Una oligarquía que históricamente estimula la corrupción
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“Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio».
Eduardo Matte Pérez, 1892.
Durante la primera parte de la transición, tal vez hasta el estallido de los casos MOP-GATE y Plantas de Revisión Técnica, a los chilenos se nos hizo creer que este no era un país corrupto, como ya era evidente en otras naciones del continente, y que la corrupción de la dictadura estaba circunscrita a ella. Tal autoimagen se hizo añicos con los casos mencionados y otros como los de PENTA, SQM, la ley de pesca, las colusiones de precios o el caso Caval, en el que apareció el hijo de la presidenta en ejercicio conversando de negocios y préstamos con Andrónico Luksic, uno de los empresarios más ricos del país y dueño de un banco, y más tarde la presencia de dos hijos empresarios del presidente en ejercicio en una delegación oficial a China, además de compras de acciones de una pesquera peruana por ese presidente en medio de la delimitación de fronteras marítimas o la venta de una minera a amigos con cláusulas de no modificación de políticas públicas. Todo francamente grave e inaceptable para el interés público.
El protagonista es hoy el abogado Luis Hermosilla, asesor del exministro Andrés Chadwick y quien tiene a una parte del mundo político y empresarial nervioso y que ya cobró su primera víctima: el ex director de la PDI.
Huelga decir que la corrupción ha sido un hecho más o menos recurrente en nuestra historia. Los innumerables mensajes de WhatsApp de Luis Hermosilla no sorprenden al ratificar una constante de nuestras instituciones: funcionan en favor de los grupos que detentan el poder. Por esos mensajes desfilan ahora, desnudos y ridículos, los poderosos de siempre y los miembros de su corte y sus respectivos tinterillos, intentando permanentemente servir y agradar al poder de “los dueños del capital y del suelo”, ese que cree, como declaró con desparpajo Eduardo Matte Pérez en el siglo XIX, que Chile le pertenece.
En un notable texto, Nación y sociedad en la historia del Perú, el historiador Peter Klaren retrotrae el origen de la corrupción al propio proceso colonialista, desde la constitución de los cabildos en el que residía el poder y luego las reformas borbónicas a partir de 1700. Para Klaren, un hecho clave fue la decisión tomada bajo el reinado de Felipe IV – el mismo del retrato de Velásquez – por el duque de Olivares, a pesar de sus reservas, de vender muchos de los cargos públicos más relevantes en el nuevo mundo, entre ellos los que tenían directa injerencia en el tesoro público.
Según el investigador americano “los resultados fueron predecibles. Al venderse los cargos a los postores más altos, a menudo acaudalados criollos comprometidos, la calidad de las personas que ocupaban los cargos en el virreinato se deterioró rápidamente. Los funcionarios inexpertos corruptos e ineficientes, firmemente ligados a los intereses locales, lograron alcanzar el control de muchos cargos importantes, entre ellos la caja real (…). Vista desde una perspectiva moderna, la venta de cargos públicos en el periodo colonial podría explicar también el bajo nivel de la moral pública actualmente existente entre los empleados públicos. Esta práctica debilitó indudablemente la noción de un servicio público desinteresado e introdujo en la cultura política la corrosiva idea de que tener un cargo era una oportunidad para obtener una ganancia egoísta y privada, no para el bienestar de todos”.
Lo que sucedió en el Perú colonial podría aplicarse al pie de la letra a Chile. Así, por ejemplo, en el texto de Gabriel Salazar Construcción de Estado en Chile (1800-1837) se muestra que “durante el último cuarto del siglo XVIII la elite mercantil chilena prefirió contraerse sobre los puestos administrativos y políticos de la colonia más bien que distraerse gastando grandes sumas de dinero en ‘vincular’ sus patrimonios –mayorazgos- o en comprar títulos de nobleza (…). El propio Manuel de Salas, que fuera alto funcionario del Tribunal del Consulado (Cámara de comercio de los grandes mercaderes) recomendaba a sus amigos en 1774 que trataran de obtener cargos en la Contaduría Mayor, en la Superintendencia de Moneda, en la Superintendencia de Aduanas o en la dirección del estanco del tabaco, más bien que comprar a grandes costos títulos imperiales”. Lo importante era el tráfico de influencias de los que se beneficiarían los protagonistas del poder criollo al obtener esas prebendas. Una monarquía venida a menos, que decide vender al mejor postor los cargos públicos en la América hispana, sería el antecedente de la alta corrupción en los aparatos públicos del continente.
El citado premio nacional de historia señala que otro caso ejemplar es el de la familia Portales que, proviniendo de Oidores de la Real Audiencia (el bisabuelo de Diego Portales) y de cargos en la administración pública usados en provecho propio, terminó con un mercader fracasado pero, según la historiografía tradicional, gran constructor del Estado. En realidad, representó un maridaje entre oligarquías y cargos en la administración pública en un Estado autoritario nacido de una guerra civil ganada por los conservadores, parte del clero, la oligarquía santiaguina y los grandes hacendados provenientes del bando realista.
El maridaje entre funcionarios públicos de alto rango y mercaderes y dueños de la tierra y más tarde de la banca, la minería y la industria, ya era el modelo previo al proceso independentista, vía compra de cargos en la administración pública. La prolongación bajo nuevas formas de ese modelo (expresión de lo cual es que la eliminación de los mayorazgos buscada por O’higgins ocurrió recién en 1852, que tuvo dificultades para abolir los títulos nobiliarios en 1817) fue la que dio origen al Estado oligárquico y violento del siglo XIX, cuyas consecuencias pagamos hasta el día de hoy. El actuar de parlamentarios en las leyes de pesca (que incluye a la presidenta de la UDI) o de retiros de fondos desde las AFP (que incluye al secretario general de Renovación Nacional) es un claro resabio de un maridaje bastante parecido a la compra de parlamentarios chilenos por el empresario minero inglés John North en el siglo XIX.
La manera en que esa oligarquía empleó para beneficio propio el incipiente Estado nacional quedó a la vista no solo en temas como la ampliación del ferrocarril a lo largo del país y en las medidas económicas para defraudar al Estado en provecho propio, sino también en el despojo de manera brutal de los territorios mapuche.
La voluntad transversal en el Senado para oponerse, a inicios de la transición y en el contexto de la creación de los gobiernos regionales, al intento que hizo el gobierno de Aylwin por profesionalizar la dotación de esos equipos es otra arista de esa cultura que tiene frases que han hecho historia como “yo no quiero que me den, pero pónganme donde haiga”, o la conocida sentencia de Ibáñez de que “quien toca ministerio, no toca camioneta” o la más contemporánea del ex fiscal Jorge Abbott pidiendo, en el contexto de los casos de platas políticas que afectó transversalmente a parlamentarios, “cuidar el Congreso”. Esta es una gran diferencia con la antigua moral pública que tan bien representaron personajes como Luis Emilio Recabarren o Salvador Allende, en contraste con las filtraciones de los diálogos de Hermosilla que reflejan hoy a los que han sido cooptados por una cultura del poder que estimula la corrupción y que tanto daño le hace a nuestra institucionalidad y democracia.
Edison Ortiz
Felipe Portales says:
Interesante panorama histórico. Creo particularmente importante considerar que ¡desde Bío-Bío hasta Magallanes!, entre mediados del siglo XIX y los años 30 del pasado, la oligarquía -a través de la corrupción y la violencia- se apropió virtualmente de todo el territorio, diezmando o exterminando a los indígenas originarios.
Y que la dictadura ¡le regaló a los grupos económicos decenas de miles de millones de dólares! a través de la venta a vil precio de grandes empresas, bancos y servicios públicos; del aprovechamiento de todos los fondos de pensiones de los civiles (¡los militares no!); de los fondos de salud de las clases altas y medias (Isapres); de gigantescos subsidios a forestales e inmobiliarias; de concesiones del cobre y pesca; etc., etc. Y que posteriormente los gobiernos de la Concertación legitimaron, consolidaron y «perfeccionaron» dicha obra de la dictadura…
Es decir, ¡no sólo la oligarquía!