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El mundo está loco, loco, loco

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La famosa película que lleva por nombre el título de este artículo, dirigida por Stanley Kramer, corresponde a los años 60 de la sociedad norteamericana. Esta joya del cine representa al género de “comedia”. Este género, tanto en el teatro como en el cine, pretende escenificar, exagerando las circunstancias, a un personaje (como podría ser cualquier personajes de Moliere), como un estado anímico de una comunidad o un país en un momento de su historia grupal o nacional, como es el caso de esta película. La trama habla de la ambición desatada por descubrir un tesoro prometido por un delincuente en estado de agonía, que llega a provocar una neurótica carrera por obtenerlo primero, desnudando lo más sórdido de la cultura dominante y que está anidado en el inconsciente de esa población, aparentemente tan normal y exitosa. Finalmente todos terminan volviéndose literalmente LOCOS. La compulsión crematística, casi siempre esconde una patología.

En este caso, corresponde a un grupo de personas, de lo más variada, de la sociedad norteamericana, en el boom de su economía de consumo en la postguerra. Los norteamericanos se han caracterizado por ser una sociedad pragmática, producto de estar constituida por migrantes, cuya motivación existencial fue, desde su nacimiento, el progresar, salir adelante. Por tanto el trabajar y el tener constituyen imperativos ineludibles de sus vidas.

La gran polémica en el siglo XIX en Francia fue si en términos sociológicos Francia se debía asemejar a la democracia Americana o era una vocación estructuralmente diferente. Esta fue la gran disputa entre los “anglófilos”, encabezada por Tocqueville, quien señalaba al modelo Inglés como un adelantado, en su forma parlamentaria, para Europa, pero que el sino definitivo era llegar a procesos de igualdad y libertad máxima, como la que existía ya en la sociedad norteamericana, estudiada y publicada en el famoso texto “La democracia en América”.

El sociólogo Auguste Comte señalaba que Francia debía encaminarse directamente a un sistema racionalmente democrático, pues ya había disuelto la monarquía y debilitado el credo dominante de la religión (dos expresiones ideológicas de la mitología), por lo que no le quedaba más remedio que avanzar hacia una racionalidad superior. El sistema parlamentario, para Comte, no es más que una transición hacia un régimen de democracia directa, que nunca definió muy rigurosamente.  Tocqueville se aproxima a la postura heredada de Montesquieu, sobre el imperio de las leyes, como base de todo régimen racional y estable. Tocqueville señalaba que el modelo propuesto por Comte, imponía el peligro del autoritarismo, cooptado por cualquier líder populista y oportunista, y el destino de Francia estaría muy cercano a ese riesgo.

Tocqueville tuvo razón, y la Francia-durante ese siglo- vivió la inestabilidad de regímenes despóticos que Inglaterra logró sortear gracias a su régimen parlamentario y de compromiso social de una nobleza próxima a los problemas administrativos de los comunes y el respeto a sus derechos instalados en la Revolución Gloriosa de 1688, en la que se proclama la monarquía constitucional, donde el Parlamento obtiene mucho más poder que el monarca.

La democracia en América fue posible, según Tocqueville gracias a circunstancias únicas: gran extensión de territorios, una migración humana formada técnica y culturalmente sobre una ética de la responsabilidad y del trabajo productivo (cultura  de los puritanos), así como la ausencia de países enemigos que les inclinaran a la vocación militar o guerrera. Bueno, esto pudo ser cierto en alguna etapa del siglo XIX, pero no en el siglo XX, donde la ética puritana desaparece y la amenaza de los autoritarismos irreverentes ante la democracia asoman en figuras que todos conocemos; además la postura belicista de Norteamérica se ha empoderado tanto en las filas de los “Halcones” como en los demócratas. La democracia Americana de Tocqueville, es irreconocible, tanto en su ética como en su realidad de inequidad y beligerancia a niveles extracontinentales.

LOS PELIGROS DE NUESTROS TIEMPOS.

 

Que vivimos tiempos extremos, es una verdad indesmentible. Eso no quiere decir que anteriormente el Mundo haya gozado de una paz espiritual. No, nuestra humanidad ha vivido en crisis desde que se tiene memoria. Esto no es raro, pues el ser humano es un “aprendiz de brujo”. Está obligado a inventarse su Mundo, y como no es un Dios omnisciente, se las arregla  mediocremente, metiendo las extremidades en el lodo, desde el cual le es difícil salir y en el que queda sepultada una multitud de los seres que la han poblado y que la pueblan en el presente. El gran Goethe lo anticipa en su Fausto; su prólogo conocido como “Diálogo en el cielo”, donde Mefistófeles le hace ver al Creador que es mejor que no se ufane de haber creado al hombre, pues lo que ha forjado es un insensato.

La guerra es uno de esos lodazales en que el hombre acostumbra ensayar sus pulsiones de “brujo”. Para ello echa mano a justificaciones diversas: económicas, raciales, territoriales, nacionalistas, ideológicas y antojadizas (glorias y grandezas egolátricas, supremacías, iluminaciones, etc.).

Los neurocientíficos y psiquiatras han dado explicaciones bastante convincentes de estas pulsiones necrófilas de nuestro cerebro, que no es el caso detallar en este artículo, pero basta asomarse a los escritos de Freud sobre la pulsión del Tánatus; Erich Fromm en “El Corazón del hombre” o Mc Lean (Los tres cerebros del hombre) y tantos otros que vienen a confirmar este “pecado original” que nos persigue y atormenta, pareciera que- por desgracia- cada día con más fiereza y soberbia.

Pero nuestro “pecado original” no se expresa sólo en lo bélico, sino también en lo ideológico. La ideología es la fórmula para inventarse un mundo que se adapte a sus circunstancias psíquicas, culturales y sociales (económicas). En consecuencia, las personas se agrupan en torno a opiniones que mejor reflejan su ángulo de visión, como definía Wittgenstein (“cada uno ve la realidad dependiendo del ángulo desde donde mire”). Así, el poderoso verá la realidad desde su prepotencia; el mediocre desde su impotencia y el pobre, bueno, el pobre está tan abajo en su posición que ya no le queda visión ni perspectiva posible.

Marx definía estas perspectivas como de “clase social”, donde los poderosos siempre poseen una conciencia de clase “para sí”, mientras las clases medias pueden llegar a una conciencia de sí (es decir insatisfecha respecto a la de más arriba, a la cual pretenden), pero el drama del pobre es que pueden llegar a sufrir una alienación tan enorme, que adoptan una conciencia enajenada, es decir que sirve a otras clases y no a la propia. Se dará entonces en el escenario de la sociedad el travestismo ideológico, la contradicción ideológica y el borreguismo ideológico.

Siendo más propio el “travestismo ideológico” en los ilustrados que, por conveniencia sospechosa, cambian de actuación y se suben al escenario público como lobos disfrazados de oveja. En cambio la contradicción ideológica se da en aquellos “no ilustrados” (es decir ignorantes) que, perteneciendo a una determinada clase, se ven compelidos a apoyar a otra clase, que no es la propia, ya sea por moda, miedo, pretensión “aspiracional” o simple incapacidad de discernir. El bajo pueblo, es decir el estamento más marginal, puede ser arrastrado borreguilmente por la publicidad dominante, como tantas veces lo hemos visto en nuestro propio escenario, en el que la dominación unidireccional de los medios masivos es de una concentración absoluta e incontrarrestable. Ante estos medios, el pueblo carece de herramientas críticas para hacerles frente y, en consecuencia, la democracia se sonroja.

 

LA LOCURA SE DESATA.

 

Pasar del “Oasis” al “Caos inorgánico”, en muy poco tiempo, normalmente desequilibra hasta  las mentes más sólidamente asentadas. Tanto el “Oasis” como la situación de “Caos inorgánico” son creaciones narrativas de posturas extremosas, ambas puestas en escena por el mismo sector ideológico. Chile nunca ha sido un “Oasis”, incluso dentro de una región como América Latina. Somos  el país con mayor desigualdad en el ingreso, con enorme pobreza disfrazada tras la deuda de las familias, con un sistema de salud insolvente para el 80% de la población, con un estado mental deplorable y sin posibilidad de asistencia, más que las drogas legales o ilegales; con una corrupción que ya huele muy mal en las alturas del poder y con una deslegitimación de la política que se arrastra por el subsuelo.

Tampoco es que estemos en una situación de “caos inorgánico”, como  lo han  sido varios países de esta región: Salvador, Haití, Colombia (ahora algo recuperada), (México siempre en la trayectoria más peligrosa).

Hemos recibido una migración como nunca antes habíamos enfrentado; no sabemos en verdad cuantos extranjeros viven de manera regular e irregular en el Chile de hoy, pero arriesguemos una cifra: un millones y medio de extranjeros acumulados en el último tiempo (desde el 2010), eso representa un 6 a 8 % de la población total (20 millones de habitantes).

Acostumbrábamos a mantener un porcentaje de extranjeros del 2% de nuestra población, es decir hemos tenido un salto bastante impactante. Sin embargo debemos recordar que en tiempos de la dictadura 800.000 chilenos debieron emigrar, tanto por méritos políticos como por razones económicas. Eso equivalió  casi al 8% de nuestra población de entonces. Las cifras a veces coinciden de manera bastante sugerentes. En esos tiempos bajamos la carga  de población, hoy nos toca engrosarla en el mismo porcentaje, si mis números no están tan lejanos de la realidad. A esto debemos agregar que Chile viene bajando su tasa de natalidad a ritmo tal que ya no nos estamos reproduciendo lo suficiente como para conservar la población que tenemos en el presente. Son los nacimientos de los inmigrantes los que empiezan a sacar la cara por nuestra fecundidad, ya que se trata de gente joven y con intenciones de formar familias.

 

Es cierto e inevitable que en toda migración masiva viene mezclada una dosis de malandrines, pero esta costra indeseable  se la debe combatir en sus méritos. Nada autoriza a juzgar a los buenos por los malos, eso conduce a la discriminación, la odiosidad y la violencia. Recordemos, además, que la tan vociferada migración haitiana vino a salvar a nuestros agricultores, pues los hijos del campesinado chileno ya no desean quedarse en el campo; los inmigrantes venezolanos vinieron a ser de una ayuda invaluable durante la pandemia y siguen integrados al sistema público de salud con suma solvencia y responsabilidad.

 

El crimen organizado ya existía y florecientemente en Chile, antes que llegaran las pandillas del “Tren de Aragua”, los “Trinitarios” y otros más. Los crímenes en Chile han disminuido  comparado con el 2023, respecto a 2022, lo que hace pensar que la policía ya ha puesto tras las rejas a los más agresivos de esas pandillas organizadas y ha tenido tiempo de aprender y desplegar una estrategia efectiva para combatirlos y neutralizarlos.

 

Toda esta HISTERIA promovida por la televisión oficial, acerca de una delincuencia que está derrotando a la institucionalidad policial, no es más que una estratagema para generar temor en la población, pues saben que una población desesperada por el miedo inducido, dejará de lado sus derechos irrenunciables a cambio de una mistificada seguridad, cuya administración favorece a las cúpulas del poder. Una sociedad que cede sus derechos a los poderosos, es una sociedad fácilmente manipulable, hasta convertirla en aliados de despotismos de diversa graduación, pero todos igualmente amenazantes de la democracia.

 

Como estamos en años electorales, se desatan las pulsiones beligerantes en muchos de los que se deben elegir o reelegir; en muchos de los que son y de quienes aún no llegan a ser. En consecuencia arremeten con una retórica tremebunda, altisonante, desproporcionada, extralimitada, de altos decibeles, para tratar de impresionar a su público: “tratan de asomar,  levantando su humanidad entre dos sillas, y sin embargo no logran más que dejar expuesto su trasero”, como jocosamente lo reseñaba el gran sabio Michel de Montaigne.

 

Por Hugo Latorre

 

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Hugo Latorre Fuenzalida

Cientista social

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  1. Felipe Portales says:

    Muy interesante artículo. Me acuerdo, además, que dicha película era sensacionalmente divertida. Me surgen dos acotaciones respecto de grandes mitos sobre Estados Unidos y Chile. Ya en el siglo XIX Tocqueville desbarraba respecto del primero. Estados Unidos tenía una «democracia» esclavista y luego con discriminación racial formal hasta que ¡en 1965! se termina con ella. Además fue desarrollando un genocidio (como Chile y Argentina) con sus indígenas que culmina a comienzos del siglo XX. Y poco después del libro de Tocqueville ¡le roba un tercio de su territorio a México! Y ha generado hasta hoy una plutocracia fáctica en vez de una democracia.
    Respecto de nuestro país sólo se puede decir hablando con rigor que disfrutó de una democracia (con sufragio universal efectivo y donde las mayorías determinaban la Constitución y las leyes) entre 1958 y 1973. Antes el cohecho y el acarreo de los inquilinos por sus patrones desnaturalizaba su formal democracia; y, desde 1990, la Constitución del 80 ha dado forma a la «democracia protegida o tutelada» que proyectó la dictadura con su modelo neoliberal extremo.

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