El nacionalismo: condimento peligroso
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El renovado conflicto entre israelíes y palestinos nos hace reflexionar sobre el rol que la ideología nacionalista juega en el mundo de hoy. Por cierto, las guerras estallan primeramente por choques de intereses, sean estos económicos o estratégicos (geopolíticos); sin embargo, es innegable que en ellas siempre está presente la ideología del nacionalismo como un condimento que ayuda a diluir el mal sabor de la incierta perspectiva de una confrontación militar. El nacionalismo en su versión emocional del patriotismo permite “vender” mejor la idea de ir a la guerra, especialmente entre los jóvenes, que son los que en esto arriesgan más—pondrán su propia vida en juego.
Por cierto, hay muchos nacionalismos, y según el contexto político en que aparezca será percibido de distintas maneras. En este reciente conflicto en el Medio Oriente, el término ‘sionista’ ha sido utilizado, por los voceros de Hamas y por muchos de quienes han manifestado su rechazo a las represalias de Israel contra los habitantes de Gaza, con un sentido evidentemente negativo. Más y más, ‘sionismo’ se viene a igualar a un agresor con connotaciones asesinas. Toma un tiempo recapitular sobre el origen del vocablo. Probablemente cuesta aun más descubrir que, originalmente, el sionismo fue simplemente un movimiento nacionalista con un objetivo que –en principio— no despertaría un mayor cuestionamiento: a fines del siglo 19, Theodor Herzl junto a otros miembros de la comunidad judía en Austria, tomando en consideración las condiciones de discriminación, persecución y constante incertidumbre a que las comunidades judías estaban expuestas, propuso que la solución debiera ser la formación de lo que se llamó un hogar nacional judío.
Algunos se sorprenderán quizás de enterarse que hubo un ala sionista de izquierda, con una clara orientación socialista ya en los comienzos mismos del movimiento. Sionistas marxistas hicieron parte de la Revolución Rusa e incluso formaron su propia organización al comienzo de ese proceso. Similares grupos de sionistas se comprometieron con las oleadas revolucionarias que se dieron en Europa después de la Primera Guerra Mundial. Incluso en las entonces comunidades judías que se instalaban en el Mandato Británico de la Palestina, antes de la creación de Israel, sectores de la izquierda sionista tuvieron sus propias formaciones políticas y muchos abogaban entonces por la formación de un estado binacional, judío y árabe.
Evidentemente el sionismo, como prácticamente todos los nacionalismos, al final tuvo una evolución que lo llevó de ser un movimiento de reivindicaciones nacionales de un pueblo históricamente discriminado y perseguido, a convertirse en el condimento ideológico de la expansión israelí y de la consiguiente ocupación de territorio palestino, creando a su vez la natural reacción de rechazo de parte del pueblo que sufre la ocupación.
Por cierto, el sionismo no es el único caso en que una ideología nacionalista transita desde una mera reivindicación de un pueblo por su existencia, a un instrumento de opresión de otros pueblos. Al término de la Primera Guerra Mundial algunos de los pueblos eslavos del sur de Europa, largamente sometidos primero al Imperio Otomano, luego al Austro-Húngaro, veían cristalizadas sus aspiraciones nacionales al crearse el Reino de Serbios, Croatas y Eslovenos, que más tarde adoptaría el nombre de Yugoslavia, vocablo que simplemente en su idioma significa “tierra de los eslavos del sur”. Claro está, los eslavos del sur no hubieran logrado su objetivo de no haber sido por el apoyo británico, el cual ciertamente no fue gratuito: Londres esperaba llenar el vacío dejado por las potencias derrotadas y ejercer una suerte de tutela sobre el naciente reino.
Transcurridas una nueva conflagración mundial y varias décadas más, Yugoslavia se desintegró en medio de violentas guerras internas. Las mismas potencias de occidente que un día habían apoyado la unidad de los eslavos del sur, bajo las nuevas circunstancias creadas después de la Guerra Fría prefirieron su fragmentación, y para ello contaron con un aliado en el nacionalismo resurgente en las antiguas repúblicas y provincias, pero especialmente en Serbia, ya que esa república era la de mayor población y peso específico en la antigua federación. También un rol central lo tuvo el ex dictador Slobodan Milosevic y sus fuerzas militares que, actuando en un estilo fascista, procedieron a masacrar a miles de personas en Bosnia-Herzegovina por el solo hecho de que esa república tiene mayoría musulmana. El nacionalismo serbio también tuvo choques con los croatas y hasta ahora, mantiene un clima de tensión en la frontera de Serbia con Kosovo, esta última, una república que también tuvo que independizarse—con apoyo europeo– para evitar que su población fuera masacrada por los promotores de la Gran Serbia, nombre que los grupos neofascistas dan a su pretendida ambición de reconstruir la tierra de los eslavos del sur, no como una federación de distintas etnias, sino bajo su hegemonía.
No sólo el nacionalismo ha contribuido a crear conflictos en el continente europeo, algunos países que alcanzaron su independencia después de la Segunda Guerra Mundial, una vez que se deshicieron de sus colonizadores también implementaron políticas de dominación sobre otros grupos nacionales: en Ruanda, los hutus llegaron a las posiciones más extremas masacrando a miles de miembros de la minoría tutsi. Indonesia, un país hecho a partir de un conglomerado de islas que antes de ser colonia neerlandesa nunca formó un estado único, en su lucha independentista llegó a forjar una ideología nacionalista que no solo logró imponerse sobre las diferencias culturales y étnicas del vasto archipiélago, sino que hacia los años 60 impulsó políticas expansionistas. Así el gobierno indonesio tomó control de la parte occidental de Papúa-Nueva Guinea, intentó en un momento hacerse de Malasia y, en 1975 invadió y ocupó ilegalmente por espacio de 25 años la ex colonia portuguesa de Timor Oriental, esto último con el apoyo de Estados Unidos, ya que Indonesia entonces estaba gobernada por el dictador Suharto. En 1965 Suharto había montado un golpe de estado que resultó en la masacre de cerca de un millón de militantes y simpatizantes del entonces poderoso Partido Comunista de Indonesia. (Fue sintomático que poco antes del golpe de estado en Chile, grupos fascistoides pintaban graffiti con la inscripción “Yakarta viene”, en referencia a la capital indonesia donde habían ocurrido las mayores matanzas).
Los extremos a que lleva el nacionalismo, desde promover la superioridad de un grupo sobre otro hasta impulsar invasiones de otros territorios, hace a muchos hacer la conexión entre nacionalismo y fascismo. Sin embargo, es necesario aclarar que, si bien todos los fascistas son nacionalistas, no todos los nacionalistas son fascistas. El nacionalismo es un elemento esencial del fascismo, de ahí su radical contradicción con el marxismo como concepción teórica y del socialismo como práctica política: el concepto de lucha de clases es anatema para los fascistas porque significa introducir un elemento de división en la Nación, considerada como valor supremo del fascismo. (El rechazo a la lucha de clases llevó a que la dictadura fascista de Franco en España instituyera una forma muy sui generis de sindicatos, en que participaban patrones y trabajadores, por cierto, sin muchos resultados prácticos, aparte de intentar suprimir la defensa de los intereses de los asalariados. A la postre la clase obrera se organizaría clandestinamente).
Algunas manifestaciones del nacionalismo actual se desarrollan dentro de un marco democrático: tenemos los casos de los nacionalistas catalanes que en estos días han tenido protagonismo en la formación del nuevo gobierno español, también el de los escoceses que luego de su derrota en un referéndum para separarse del Reino Unido esperan que las condiciones se den para un nuevo intento, el cual por ahora no parece muy inminente.
Un caso que toca muy de cerca al autor de esta nota es el del nacionalismo en la provincia de Quebec, en Canadá. En dos ocasiones, en 1980 y 1995, referéndums tuvieron lugar y en ambas la opción separatista fue derrotada. Desde entonces el apoyo a una propuesta soberanista se ha mantenido estable en poco más de un tercio de la ciudadanía. El actual gobierno provincial (liderado por la Coalition Avenir Québec, una formación nacionalista no-separatista y de orientación derechista) ha implementado más bien una política de hostilidad hacia la minoría angloparlante mediante leyes que bajo el pretexto de proteger la lengua francesa, buscan erosionar la presencia del idioma inglés en la vida cotidiana de la provincia. Se sospecha que bajo esas medidas lo que se busca—aunque nunca será admitido—es una suerte de “limpieza étnica suave”, esto es la implementación de medidas no represivas, pero que apuntan a ofuscar a esa minoría anglófona, especialmente a sus integrantes más jóvenes, para que opten por marcharse de la provincia y así hacer un Quebec más homogéneamente francófono. Eso es complementado por una política inmigratoria (en Canadá la inmigración es una jurisdicción compartida entre las provincias y el gobierno central) que es también restrictiva. Quebec ha reducido el número de inmigrantes anuales a no más de 60 mil, y como requisito ellos deben hablar francés. Esto a pesar de que desde los propios círculos de la industria y el comercio se ha señalado que las necesidades de mano de obra serían de casi el doble de esa cifra.
Por cierto, cuando digo que estas son manifestaciones democráticas del nacionalismo, no debe perderse de vista que una de las características del nacionalismo como ideología es su constante evolución. El sionismo como postura defensiva ante la persecución y discriminación que históricamente sufrieron los judíos ha evolucionado en una justificación doctrinaria de la expansión territorial y el sometimiento de otro pueblo; el nacionalismo eslavo ha terminado en que naciones otrora hermanadas por la lucha contra fuerzas externas ahora se miren no sólo con desconfianza sino con abierta hostilidad al punto que hasta hace sólo unas décadas se mataban los unos a los otros. Uno quiere pensar que las propuestas democráticas del nacionalismo se mantengan en esa línea de comportamiento político, pero nadie puede predecir que puede ocurrir en el futuro, y lamentablemente el nacionalismo, como se ha demostrado tantas veces, tiene una gran capacidad para desatar enormes pasiones y energías, las que en el peor de los casos se han canalizado por las vías más irracionales.
Desde una perspectiva de izquierda, comparto la desconfianza por el nacionalismo que Karl Marx, Rosa Luxemburgo y otras figuras del pensamiento progresista manifestaron. Lo que ocurre es que—a un nivel simplemente de psicología social—si uno despoja al nacionalismo de todos sus elementos más decorativos y “simpáticos”: la exaltación de la épica de un pueblo, el colorido de su folklore y su acervo cultural y artístico—algo que está presente en toda sociedad—lo que queda es solamente una premisa sobre la cual se basa todo el edificio del nacionalismo, premisa que además es falsa: “mi nación (pueblo, etnia, tribu) es mejor que la tuya”. Afirmación falsa, por cierto: ninguna nación (pueblo, etnia, tribu) es mejor que otra, sólo pueden ser diferentes (y hasta en esto habría que escudriñar, porque a veces las similitudes superan por mucho a las diferencias).
Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)