Israel y Hamás: el envilecimiento del discurso
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Al hablar sobre el conflicto palestino-israelí, hasta lo correcto parecen palabras huecas. Como la esperanza suena ingenua, uno se refugia en el lenguaje de la guerra o en una resignación silenciosa.
El mundo está en llamas y todo está mal y bien al mismo tiempo. Leyendo y viendo las noticias, la mayoría de las frases suenan huecas, como si no hubiera palabras para lo que está bien, como si no hubiera ningún lenguaje para describir la realidad con precisión.
La horrible masacre perpetrada por Hamás de más de 1.400 personas, la gran mayoría civiles judeoisraelíes, fue inconmensurable incluso para los estándares de los crímenes de guerra. Fue incomparable por su escala, crueldad e implacabilidad y por el terror que sembró: el pánico en el que sumió a toda una sociedad, atemorizada por una omnipresente sensación de amenaza. Ningún Estado podía abstenerse de una respuesta militar masiva tras un acontecimiento semejante.
Es totalmente erróneo “contextualizar” (por no decir justificar) un acto tan monstruoso reduciéndolo a la injusticia, el sufrimiento, la opresión y la estigmatización de los palestinos en 75 años de conflicto. Pero también es un error no aducir la historia de ocupación, injusticia y resistencia –la espiral de violencia en medio de la transición del antagonismo al odio, las semillas de esperanza pisoteadas– ni las recientes provocaciones del gobierno de derecha radical de Benjamin Netanyahu, también en Cisjordania.
Mantener la brújula moral
Uno se siente constantemente tentado de gritar “sí” y “no” al mismo tiempo. Pero las atrocidades de Hamás no hacen que la crítica a la ocupación, el estrangulamiento socioeconómico y el radicalismo de los colonos esté equivocada, del mismo modo que esto último no hace que las acciones de Hamás sean menos repugnantes. Cualquiera que empiece a hacer compensaciones mutuas aquí ya ha perdido su brújula moral.
El asesinato en masa tampoco convierte a Netanyahu –espíritu maligno de la política interior israelí durante 20 años y fuerza nacional destructiva– en un cordero angelical, como le gusta presentarse manipulando a la opinión. Su deslegitimación de cualquier crítica como “antisemita” es una herramienta barata de policía lingüística. Devalúa el odio real, la sensación de peligro a la que se enfrentan los judíos en muchas partes del mundo.
Pero aún más abstruso es utilizar la retórica del “antiimperialismo” para convertir las orgías de sangre de Hamás en comprensibles actos de resistencia. Esto demuestra una vez más, por cierto, lo problemática que es la jerga de la teoría “poscolonial” contrapuesta al canon científico-social clásico, cuando puede ser apropiada por todos y cada uno –desde el presidente ruso, Vladimir Putin, hasta los asesinos islamistas– que se representarían a sí mismos como luchadores por la libertad contra “Occidente”.
El reproche al Norte global por parte de voces del mundo árabe y musulmán –que las víctimas palestinas de la política israelí o las víctimas árabes de la política occidental en general, desde Irak a Afganistán, apenas llegan a ser noticia, a diferencia de “nuestras” víctimas de la violencia islamista– es una sólida acusación de doble rasero. Sin embargo, el instante posterior al horrible asesinato en masa de seres humanos israelíes es probablemente el momento más inapropiado para hacerla.
Cuando se dicen tantas cosas con tanta contundencia y certeza, el poco de razón que había queda aplastado con demasiada frecuencia por lo erróneo, lo malintencionado e incluso lo estúpido. Las verdades objetivas se estorban mutuamente: los nombres y rostros que se dan a las víctimas de Hamás hacen que no se conviertan en meras estadísticas anónimas, pero las víctimas de las acciones militares occidentales merecen la misma dignidad.
Como ha subrayado durante décadas el asediado movimiento pacifista israelí, la ocupación y la violencia colonial brutalizan tanto a los ocupantes como a los ocupados. Sin embargo, esto no implica una libertad moral general en la que siempre se absuelve a los embrutecidos por las circunstancias, como si estuvieran exentos de cualquier juicio o acción.
Presentar el fanatismo islamista de Hamás –sus leyes radicalmente conservadoras de “pureza”, su mundo maniqueo de amigos y enemigos– y sus consiguientes crímenes de guerra como algo comparable a los movimientos de liberación nacional de épocas pasadas es, aparte de todo lo demás, un insulto a la gran mayoría de esos movimientos de liberación. Ningún movimiento anticolonial, por lo general laico y de izquierdas, con objetivos legítimos de liberación, hizo nada remotamente parecido. La retórica de confrontación que incita a la guerra –que Israel merece un apoyo incondicional, sin ningún tipo de “si”, “pero” o “tal vez”– está mal, pero también lo está negar a Israel ese apoyo.
Cuando reacciona ante un crimen de guerra, Israel no queda eximido de la obligación de no cometer crímenes de guerra contra la propia población civil y, de hecho, debe cumplir el Derecho Internacional Humanitario. Al mismo tiempo, como Hamás comprendió con esta provocación, es muy probable que una operación militar contra una milicia atrincherada en un territorio densamente poblado traiga consigo nuevos crímenes de guerra, reforzando así el apoyo a una organización que no se ha enfrentado al electorado de Gaza desde 2006.
Simbiosis desastrosa
Originalmente surgido de un islamismo de base “bienestarista”, Hamás ha mutado a lo largo de las décadas en una secta fundamentalista cuyos combatientes, a los que ya no les frena ningún impulso humanitario, no se privan de ejecutar bestialmente a los indefensos. La democracia israelí, por su parte, se ha vuelto disfuncional debido a la polarización y las luchas, socavadas (aunque no solo) por el egocéntrico Netanyahu.
Durante años Netanyahu no ha perseguido otro objetivo que mantenerse en el poder. Se enfrenta a cargos de corrupción, que él niega, y a una pena de cárcel en caso de ser condenado. La oposición, unida solo por el rechazo, únicamente puede conjurar contra él mayorías efímeras.
Para conservar el poder, a finales del año pasado Netanyahu formó una coalición con fascistas declarados. Radicalizó la actividad de los asentamientos en Cisjordania porque es la obsesión de sus socios. Los colonos radicales, a su vez, necesitaban la protección de los militares. Por eso, de nuevo a su vez, el ejército se ausentó de la frontera de Gaza, un desmantelamiento de la arquitectura de seguridad de Israel que hizo posible la masacre de Hamás.
Hamás prospera con la radicalización, razón por la cual Netanyahu ha sido su mejor sargento reclutador. Sin embargo, hizo grande a Hamás sin ningún pudor porque prefiere un enemigo diabólico a una autoridad autónoma que podría estar dispuesta a acometer cambios adaptativos que está decidido a impedir. Esa desastrosa simbiosis ha conducido al caos que Netanyahu ha engendrado, mientras Hamás hace todo lo posible por atraer al mayor número posible de actores regionales a una guerra: un culto a la muerte de la yihad y el martirio comprometido con un mundo en llamas.
Guerra y terror
La guerra y el terror, es una norma de la historia, a menudo fortalecen precisamente a aquellos que se sienten más cómodos con el antagonismo, al tiempo que marginan a las fuerzas políticas más salubres. Se trata de una lógica fácilmente comprensible y a menudo probada, aunque –y este es el único resquicio de luz– en ocasiones ha resultado ser errónea (tomemos como ejemplo la trayectoria relativamente benigna de Macedonia del Norte, debida a figuras moderadoras clave, del acuerdo de Ohrid allí alcanzado tras el conflicto con la minoría étnica albanesa).
Solo una solución política para Israel-Palestina, promovida por humanitarios y amantes de la paz a nivel internacional, y apoyada por el sentido común práctico y la racionalidad de los creyentes en la Realpolitik, puede ofrecer una salida. Pero es una perogrullada que suena rancia: sabemos lo desesperada que es tras décadas de acontecimientos que nos han alejado más que nunca de tal solución.
Así que, en este discurso devaluado, incluso lo correcto parece una frase hueca. Como la esperanza suena ingenua, uno se refugia en el lenguaje de la guerra o en el abatimiento silencioso.
No es frecuente que llore por la muerte de un estadista. La última vez que lo hice fue cuando me quedé con la boca abierta viendo las noticias y las imágenes del asesinato en 1995 de Isaac Rabin, el primer ministro israelí que firmó los acuerdos de Oslo con el líder de la Organización para la Liberación de Palestina (laica y de izquierdas), Yaser Arafat.
Han pasado casi tres décadas. Al llegar a la edad de testigo de una época desaparecida, lo que me distingue de los más jóvenes es que ellos ni siquiera tienen memoria de una esperanza que una vez pudo ser destruida.
Por Robert Misik
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en Social Europe, en colaboración con IPS-Journal.
Las opiniones vertidas en esta sección son responsabilidad del autor y no representan necesariamente el pensamiento del diario El Clarín
,José Arellano says:
Este Robert Misik está loco de remate. Ya no puede ser más voluntariamente contradictorio . Supongo que también estará de acuerdo con que el secretario de la NU debe renunciar por osar pedir una tregua al genocidio.