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Javier Milei: la prepotencia de los impotentes

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A lo largo de su vida, sólo “su hermana y su perro” han separado a Javier Milei de la soledad, señala Juan Luis González, biógrafo del candidato presidencial argentino que hoy, entre las muchas amenazas que profesa (dinamitar el Banco Central; preconizar la venta de órganos; combatir los derechos reproductivos), expone la más peligrosa: lucir competitivo en las encuestas ante la segunda fase de la contienda electoral en Argentina.

El dato biográfico no es menor, sino que, en el exhaustivo trabajo de González –el libro El loco, publicado este año–, parece ser la clave para entender a Milei: un hombre sin habilidades sociales, propenso a brotes de furia, carente de vínculos afectivos, cuya más prolongada relación ha sido con su perro Conan (con quien se sigue comunicando a través de una “médium interespecies”, pues murió en 2017), criatura que, según Milei, junto con Dios, le encomendaron irrumpir en la política. Hoy, sin sarcasmo, el candidato presidencial tiene de “estrategas” de economía, análisis político y prospectiva, nada menos que a los clones de su fallecida mascota (a estas alturas, Calígula nombrando cónsul a su caballo provoca menos resquemor).

¿Cómo explicar el veloz ascenso de este personaje en la política argentina? Una clave se publicó en las páginas de opinión de La Jornada desde noviembre de 2022: “Milei representa a ese sector de gente que, incapaz de socializar sanamente con otros, disfraza su antipatía de una ideología del individualismo exacerbado”. Interpelar a esas personas, y renombrar su impericia social con la más amable etiqueta de “libertarios” individualistas, ha sido un inicio importante, pero insuficiente. La clave mayor parece ser otra.

Milei ha explotado un rol en esta campaña presidencial, al asumirse como un quijote que combate a la “casta”, es decir, a la totalidad de los políticos y partidos – históricos o nuevos– en Argentina, a quienes acusa no sólo ineptitud para resolver los problemas del país sino, en esencia, de ser ellos en sí mismos, junto con el Estado, el problema. Si bien esa estrategia de asumirse como un aura ajena a la política tradicional no es nueva (cosa parecida hacen voceros del PRIAN en México asumiéndose como “sociedad civil”), ha resultado efectiva en campaña. La pregunta es si esa pose anticasta y la estridencia de querer representar algo inédito son ciertas.




Los hechos dicen otra cosa. De entrada, el ascenso mediático de Milei fue respaldado por magnates añejos, peleados con el macrismo (como Eduardo Eurnekian). Su vía para posicionarse ahí fue reproducir la vieja estrategia de todos los movimientos reaccionarios desde la revolución francesa: distinguirse de la derecha “liberal” al acusarla con furia de “infiltración comunista” (lo que también reproducen partidos como Vox, en España, ante el Partido Popular o los seguidores de Eduardo Verástegui en México).

El equipo y campaña de Milei son reveladores, puesto que sus compañeros de ruta son miembros a secas de “la casta” o reproducen su pensamiento. En mítines, desplazaron el apoyo de sus simpatizantes originales para priorizar la recepción del dinero del Estado (a través de personajes vinculados a la política); y las candidaturas de su partido, La Libertad Avanza, fueron abanderadas por aquellos que más dinero dieron para comprarlas, sin importar su pasado.

La postura de Milei ante la dictadura argentina de 1976 a 1983 no es ambigua, sino peligrosa: su candidata a vicepresidenta, Victoria Villarruel, siempre reivindicó a los militares genocidas, pero en campaña matizó su discurso para explicar la violencia en ese periodo, al esbozar ahora la absurda “teoría del dragón de dos cabezas”, asumiendo que las víctimas de la represión –a quienes calumnia como “terroristas”– son tan malos como los perpetradores de los crímenes de Estado. Más nítido es el hecho de que Milei niega las cifras de desaparecidos durante la dictadura y vanagloria a represores, como Antonio Bussi, genocida en Tucumán hasta 1982, cuyo hijo Ricardo es candidato a diputado por La Libertad Avanza, rol en que promete –al igual que todas las derechas religiosas de la posguerra fría– combatir “a la ideología progre”, para así revictimizar a sectores vulnerables.

No hay nada inédito ni favorable a la libertad en las compañías y discurso de Javier Milei, cuyas salmodias contra “el maligno” (donde enmarca tanto al “socialismo” como al “populismo”) no sólo semejan al discurso enfebrecido de los curas europeos del siglo XIX, sino que reproducen, idéntica, la consigna con la cual Videla justificó su golpe de Estado y la disolución de sindicatos en 1976: “Hay que combatir a la agresión marxista y populista”.

Milei no es novedad ni anomalía: más bien encarna perfectamente los viejos prejuicios reaccionarios de la guerra fría, sólo que disfrazados de irreverencia mediante una estética punk y a través de interpelar a sectores frágiles (económica o emocionalmente) de todos los espectros ideológicos, a quienes busca no dar voz y dignidad colectivas, sino disfrazar de prepotencia individual sus carencias, pensando que así podrían volverse victimarios o, al menos, camuflarse entre sus opresores históricos.

Por Héctor Alejandro Quintanar

Académico de la Universidad de Hradec Králové, República Checa. Autor del libro Las raíces del Movimiento Regeneración Nacional

Las opiniones vertidas en esta sección son responsabilidad del autor y no representan necesariamente el pensamiento del diario El Clarín

 



Académico de la Universidad de Hradec Králové, República Checa. Autor del libro Las raíces del Movimiento Regeneración Nacional

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