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El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, presentó su primer plan oficial para un escenario de postguerra en la franja de Gaza. El texto constituye un catálogo de vejaciones, a cual más sádica y deshumanizante, tal como podía esperarse de un gobierno que lleva adelante un genocidio bombardeando de forma indiscriminada a la población civil, destruyendo hospitales, asesinando sistemáticamente a periodistas para que nadie registre los crímenes de guerra que las fuerzas armadas israelíes perpetran cada hora desde hace más de cuatro meses, y bloqueando la ayuda humanitaria para eliminar por hambre o enfermedad a quienes sobrevivan a las bombas.

Entre las propuestas se cuenta la ocupación militar total de Cisjordania y Gaza; el control sobre todas las fronteras palestinas; la renuncia de este pueblo a su reconocimiento internacional como Estado (al que Netanyahu califica de unilateral, cuando lo único unilateral es la ocupación israelí); la prohibición de reconstruir el territorio arrasado por los invasores hasta que, a juicio de éstos, los palestinos se hayan despojado de cualquier medio para defenderse de las agresiones sionistas; la prerrogativa de Tel Aviv para decidir quién puede o no fungir como representante o autoridad palestina, e incluso el cierre de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA).

En resumen, el régimen neofascista israelí condiciona el fin de la masacre a la renuncia de los palestinos a su autodeterminación, a sus derechos humanos, a sus hogares, a cualquier atisbo de vida digna y hasta a la mínima protección que les provee la presencia de la ONU. Lo que Netanyahu plantea es nada menos que el sometimiento de cada hombre, mujer y niño a sobrevivir dentro de cárceles al aire libre, con un fusil israelí apuntando en todo momento a sus cabezas. En este sentido, el documento que el premier entregó a la consideración de su gabinete de seguridad no tiene nada que envidiar a los tratados con que los imperios europeos pretendían legitimar los regímenes de saqueo y opresión colonial que impusieron durante siglos de rapiña en África y Asia. Asimismo, puede considerarse una calca de los métodos con que los descendientes de europeos despojaron de sus tierras y llevaron al borde de la aniquilación a los habitantes nativos del territorio que hoy ocupa Estados Unidos. También presenta ecos de los diseños coloniales con que Washington mantiene sometido a Puerto Rico hasta hoy y con que manejó a Cuba hasta que la isla se sacudió el yugo colonial con la Revolución de 1959, hecho que ejemplifica los paralelismos y contribuye a entender la profunda complicidad entre la superpotencia y su aliado en Medio Oriente.

Ante este plan, ningún medio de comunicación, gobierno, asociación civil, así como ningún particular, puede sostener la especie de que Israel es algo distinto a un régimen colonial que mantiene una ocupación ilegal de Palestina y que perpetra una limpieza étnica contra este pueblo. La transparencia con que Tel Aviv expresa su voluntad de subyugar y reducir a una condición inhumana al pueblo palestino debe ser un punto de inflexión en la indulgencia con que Occidente trata a Israel y al escudo diplomático que tiende ante todo intento de hacerle rendir cuentas por sus crímenes contra la humanidad.

Como señaló la Presidencia palestina al rechazar los inadmisibles términos de Netanyahu, si el mundo está realmente interesado en que haya seguridad y estabilidad en la región, debe poner fin a la ocupación israelí del territorio palestino y reconocer un Estado palestino independiente con Jerusalén como capital, tal como lo mandata la legalidad internacional.

Editorial de La Jornada

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