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Memorias de 50 años: el exilio (VII)

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El golpe militar junto con desatar la más feroz represión provocó también un fenómeno que Chile no había conocido: la salida masiva de miles de sus ciudadanos. El motivo para esa súbita emigración era obvio: se trataba de salvar sus vidas o de eludir la prisión y la tortura. La mayoría lo hizo por la percepción de que su permanencia en el país entrañaba enormes riesgos, no sólo para cada uno individualmente, sino que también para otros, en el caso de quienes poseían información que—lo más probable—bajo tortura podrían divulgar a sus represores.  También hubo quienes fueron expulsados del país luego de pasar un tiempo en prisión o relegación, en tanto que un número no menor salió porque había buscado asilo en alguna embajada.

Para el régimen militar el hecho que numerosos dirigentes políticos tomaran el camino del exilio era algo que lo favorecía, ya que significaba dejar aparentemente sin conducción a ese vasto movimiento popular. También le permitía al régimen aprovechar ese éxodo para propósitos propagandísticos: subrayaba la derrota de las fuerzas de izquierda (“el enemigo se bate en retirada”), y además le daba la ocasión de desprestigiar a los dirigentes ahora acogidos a protección diplomática en alguna embajada o derechamente instalados fuera de Chile.

Sin embargo, este éxodo también le produciría dolores de cabeza: los exiliados no se iban para callarse, desde el exterior montarían importantes redes de apoyo, tanto económico como mediático y político, a la lucha contra el régimen militar. Ese apoyo exterior también condujo a sanciones comerciales, boicots a productos chilenos y no pocas situaciones embarazosas para quienes llevaban la voz de la dictadura a foros internacionales o eran sus representantes diplomáticos.

Por cierto, siempre hubo dos categorías de exiliados: la compuesta por quienes habían ocupado altos cargos en el gobierno de la UP, de representación parlamentaria o de dirección política a nivel nacional en sus respectivos partidos, y el resto, compuesto por cuadros de nivel intermedio o local, otros con credenciales académicas, artísticas o profesionales, y la gran masa de militantes y gente simpatizante de izquierda, más sus familias, que era la que salía probablemente con más aprensiones, con más temor a lo desconocido; la mayoría de estos últimos, gente que nunca había salido del país.




Aunque desde Chile la prensa dictatorial trató en más de una ocasión de sembrar cizaña entre esas categorías del exilio (uno de los primeros reportajes sobre el tema, en la revista Qué Pasa, titulaba que los exiliados de base se quejaban de los privilegios de los dirigentes, mientras ellos “pelaban el ajo”), lo cierto es que en general se aceptaba que quienes habían sido altos dirigentes de la UP gozaran de ciertos privilegios pues se esperaba que ellos a su vez dieran conducción en la etapa de lucha antidictatorial o que incluso regresaran al interior. La verdad es que en los momentos más duros la conducción desde el exterior no fue mayormente eficaz, y tanto el Partido Socialista como el Partido Comunista dependieron del trabajo, dedicación y, muchas veces, eventual sacrificio de quienes permanecieron en Chile, más que de quienes se instalaron en Berlín, París o Moscú. Esas direcciones políticas en el exilio sí fueron eficaces cuando en la etapa final de la dictadura se veía que el cambio venía y entonces se aprestaron a los nuevos posicionamientos para lo que sería la transición. Muchos de esos dirigentes del exilio eventualmente coparían los cargos de gobierno o serían parlamentarios una vez instalada la transición, sólo en ese sentido esas direcciones o representaciones exteriores fueron eficaces, hay que aclarar.

El exilio fue un fenómeno político—acentuaba la debilidad de la izquierda ya que era una ilustración de la derrota—, fue también un fenómeno social ya que tuvo un impacto no sólo entre quienes debieron salir sino también en su entorno familiar, amistades, colegas, etc. Sin embargo, y por sobre todo, fue un fenómeno con un fuerte impacto humano.  ¿Estábamos preparados para el exilio? Ciertamente no, aunque uno sí podía proponerse ciertas premisas básicas que se archivaran en el inconsciente y se articularan en una consiguiente conducta. “No había que echar de menos a nada, ni a nadie” había dicho alguien, y aunque suene frío y hasta deshumanizado, al final podía ser una eficaz receta para mantener la salud mental. Después de todo, en la larga lista de quienes alguna vez salieron al exilio, hay nombres ilustres empezando con Carlos Marx, y siguiendo con muchos más, Lenin, Trotsky, Ho Chi Minh, Fidel Castro, para nombrar sólo a los más conocidos. Y no creo que ellos hayan tenido mucho tiempo para echar de menos, aunque eso no significa que no tuvieran también sentimientos que compartir, o a veces tener que lidiar con requerimientos más mundanos:  en una ocasión Lenin, desde Londres, le escribió a su madre para pedirle dinero (las madres son buenas en ese rubro).

En mi caso, siendo aun bastante joven al momento de salir al exilio, el no echar de menos a nadie era compensado por el hecho que tanto mi madre como mi hermana (mi padre había muerto unos pocos años antes) y otros miembros de mi familia con cuyo afecto yo contaba, tenían muy claro que salir al exilio era más seguro que permanecer en Chile.  Viviendo yo en Buenos Aires era menos causa de angustia para esos seres queridos, que andar por las calles de Santiago donde en cualquier momento a uno lo podían hacer desaparecer. El hecho de que en ese instante tampoco hubiera estado en una relación amorosa con alguna chica también era un factor que ayudaba a enfrentar el exilio más tranquilamente, el acuciante recuerdo del amor lejano era y será siempre un elemento que afecte la vida de uno. (Los siempre urgentes años de la UP ponían tanta presión sobre el tiempo del cual uno disponía, que, aparte de ocasionales encuentros con alguna compañera luego de una jornada de educación política o de los afectos compartidos con quienes habían sido algunas de mis alumnas, al momento del golpe y de mi salida al exilio no había corazones por los cuales penar, cosa afortunada en esas circunstancias).

Respecto de cosas para echar de menos y siendo un hombre práctico en este sentido, esos objetos de potencial nostalgia no eran muchos. Algunos de mis compatriotas fruncen el ceño cuando admito que nunca eché de menos la cordillera, objeto omnipresente en la geografía chilena (con la cordillera “no estoy ni ahí” como se diría en el habla coloquial chilena). Eso porque aquí donde vivo, si quiero ver montañas—muy parecidas a las chilenas, especialmente a las del sur—pues me voy a Vancouver donde están las igualmente imponentes Montañas Rocosas. Además, una vez que uno ha visto una montaña, las ha visto todas. No hay nada particularmente único en las de nuestro país.

La que sí es única, por lo tanto, irreproducible, es la obra humana—la ciudad. Citadino como soy, lo que sí pude echar de menos fueron esas esquinas del centro de nuestra capital, los trolebuses y ascensores de Valparaíso, los sándwiches de lomito en la venerable Fuente Alemana, hoy un tanto vapuleada, o aquellos centros de la bohemia estudiantil como eran los desaparecidos Il Bosco en la Alameda o Los Cisnes frente al Pedagógico. Esos espacios urbanos sí que podían ser objetos de la nostalgia; palabra no siempre bien apreciada y que es muy bonita, pues en griego viene a significar algo así como “mirar a casa con dolor”.

Que era justamente lo que se hacía en gran medida en el exilio, mirar desde lejos a través de las pocas y no siempre nítidas ventanas que teníamos a nuestro alcance. En Buenos Aires hasta antes del golpe allí, era común que unos pocos chilenos nos encontráramos frente a un kiosco en calle Corrientes, cerca de la Entel Argentina donde podíamos comprar y leer El Mercurio. Mario Planet, que trabajaba para la revista Time que tenía oficinas cerca, era uno de los habituales contertulios en ese deseo por saber qué ocurría en Chile, eso, además de saber leer entre líneas porque no había que olvidar el mensaje que años antes habían colgado los estudiantes de la Universidad Católica respecto del decano de la prensa.

Buenos Aires fue brevemente un puesto importante de tránsito de emisarios desde Chile y Europa, portando información y recursos. Un lugar que, a poco andar, se iría tornando peligroso. De mis primeros días en esa ciudad, recuerdo un momento muy especial: estaba en un café en la mítica calle Callao, la misma que en Balada para un loco Horacio Ferrer con música de Astor Piazzolla menciona así, “Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao / No ves que va la luna rodando por Callao…”, no era exactamente la luna, sino los gritos de una manifestación que avanzaba por la calle y de la que pronto distinguiría la consigna que coreaba la multitud: “¡Chile no se rinde carajo, Chile no se rinde…!” Era una manifestación en apoyo a Chile y ese momento siempre quedaría grabado en mi memoria como un hermoso instante de la gran solidaridad que el hermano pueblo argentino nos brindó.

Las comunidades que los chilenos formaron en el exilio han dado tema para mucho, Carlos Cerda en su Morir en Berlín dio una mirada muy descarnada de lo que habría sido la experiencia de los exiliados en la ex RDA. El cineasta Raúl Ruiz fue también muy crítico en su film Diálogo de exiliados (1975), ambientado en la comunidad de chilenos en París, lo que hizo que algunos lo empezaran a detestar. Todo eso sin contar los relatos de quienes como Roberto Ampuero desde la experiencia del exilio transitaron hacia la derecha, impresiones que dejó plasmada en sus novelas Nuestros años verde olivo y Detrás del muro. Eso para nombrar sólo algunos casos en que la literatura y el cine plasmaron la experiencia del exilio, la que en última instancia será siempre evaluada desde una perspectiva muy subjetiva. Quizás no hay “el exilio” sino “los (muchos) exilios”.

En Chile tal vez no hay aun una muy clara concepción de estas comunidades formadas en el exterior, las más grandes con unos 10 mil miembros, otras más pequeñas con unos pocos centenares. Por sus dimensiones y la dinámica social que se creaba en ellas, estas comunidades pueden ser comparadas a lo que sería un pequeño pueblo. Esto significa que allí se producirían grandes gestos, como los generosos esfuerzos para ayudar solidariamente a Chile, primero a la resistencia contra la dictadura, luego a iniciativas populares y—en tiempo de necesidad—enviando dinero para ayudar en casos de terremotos, incendios u otras catástrofes naturales. Eso sin olvidar las ayudas que muchos de sus miembros enviaban a sus propias familias en Chile.

Como toda pequeña comunidad, sin embargo, también se hacían presentes sus males más frecuentes, ya se sabe, eso de “pueblo chico, infierno grande”.  El chisme, el pelambre, el afán morboso y enfermizo de querer enterarse de lo que hace el vecino o la vecina, especialmente si hay sexo en la historia, han sido una práctica muy común que incluso ha interferido en más de una ocasión en el trabajo político al crear conflictos de tipo personal entre individuos y familias. La práctica del chismorreo es más usual entre aquellas personas de menor nivel educacional y así como tiene un efecto dañino en un pueblo chico, lo tuvo también en las comunidades exiliadas.

Los exiliados que llegaron a países desarrollados, como Canadá y los europeos, también cayeron a menudo en otra falla humana: una dosis de arribismo que fluctuaba entre una reacción un tanto infantil de poder disponer de elementos que nunca tuvo en Chile, y hacer ostentación de ellos (aunque no estoy muy seguro si esta historia es real o no, pero se cuenta mucho eso de alguien fotografiado al lado de un refrigerador abierto mostrando abundancia de productos. De ser cierto parecería una broma cruel al ser enviada a Chile a gente que tenía dificultades en aprovisionar sus despensas).  En el peor de los casos, el arribismo podía llevar a actitudes más perniciosas incluso negar su propia autenticidad. Ahí aparecerían algunos dándose ínfulas con niveles de estudio o hazañas de resistencia antidictatorial que sólo existían en su imaginación.

Al final ¿qué sacamos en limpio de esta experiencia del exilio? Lo que se concibió como un castigo o al menos una privación, en muchos casos se convirtió en una oportunidad. Hubo muchos que estudiaron, que hicieron de esta experiencia del exilio un aprendizaje, no sólo académico o de nuevos idiomas, sino también un aprendizaje de vida porque el contacto con otras sociedades amplió nuestros mundos. En muchos sentidos se pudo salir de un ámbito provinciano a uno más universal y con muchos aspectos positivos, por de pronto, sacudiéndonos de muchos estereotipos y prejuicios habituales en una sociedad hasta entonces más encerrada en sí misma como era la chilena.

Dicho esto, también había de parte de los exiliados, un bagaje importante de conocimientos, ideas y experiencias que se compartirían, al respecto Paulo Freire escribió en su Pedagogía de la esperanza (1992): “Nadie llega solo a ningún lado, mucho menos al exilio… Cargamos con nosotros la memoria de muchas tramas, el cuerpo mojado de nuestra historia, de nuestra cultura”. El exilio hizo que esos miles de chilenos que lo vivieron accedieran a nuevas experiencias que los enriqueció intelectual y humanamente, pero desde esas comunidades ancladas en sitios lejanos de su país de origen ellos también hicieron una valiosa contribución. Así lo ha caracterizado Mario Benedetti: “Es como un fenómeno de ósmosis: uno le da a ese pueblo que lo recibe lo mejor que tiene y ese pueblo le devuelve cosas a uno”.

 

Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)

 

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