La izquierda avergonzada, huyendo de su historia
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La afirmación del senador Núñez instando al gobierno a asumir el desafío de «convocar a la presión de la ciudadanía para sacar adelante las reformas», no sólo carece de asidero en cuanto al realismo de conseguir algo semejante, ello por el evidente desarraigo de la izquierda con las comunidades y movimientos sociales y también porque en la coalición ni siquiera hay acuerdo en aquello.
Aclaración: no es que el progresismo sea insignificante, que no lo es -el gobierno tiene consistentemente un 30 por ciento de respaldo-, sino que el pueblo izquierdista está desconectado de los partidos y sus dirigentes burócratas, clientelistas, que se atribuyen torpemente representarlo.
Lo del senador comunista encontró respuesta en el subsecretario Monsalve, socialista, quien se apresuró a decir que «al gobierno no le compete ni le corresponde en ningún caso convocar a ningún tipo de presión», sino que «convocar acuerdos con la política y con la ciudadanía».
Tal vez Núñez dijo lo que dijo justamente porque no ocurre lo que teoriza Monsalve, que en cuanto a reformas no hay posibilidad de consenso con la derecha, como no sea en sus términos, es decir, La Moneda insiste en falso.
De todas maneras, quedó así expresado, una vez más, que entre y al interior de las coaliciones, hay una distancia sideral en los ánimos y propósitos.
Como colofón queda que, a lo menos, una parte de la izquierda parece sentir una vergüenza creciente de sí misma -desde luego, jamás se describe como revolucionaria y precisa siempre estar aclarando que es democrática-, de su centenario historial donde fue capaz de conducir manifestaciones sociales expresadas en la formación de sindicatos obreros, campesinos, mineros que lanzaron huelgas, protestas, tomas de terrenos urbanos y rurales; a tal punto vergonzante que ha terminado asociando el concepto de «movilización social» como sinónimo de desorden, violencia y caos, una secuela de que fue incapaz de comprender y procesar el multitudinario estallido social de 2019.
Así, ha terminado por no atreverse a rebatir y, al contrario, asimilar el discurso derechista que describe al octubrismo como «estallido delincuencial», expresión fascista que busca anular la expresión de millones de personas que salieron a las calles, con alegría y furia, a decir «basta» y a exigir cambios que no solo no llegaron sino que ahora parecen estar en las antípodas de lo posible.
La incomprensión y procesamiento correcto del estallido se evidenció en el desarrollo de la Convención Constitucional, donde campeó lo variopinto y, simultáneamente, hubo nula capacidad y/o intención de la izquierda de articularla y conducirla.
Es de tal gravedad que cabe decir que el fracaso del octubrismo es histórica y estratégicamente mucho peor, amén las víctimas, que la derrota de la Unidad Popular, porque nunca estuvo tan a mano como en 2022 establecer las bases institucionales que posibilitaran cambiar a Chile, una oportunidad derrochada que difícilmente se podrá repetir, entre otras cosas, por el inmenso repliegue que sufrió el conservadurismo en aquellos días gloriosos.
Volviendo a la buena idea de Núñez, esta tiene sin embargo un problema de fondo y es que tanto el gobierno como el Frente Amplio, y desde luego la ex concertación enquistada en La Moneda, carecen de vínculos sistémicos con las organizaciones sociales, comunitarias e identitarias, de modo que por lo pronto, senador Núñez, es imposible apelar a algo que no existe.
Lo que sí cabe es construir esos vínculos, una tarea compleja que generalmente demanda mucho tiempo y se prueba en la confianza de lo que se promete y se cumple. Es decir, para revitalizarse y sobrevivir, la izquierda requiere urgentemente sumergirse con humildad en los sectores medios y populares de Chile, aprender de sus lecturas de la realidad, de cambios culturales y antropológicos, sólo así dejará así de ser un colectivo de élites ilustradas.
Debe recordarse que los mejores líderes de la izquierda, desde Recabarren en la pampa del salitre hasta Allende en las estepas patagónicas, construyeron su prestigio personal y de la izquierda, credibilidad y respeto histórico del pueblo en la acción política basada en el vínculo constante con las comunidades y, sobre todo, en la consistencia de las conductas políticas.
Hay además que recordar que en tiempos recientes, el conjunto de las fuerzas políticas que resistieron la dictadura pinochetista, recurrieron y respaldaron una amplia gama de movilizaciones, expresadas con y sin violencia, -las protestas nacionales- que hicieron posible en 1988 y 1990 derrotarla electoralmente.
Lo que vino después, la desmovilización que impuso la Concertación, la desconexión territorial que ordenó practicar a sus militantes, por las solemnes «razones de Estado» de entonces -la fragilidad de la democracia, la continuidad de Pinochet, etc.-, esas después de convirtieron en una práctica, la de gobernar a base de acuerdos «cocinados» entre las élites; una práctica que hasta ahora está pasado la cuenta.
El presidente Boric, en su histórica victoria y al asumir la presidencia de Chile, prometió que gobernaría junto a las personas, de modo que es hora de actuar en consecuencia.
Aldo Anfossi
Periodista
Miembro de Plataforma Socialista
Felipe Portales says:
Interesante artículo, pero que olvida que en 1989 el liderazgo de la Concertación le regaló solapadamente a la derecha la futura mayoría parlamentaria, a través de la oscura negociación -entre gallos y medianoche; como la del 15 de noviembre de 2019- que llevó a las 54 Reformas constitucionales de julio de 1989 y que fueron plebiscitadas «en paquete»; siendo completamente engañada la centro-izquierda victoriosa del 88 de que al transformar los quorums de aprobación de leyes que estipulaba el Artículo 65 de la Constitución original del 80, perdía aquella. Esto lo explicó descarnadamente Edgardo Boeninger en un libro que publicó en 1997 («Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad»; pp. 367-370; y que está en PDF) al reconocer que a fines de los 80 la dirigencia de la Concertación experimentó una «convergencia» con la derecha, la que «no estaba en condiciones políticas de reconocer» (p. 369).