente. Eso, independientemente de que gran parte de lo que Trump dijera fueran inexactitudes. Con el correr de los días y semanas, al interior del propio Partido Demócrata se multiplicaron las voces clamando por el reemplazo del candidato. (De paso esto también ilustra el cinismo e insensibilidad de la política tal como la practican las clases dominantes: cuando ya estás viejo y no sirves, pues te vas al desván de las cosas descartadas).  Como la mayoría esperaba, eso concluyó con Biden tirando finalmente la toalla y alejándose del ring. “Hay que saber retirarse a tiempo” le habían recordado.




Pero ahora se plantea la interrogante: ¿fue esa victoria de Trump en el debate, su “naranjazo”?  Por cierto, luego de su performance televisiva vinieron otros hechos que ayudaron aun más a Trump, el más espectacular sin duda, el intento de asesinato del cual pudo resurgir como una suerte de héroe además con apoyo divino, y luego, la bien coreografiada proclamación de su candidatura en la Convención Nacional Republicana en Milwaukee. Sin embargo, la salida de Biden de la escena y su casi asegurado reemplazo por Kamala Harris ahora abre un nuevo escenario en que el hasta ayer desalentado Partido Demócrata busca reagrupar sus fuerzas, recolectar más dinero (en EE.UU. el éxito político está íntimamente ligado a cuantas donaciones puede uno obtener) e incluso reactivar a algunos sectores que tradicionalmente votan por los demócratas, pero que en esta ocasión se mostraban poco dispuestos a ir a las urnas dado lo decepcionante que ha sido la administración Biden. Esto especialmente por lo reaccionaria que ha sido su política exterior, muy repudiada por los sectores jóvenes y algunas minorías étnicas. Biden ha atizado la guerra en Ucrania y dado su aprobación a las políticas genocidas del gobierno de Benjamín Netanyahu. (Punto que hay que concederle a Trump: efectivamente Biden ha sido un muy mal presidente, aunque por el título de “peor presidente de la historia de Estados Unidos” la disputa probablemente aun está por definirse y entre los contendores figuran tanto Biden como Trump).

Trump, por ahora, cuenta con la ventaja de que su campaña ya está en funciones desde hace rato y eso le favorece al haber podido asegurar apoyos en importantes grupos de la población, especialmente en sectores de bajos ingresos afectados por la falta de empleos y en la clase media que sufre por la alta inflación, altas tasas de interés para el pago de sus hipotecas e inseguridad laboral.

Los demócratas en cambio tienen que en cierto modo empezar de nuevo, con una nueva fórmula presidencial y tratar de reactivar a vastos sectores desilusionados con la presente administración, sin embargo, ese hecho, especialmente si la abanderada es Kamala Harris, puede también galvanizar a mucha gente. Con ella como candidata pueden movilizar a la población negra y a gente de generaciones más jóvenes.

Más que nada, sin embargo, quienquiera sea el candidato demócrata, ella o él automáticamente tendrá el apoyo de lo que de manera no muy precisa en Estados Unidos se denomina el establishment. Curioso término éste, que en una traducción literal significa simplemente el ‘establecimiento’ pero que en realidad tiene connotaciones más complejas.

La clase dominante ejerce su poder, a través de diversos mecanismos, los partidos políticos son los más visibles, pero hay muchos más: los medios de comunicación sean estos los convencionales o los nuevos, conocidos como redes sociales, las figuras mediáticas, sean estos comentaristas de la televisión o columnistas en periódicos, así como los ahora llamados ‘influencers’. Pero además hay toda un red menos visible compuesta de lobistas de empresas, abogados, burócratas e intelectuales, que hacen parte de todo el aparataje, institucional, a veces, informal en otras, que las clases dominantes utilizan para controlar a las masas ciudadanas.

El establishment entonces es todo ese conjunto de instituciones, individuos, agencias, burocracias del Estado y de los partidos, conglomerados financieros que implementan la dominación de clase en una sociedad y que buscan conservar el orden establecido, de ahí su nombre.

El actual escenario político estadounidense tiene entonces algo de paradojal: el establishment se ve amenazado no desde la izquierda, como sería lo habitual en la mayoría de los casos, sino desde la derecha. Trump es vilipendiado por los exponentes mediáticos de las clases dominantes: The New York Times, The Washington Post, CNN, entre muchos otros, lo que es curioso considerando que al fin de cuentas él es un notorio exponente de esa clase dominante.  ¿Qué es lo que hace a Trump una potencial amenaza para el establishment? Básicamente el que se trata de un individuo imprevisible y en esto hay que recordar una máxima del sistema capitalista: el mercado odia la imprevisibilidad. Esa aversión se proyecta también en la mentalidad conservadora con la que opera el establishment.

Es también curioso constatar que, si uno analiza el comportamiento de Trump en su primera administración, ella fue sin duda muy derechista en el ámbito interno, reforzando las políticas neoliberales al bajar los impuestos a los sectores más ricos, desregulando gran parte de la economía y designando a jueces y fiscales de derecha y extrema derecha en puestos claves del sistema judicial. Sin embargo, en el ámbito internacional no incurrió en más intervenciones militares que su antecesor, Barack Obama, a quien los chupamedias del Comité Noruego del Premio Nobel de la Paz le concedieron ese galardón apenas había sido elegido, lo cual no le impidió invadir Libia y Siria, y conspirar contra Venezuela.

Trump ha dicho que incluso puede dar fin a la guerra en Ucrania, algo que no sólo pone nervioso al gobierno en Kiev, sino que puede despertar las iras del poderoso complejo industrial militar que está haciendo cuantiosas ganancias con ese conflicto. Hay quienes sospechan que, si ha habido conspiración en el atentado contra el candidato republicano, en ella podría haber estado implicado ese poderoso conglomerado que le habría enviado un mensaje: “deja que la guerra en Ucrania continúe, si no, habrá consecuencias…”

Probablemente sea acertado decir que con el retiro de Biden y su reemplazo por Kamala Harris, la campaña presidencial ahora sí que comienza en serio.  Si bien Trump tiene una innegable ventaja por el impacto inicial de su campaña y con atentado criminal en su contra incluido, el triunfo que se adjudicó en el debate del 27 de junio a lo mejor ha sido su “naranjazo” y una vez más, ahora definitivamente, lo veríamos fuera de la Casa Blanca. Pero atención, por lo menos desde el punto de vista de la periferia latinoamericana, un triunfo demócrata tampoco augura nada bueno, excepto algunas medidas cosméticas más o menos beneficiosas para el pueblo estadounidense, pero no habrá que esperar cambios en materia internacional, sea la continuidad de la guerra en Ucrania, el desamparo del pueblo palestino, la sempiterna tensión en la península coreana y el bloqueo a Cuba. Esto porque quienquiera esté en el Salón Oval, al final va a estar conduciendo las riendas de un imperio en el que hay muchos intereses en juego, y desafiar ese entorno no es fácil, recordar lo ocurrido con Kennedy. Y para reafirmar esto basta con ver la historia reciente: un negro como Obama no hizo mayor diferencia, en los hechos bajo su gobierno se destruyó a estados árabes independientes como Libia. Una mujer, de raza mixta no blanca, tampoco creo que haga mucha diferencia. Por cierto, Trump representa una versión más bien grotesca de esa dominación imperial, que en nuestra región suscita imitaciones como las que representan Bolsonaro y Milei, pero no hay diferencias sustanciales entre los contrincantes que medirán sus fuerzas el 5 de noviembre.  Sorry, pero no hay que hacerse ilusiones.

 

Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)

 

 



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