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Alamiro Guzmán

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A propósito de mi texto de recuerdo del Loco Cuevas, algunos camaradas me recuerdan de otros dirigentes de la misma talla proletaria y heroica en esos tiempos crudos.

Uno de ellos, Alamiro Guzmán Órdenes, por entonces presidente de la Federación Minera, puesto en el que siguió hasta que fue detenido por la represión. Lo recuerdo alto, corpulento, pelo ensortijado, con una voz de buen padre.

Lo conocí más de cerca por mi amistad cercana y militante con su hija, Laly y su compañero Víctor Zamorano, hermano mío por derecho, vida y determinación.

No sé si nos escondíamos o era una costumbre difícil de sobrellevar, el caso es que éramos con Aldo Díaz habituales autoinvitados a la casa de Alamiro, que era como decir de la Elba, su compañera y desde esa casa muchas veces vigilada, intentábamos levantar la organización con más instinto que nada.

En ausencia de Alamiro nosotros le tomábamos el vino mientras escuchábamos a Gastón Guzmán y especulábamos acerca del derrotero de la dictadura en un tiempo de completa incertidumbre.

De a poquitos levantábamos la militancia más bien lastimada por el miedo que por otra cosa. Costaba mucho. Y éramos pocos: agreguemos en justicia al Chino Peña, otro hermano del alma.

Víctor Zamorano se recordará si fue el primero o el segundo año de la tiranía cuando entre cuatro hicimos una especie de acción audaz que fue lanzar una botella con bencina en medio de San Pablo con Matucana. Víctor hizo una arenga en contra de la dictadura aferrado a un poste y sobre los hombros del Aldo, gritamos unas consignas, lanzamos unos panfletos hechos a mano y nos retiramos ante la estupefacción de la mucha gente que a esa ahora esperaba la micro.

Luego nos fuimos a tomar una pilsen cerca de ahí.

Víctor tenía una duda hace poco. Si fue el primero o segundo año de la muerte de Neruda cuando fuimos, Víctor, Aldo y yo, al cementerio a visitar al poeta. Convenimos en que no nos acordamos. El caso es que en esa oportunidad solo estaba Matilde, su chofer y una señora que la ayudaba, y entre los seis le rendimos nuestro homenaje al poeta.

Muy cerca del golpe, los compañeros me piden sacar a un dirigente que estaba siendo buscado. Debía resolver un transporte y una casa para ocultarlo. Fernando puso su camioneta a disposición y no tuve más opción que aparecer con el perseguido dirigente comunista a la casa de la Elba, es decir de Alamiro que por entonces ya estaba prisionero en Ritoque.

La Elba Chacana no dudó un segundo en proteger al perseguido, a pesar de ser ella también un objetivo de la represión por su visible y permanente lucha por la libertad de su compañero y de los demás presos en los campos de concentración. En las patas de los caballos no buscan a nadie, dijo con su risa de pampina de pura cepa.

Estas anécdotas tempraneras vienen a cuento porque siempre terminábamos en casa de Alamiro, es decir de la Elba, y, por cierto, tomándonos su vino.

Alamiro Guzmán no tenía la impronta propia de los recios y endurecidos dirigentes proletarios de entonces, entre los que destacaban, como bien apunta Valentín Osorno, quien fue por años un joven dirigentes de los trabajadores de la construcción, Bobadilla, Lecaros, Carvajal, Cuevas, Lazo, Labraña entre otros muchos dirigentes obreros que dieron cara en los momentos de máxima represión.

Y de quienes pocos se acuerdan.

Decía que Alamiro no era el típico dirigentes obrero, siendo minero de toda la vida, más bien parecía profesor de filosofía. De voz suave, risueño, calmado en su accionar, provisto de una aguda inteligencia, casi no levantaba la voz. Era casi todo lo contrario que el Loco Cuevas cuyo vozarrón, vibrato y exuberancia era conocida por todo Chile.

Un día Alamiro se murió.

Casi nadie supo. Casi nadie lo recordaba. Ya se había instalado en el país la amnesia de las peores: la autoinducida, la que obligó a deshacer un pasado heroico en el que descollaron hombres y mujeres de la talla de Alamiro Guzmán.

Sus restos se velaron en la sede la CUT, prácticamente vacía.

Pocas veces he tenido un honor mayor que esa vez en que su familia que residía fuera del país me pide que en nombre de ellos digas una palabras ante su ataúd.

No recuerdo lo que dije, pero aún en la distancias de esos años, me estremece la misma emoción que sentí en ese salón vacío mientras se velaba a un hombre consecuente, valiente y bueno.

 

Ricardo Candia Cares

 

 

 

 

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