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Guarenes de ojos azules

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No existe ciudad importante en el mundo, donde no haya alcantarillas. En la literatura, sobre todo en las novelas francesas, son famosas las de París. Ciudad bajo otra ciudad. En ellas se ocultan quienes huyen de la policía, sean héroes o antihéroes. Esa zona oscura, donde desagua sus pestilencias la ciudad, ha contribuido a su fama. Poblada de pericotes, bien alimentados, hacen huir a los gatos y a quienes perturban su quietud. En general, las ratas muy bien saben dónde ocultarse y cómo alimentarse de exquisiteces. Vieja tradición, que les ha permitido sobrevivir a la implacable persecución milenaria, por ser el mayor depredador, dentro de los mamíferos.

En nuestro léxico, también se les conoce como guarenes, cuya voracidad y tamaño, excede a otras especies. Se parecen a los castores y viven de preferencia en las bodegas o en aquellas casonas de la elite. No pertenecen al medio pelo trepador, ni son lauchas. Vendrían a ser, dentro de su género, los representantes más voraces y genuinos de su especie. Hay quienes aseguran haber visto guarenes amarillos y cursis, en medio del guirigay. Como cualquiera variedad viva, existen distintas razas y llegan a América, en los vientres de las galeras españolas, acompañadas del tifus, sífilis y otras epidemias. Bienvenidas a casa. Se habitúan a sus anchas en estas nuevas latitudes y comienzan a expandirse por toda América.

Nuestras ratas criollas, cebadas y amparadas bajo el alero de la oligarquía, han sabido responder al apoyo de los dueños de Chile. Realizan el trabajo oculto, deshonesto, siempre vinculado a la suciedad, el cual no debe ser visto ni olfateado por quienes las quieren eliminar. Durante la dictadura, estuvieron en un tris de acabar con el granero del estado y casi lo logran. ¡Qué festín, compatriotas, el que duró diecisiete años a todo trapo! Al retornar una democracia debilucha, aguachenta y amarilla, nuestros ratones se mimetizaron. De pronto, los adormilados pericotes, diestros en disfrazarse de gentilhombres, surgieron por doquier. De aquellas ratas añejas, despeluchadas y tirillentas, cero. Ni siquiera el olor a cloaca, menos aún, la inocencia de su mirada. La conocida metamorfosis, destinada a lograr el ocultamiento de sus fechorías.

“¡El granero es nuestro, nadie nos los puede quitar!” Cantan a coro, mientras danzan. La multitud, formada por borregos, aplaude y se allana a envidiar su astucia. En medio de su ingenuidad, la manada no advierte el despiadado latrocinio y se deja conducir al degolladero. Semejante al cuento donde el rey engulle hasta perder el juicio, mientras la multitud es invitada a presenciar, cómo se alimenta, por ser de origen divino. Si no fuese así, el sistema no funciona. Se tranca como si su majestad sufriera estitiquez.

De tanto vapulear a los pillastres, me había olvidado de los guarenes de ojos azules. A veces, la péndola se niega a referir historias polémicas y uno se deja seducir por los cuentos cursis. Sin embargo, la presencia de esta raza de ojos azules, en nuestra sociedad, ha venido a enturbiar el paisaje de El Edén. Usted, que lee esta crónica, bien sabe de dónde provienen estas lauchas, porque las ratas verdaderas de alcurnia, evitan devoran un queso cualquiera. Ni pensar en el rayado, para echarle a los tallarines.

Y como el queso francés seduce y embriaga, se han divisado varias ratas de ojos azules, rumbo a la chirona. No a comer queso, sino en calidad de internos. A estudiar, cómo engullir un queso, en la soledad de una celda. Dicen que a varios se les pusieron los ojos amarillos.

 

Walter Garib

 

 

 

 

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