Nuevos impíos
Tiempo de lectura aprox: 4 minutos, 38 segundos
Si bien a estas alturas del mestizaje planetario puede resultar difícil definir qué implica y cuál es la esencia de “la cultura” a la cual se pertenece, todo amante de cualquiera de ellas siente cuando sus bases son perturbadas por algún grupo -otrora llamados bárbaros- y se duele si esta perturbación es tan profunda como para socavar alguna de sus bases fundacionales.
Para Umberto Eco en toda cultura se encuentran tres fenómenos elementales: a) la producción y el uso de objetos que transforman la relación hombre-naturaleza; b) la relación de parentesco como núcleo primario de relaciones sociales institucionalizadas; c) el intercambio de bienes económicos. A esta trilogía sumemos la conceptualización de Sigmund Freud, quien propuso que en cada cultura operan dos fuerzas que deberán encontrar permanente equilibrio para subsistir: la Totémica que genera prácticas cotidianas y rituales de identidad que se deben realizar y honrar para la cohesión colectiva , y los Tabúes, que fijan límites y prohibiciones señalando claramente lo que no se debe hacer, generando un respeto a lo prohibido que articular sentimientos de cohesión, pertenencia e identidad colectiva.
Dado que por milenios la geografía y el tiempo han separado a las vidas comunitarias de nuestro planeta, cada cultura – en tanto visión de mundo probable – ha sido percibida como una unidad fundamental por quienes la viven desde su interior, operando muchas veces como un elemento divisorio del concepto global de mundo y de humanidad.
Actualmente gracias al explosivo desarrollo de los transportes, las comunicaciones y la posmodernidad como alternativa de conceptualización, la diversidad de las culturas puede dejar de ser vista como un archipiélago de antagonías, y aceptar que todas son verdades horizontales, simultáneas, fragmentadas, lo que no le resta ni un gramo de solidez a la red interna de cada una de ellas.
La aceptación “del otro” como un ser diferente pero válido pareciera ser una corriente que ha instalado un horizonte colectivo a mediano plazo, a pesar de que periódicamente vivimos regresiones monstruosas de la envergadura de los asesinatos de los gobiernos de Hitler y de Stalin en la primera mitad del s XX; los realizados por las dictaduras en Latinoamérica entre las décadas del 50 al 90; el asesinato masivo perpetrado por el gobierno Hutu de Ruanda sobre la población Tutsi a fines del siglo XX (hace justo 30 años); y actualmente el holocausto que el gobierno de Israel realiza en Gaza.
El repudio transversal y creciente de gran parte de la humanidad ante todos estos casos, da señales de que hemos comenzado aceptar y comprender que, junto a la especificidad de cada cosmovisión cultural, durante milenios se fue tejiendo un circuito fino que une a muchas de las diversas cosmovisiones, permitiendo augurar, por ejemplo, que a quienes promueven actualmente actos anti-civilizatorios, les será cada vez más difícil realizarlos y gozar luego de impunidad.
Uno de esos hilos invisibles que viajan a través del tiempo y que lo podemos rastrear en lo que Carl G Jung denominó “inconsciente colectivo”, se basa en el respeto demostrado por todas las culturas y civilizaciones conocidas ante la muerte de los integrantes de su comunidad. La historia universal posee muchos ejemplos que coinciden al respecto, a pesar de existir entre ellas divergencias en cosmovisiones tan trascendentes como la de cultivar la creencia en un dios único, o el politeísmo; practicar la monogamia, o la poligamia; creer en una vida única, o en la reencarnación.
El respeto a los muertos es uno de esos hitos antiguos, recurrentes y sólidos de la manifestación de lo sagrado durante todo el paleolítico y el neolítico, y si nos concentramos en la cultura occidental veremos que se manifiesta plenamente en la construcción de toda Necrópolis (ciudad de los muertos), emplazada al interior de la Polis (ciudad estado), asignándoles los griegos a los cuerpos de sus antepasados un espacio en el núcleo de la vida política civilizada.
El arte ha sabido acoger el respeto irrestricto a los difuntos en muchas obras cumbres de la cultura occidental, como Antígona de Sófocles, tragedia que ya en el siglo V ac se centra en la necesidad de enterrar a los muertos, incluso de los enemigos, para que así encuentren la paz y que sus deudos hagan uso del legítimo derecho de poder acudir al lugar donde yacen.
No solo lamentablemente, sino también peligrosamente en Chile este precepto milenario se rompió durante la dictadura cívico-militar liderada por Pinochet, y como comunidad vivimos con esta base cultural remecida, estando su restauración en manos del ámbito de la política.
Durante estos últimos treinta años la izquierda chilena ha deseado no solo poner fin a la desaparición de su gente, sino también identificar y castigar a los causantes de tanto dolor. El grueso de los partidos que componían a la Concertación respondió con una actitud que se inscribe de lleno en preceptos de la cristiandad y apuntaron a restaurar los fundamentos quebrantados, generando un sitio en que se rememore a cada desaparecido. El sector de derecha próximo al antiguo liderazgo de un Andrés Allamand, se incorporó también al círculo de quienes imbuidos de “piedad” (en el sentido bíblico), entienden que el reclamo de los deudos es un dolor imposible de transar y que amerita una reparación.
El contexto de la conmemoración de los 50 años del golpe ofreció un tiempo ceremonial propicio para sanear en parte esta falta grave a derechos que interculturalmente reconocemos como humanos. Queda de ello constancia que el actual gobierno dio un paso más, instalando el Plan Nacional de Búsqueda de víctimas de desaparición forzada en dictadura, con lo que el país asume que el esclarecimiento jurídico y su reparación es asunto de Estado.
Sin embargo es difícil para cualquier amante de la civilización comprender el por qué, en este mismo contexto, en bloque la derecha no firmó un acuerdo que los comprometía simbólicamente a cuidar y defender la democracia, condenar la violencia y fomentar el diálogo, defender y promover los derechos humanos y fortalecer el multilateralismo entre los Estados, es decir, por qué no pudieron firmar un compromiso que apunta directamente a la principal labor que justifica la existencia de los políticos en la polis actual: ser profesionales que trabajen para que ninguna máquina de la barbarie se instalen sobre la civilización.
La negativa a señalar como base fundacional de nuestra cultura la supremacía indiscutible de la democracia y con ello el compromiso por el irrestricto respeto de la vida de cada ciudadano chileno, fue un error garrafal que instaló a los y las no-firmantes en el territorio de los Impíos.
La Impiedad es uno de esos hilos invisibles que interconectan diferentes culturas y civilizaciones a través de la historia, entendiéndose por ello a una práctica Tabú: la falta de amor por el bien común.
Su condición de Tabú es rastreable en Mesopotamia y Egipto donde se castigaba severamente, ya que provocaba la ira de los dioses. En la Grecia Arcaica era una preocupación no solamente religiosa sino también cívica, puesto que en varios de sus textos se señala como un acto que atenta contra las bases de la cultura.
El arte griego lo abordó magistralmente en la (citada aquí) tragedia Antígona. Allí, el rey Creonte creyéndose autorizado para romper uno de los principales tabúes condena a sus adversarios a no tener sepultura, lo que implica una crueldad imperdonable para con los muertos de los inicios de la cultura occidental, como para los de nuestros días, y por ello el Destino hará pagar carísimo a Creonte esta ofensa no solo a los mortales, sino también a los dioses.
En el seno de la cultura occidental los Impíos son también repudiados, pudiéndose leer en la Biblia, por ejemplo, “los transgresores serán destruidos (…) la posteridad de los impíos será exterminada”. (Salmos 37:38)
En la actualidad podemos señalar a los nuevos impíos como aquellos operadores anticulturales que instalan prácticas en contra de lo esencial de la convivencia humana, provocando o haciendo perdurar en el ser/social, dolores inconmensurables.
No es fácil dejar de lamentar que Chile haya ofrecido a este joven siglo XXI una nueva generación de ellos.
Pedro Celedón Bañados
Dr. Historia del Arte.