¿Y si hablamos de conflicto español?
Tiempo de lectura aprox: 3 minutos, 1 segundos
Pedro Sánchez vuelve a ser presidente del gobierno español. Lo suyo es la resistencia, la perseverancia y la voluntad de poder. En eso a la derecha no le falta razón. No le mueve una idea de lo que debe ser España, ni proyecto mesiánico de ningún tipo. Es posible que no haya dedicado apenas tiempo a pensar cuál va a ser su legado. En Sánchez prima mucho más el instinto que la estrategia. No es un héroe, es un superviviente, aunque su habilidad para las victorias improbables está ya fuera de toda duda. Llegó en 2018 mediante una moción de censura imprevista y va camino de convertirse en el jefe de gobierno decano de la Unión Europea.
Vista cuál era la alternativa, en cualquier caso, cabe dar por buena la elección de Sánchez, al menos para quien se preocupe mínimamente por los derechos humanos, la defensa de las minorías y el respeto debido a la historia y a la memoria.
Va a ser una legislatura dura. Sánchez logró el jueves ser investido en primera votación, gracias a la mayoría absoluta que le dieron 179 votos. Es una imagen contundente que le favorece, pero que esconde muchas promesas por cumplir y muchos frentes que gestionar. Ha recibido el apoyo de siete partidos, algo que no había ocurrido nunca, y no va a ser fácil mantener el nivel. Y sin embargo, lo va a tener que hacer si no quiere caer en la parálisis, dado lo ajustado de la aritmética parlamentaria. Veremos. El PSOE es muy bueno prometiendo, pero no tanto cumpliendo. Se lo pueden preguntar a los conservadores vascos del PNV, que llevan más de cuatro décadas tratando de obtener las competencias íntegras previstas en el estatuto de autonomía aprobado en 1979. Por cierto, las pugnas paralelas entre PNV y EH Bildu en el País Vasco, y entre Junts y ERC en Cataluña, serán también motivo de tensión. En especial en el último caso.
Pero va a ser una legislatura dura, sobre todo porque la derecha ha renunciado ya a cualquier atisbo de civilización. El único gesto humano, deportivo, amable, durante la investidura pareció llegar cuando, tras la votación, el líder derrotado del PP, Alberto Núñez Feijóo, se acercó a Sánchez para darle la mano. Sin embargo, el movimiento, glacial, fue acompañado de una advertencia: “Esto es un error y usted será el responsable”. El tono general, en cualquier caso, lo puso la presidenta de la comunidad autónoma de Madrid y auténtico contrapoder en el seno del PP, Isabel Díaz Ayuso, a quien todo el mundo pudo ver llamar “hijo de puta” a Sánchez desde la tribuna de invitados del Congreso de los Diputados.
La derecha, con esa idea tan patrimonial de España, siente realmente que Sánchez está traicionando a su patria, lo cual no deja de ser significativo. En su idea de España no caben vascos y catalanes con voluntad propia. La ofensa de esta investidura la sienten como real y se han echado a la calle. La decisión de los independentistas de frenar el paso a la derecha agudiza las contradicciones españolas y depara ironías: el precio que el PSOE va a pagar –amnistía– para gobernar y, según su relato, poner fin a lo que siempre ha considerado un problema de convivencia entre catalanes, está generando un problema de convivencia de primer orden entre españoles.
La fractura es seria. Podemos hablar de conflicto español, lo cual cambia el terreno de juego. Siempre se ha hablado del conflicto vasco o del conflicto catalán, mientras en vano tratábamos de explicar, vascos y catalanes, que no, que el conflicto, en todo caso, sería entre España y el País Vasco o entre España y Cataluña. O que, en rigor, el conflicto lo tenían los propios españoles con la democracia. Las protestas de las derechas ante la sede del PSOE, donde se mezclan fascistas, falangistas, ultracatólicos y monárquicos, ponen el foco en este marco y nos hablan del conflicto español. Quien debe ir a prisión ya no son Arnaldo Otegi o Carles Puigdemont, sino el propio Sánchez. Y la amenaza es ya directamente su propia Carta Magna. “La Constitución destruye la nación”, se lee en una de las pancartas de estos días.
El problema, en cualquier caso, no está en calle. La derecha se cansa pronto de manifestarse. El problema está en que dos pilares del Estado profundo, como la judicatura y los cuerpos policiales, secunden, de palabra y obra, la ofensiva contra el gobierno y el boicot a la amnistía que aprobará, legítima y democráticamente, el Congreso de los Diputados. Está por ver cómo acaba esta carpeta. Quieren tener la última palabra y tienen los resortes para intentar que así sea. Suyos son los cimientos sobre los que se construyó el actual Estado español. Suyas son las cloacas, que funcionan ya a pleno rendimiento. “Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”, escribió Machado.
Una derecha serena sería capaz de ver en la vuelta de Puigdemont una pequeña opción de apoyarse, a medio plazo, en los conservadores vascos y catalanes para regresar a la Moncloa y hacerse con el poder, como lo hizo José María Aznar en 1996, y quitarse de encima la losa de Vox, un impedimento evidente para Núñez Feijóo. Pero la serenidad hace tiempo que huyó despavorida. Serán meses duros.
Beñat Zaldua