Memorias de 50 años: cae el telón (VI)
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De acuerdo a la tradición de las tragedias griegas, el público que masivamente iba a verlas sabía de antemano qué es lo que ocurriría y cómo la obra terminaría, no había suspenso. Eso sí, lo importante era ver cómo cada uno de los actores representaría sus roles. El 11 de septiembre de 1973 caía el telón de lo que sería nuestra propia tragedia, pero su desenlace era ya anticipado en los días anteriores. El 4 de septiembre, tercer aniversario del triunfo de la Unidad Popular, la gente una vez más se congregó para celebrar en la Plaza de la Constitución, pero ya había algo en el aire: una sensación oscura. La propia expresión en el rostro de Allende esa tarde –preocupación, pesadumbre incluso— dejaba ver un presentimiento de lo que ocurriría sólo una semana después. La que debería ser una jornada de alegría, se contrastaba esa tarde por la inquietud y los persistentes rumores de que un golpe estaba en preparación.
En efecto, los rumores abundaban e incluso se decía que el golpe vendría antes del tercer aniversario del triunfo de la UP. El entonces Ministro de Relaciones Exteriores, Clodomiro Almeyda, que se hallaba de visita en Argelia, acortó su viaje y se regresó a Chile, precisamente en vista de esos rumores.
Cabe recordar cómo en esos momentos que antecedieron a la caída del telón, la derecha fue preparando el terreno para que confluyeran todos los elementos que condujeran al golpe. Uno de esos elementos fue la utilización de mujeres como punta de lanza en la oposición a las medidas del gobierno ya en las primeras protestas lanzadas a fines de 1971. Los sectores golpistas habían recurrido a las mujeres también en los días anteriores a la salida del general Carlos Prats de la comandancia en jefe del ejército, cuando esposas de algunos oficiales habían montado una provocadora manifestación frente a su residencia oficial.
El desabastecimiento de artículos de consumo, incluyendo muchos alimentos, fenómeno que se había agudizado hacia mediados de 1973, daba un muy buen pretexto a la derecha para volcar a un amplio sector de las mujeres hacia la oposición. Aunque el gobierno y los partidos de la UP, más los medios en manos de la izquierda trataban una y otra vez de hacer ver cómo la escasez de productos básicos era resultado del accionar de los sectores empresariales que acaparaban ciertas mercancías, en tanto que la huelga de los camioneros y el sabotaje a las vías férreas por parte de grupos fascistoides eran otros de los múltiples factores destinados a dificultar el acceso a bienes de consumo; al final la maquinaria mediática de la derecha pudo más. Aunque inicialmente las mujeres que se movilizaban contra el gobierno eran claramente identificables como de clase alta, eventualmente la derecha lograría enrolar en la protesta a mujeres de sectores medios e incluso a algunas de más bajos ingresos. La derecha y los sectores empresariales con apoyo de Washington, ya embarcados en una estrategia golpista, no tenían escrúpulos en desatar una crisis que golpeaba directamente a las familias, especialmente las más humildes.
Las escenas de gente, especialmente mujeres, haciendo cola para adquirir productos básicos para su alimentación y la de su grupo familiar, eran conmovedoras, nos llenaban de indignación a quienes entonces sabíamos quiénes eran los que creaban esa situación y con vehemencia tratábamos de explicar sus causas. Al mismo tiempo, se estimulaban iniciativas de distribución directa y de organización a nivel comunitario para acceder a la compra ordenada de los productos más escasos (las JAP, Juntas de Abastecimientos y Precios), sin embargo, se trató de una batalla muy difícil de librar.
En el que sería mi último artículo publicado en el diario socialista Las Noticias de Última Hora aparecido el 8 de septiembre de 1973, escribía a propósito de esa utilización de las mujeres por parte de la derecha golpista: “Hoy los mismos que hicieron de la mujer un objeto de observación sexual o una eficaz sirviente, pretenden hacerla un instrumento político que aporte elementos de afectividad que [a ellos] les proporcione beneficios publicitarios”. En esa oportunidad aludía a una marcha de mujeres llamada por la derecha el miércoles de esa misma semana, la que había degenerado en violentos ataques por parte de matones del grupo Patria y Libertad a buses, principalmente de la entonces empresa estatal ETCE, que aun circulaban desafiando el paro de los gremios del transporte. Remataba mi nota haciendo ver lo que en cambio el gobierno de la UP había hecho en favor de la mujer: “Muy diferente, por cierto, de la actitud de la izquierda (no sólo de hoy) respecto de la mujer. La irrestricta defensa de sus derechos ciudadanos hace ya más de veinte años, toda una línea de acción educativa hoy desde el Gobierno Popular, marcan precisamente esa actitud y su consecuencia la hemos podido apreciar justamente estos días cuando, mientras los reaccionarios usaban mujeres como camuflaje para el delito, el Gobierno podía exhibir un nuevo aniversario de la creación de la Secretaría Nacional de la Mujer, uno de los hechos demostrativos de la preocupación auténtica que por la mujer y su dignidad tiene la izquierda”. Ese organismo, creado en la época de la UP, sería el antecedente de lo que actualmente es el Ministerio de la Mujer e Igualdad de Género.
En lo personal, uno de los muchos momentos felices de esos tiempos de la UP tuvo justamente que ver con los esfuerzos formativos orientados a las mujeres. Por convenios de cooperación que entonces había entre diversos organismos tanto universitarios como de la administración pública, en esos meses de verano de 1972 a 1973 me encontré, junto a otro colega y compañero de partido, dando unos cursos a mujeres agrupadas en centros de madres. El ente oficial que trabajaba con los centros era el CEMA (en la dictadura desnaturalizado y privatizado por Lucía Hiriart), el que por tradición tenía como presidenta honorífica a la esposa del presidente en funciones.
Doña Hortensia Bussi tuvo ese rol en el gobierno de la UP, pero la directora ejecutiva era Celsa Parrau. El CEMA impartía cursos de carácter práctico a las madres o a quienes estaban pronto a serlo: elementos básicos de nutrición, primeros auxilios, cuidados a los bebés, etc., sin embargo, junto a ellos y como requisito, las madres también recibían cursos sobre el proceso que se estaba viviendo y las bases teóricas que lo sustentaban: el pensamiento marxista. Como profesores de filosofía estuvimos entregando algunos elementos básicos de materialismo dialéctico e histórico. Un notable desafío esto de llevar ideas filosóficas a estos grupos de señoras. ¿Cómo enseñarles a estas mujeres que probablemente sólo tenían unos pocos años de educación primaria, nada menos que los conceptos de la dialéctica? Saul Schkolnik, arquitecto y también profesor de filosofía, había diseñado un syllabus muy simple basado en la pedagogía de Paulo Freire: si el concepto básico de la dialéctica es el cambio, empezábamos pidiéndole a las señoras que nos hablaran de cómo ellas observaban el cambio en sus vidas cotidianas. Las respuestas llegaban muy rápida y espontáneamente: los cambios en sus hijos, en ellas mismas, en la gente de su entorno, algunas también mencionaban cambios en sus propias conciencias y modos de pensar. A partir de esos conceptos adelantados por ellas mismas, podíamos adentrarnos de modo muy fluido en los recovecos del pensamiento marxista. Una experiencia pedagógica que es difícil de olvidar y que también tuvo sus lados anecdóticos, ya que para llegar a unas poblaciones muy alejadas lo hacíamos en unos jeeps de fabricación soviética de los que entonces disponía el CEMA.
Las remembranzas de esos tiempos felices, de sueños y proyectos en marcha, de interminables reuniones para luego levantarnos temprano al día siguiente, de desafíos y no pocos logros, en estos cincuenta años desde que todo eso llegara a un abrupto final, nos ha dejado con un sabor agridulce a todos quienes los vivimos.
Como en la tragedia griega, todo estaba ya delineado y cada uno de los personajes asumiría su rol en el escenario: Allende, primero que nadie, como el héroe trágico por excelencia. “Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo” dijo en ese discurso final que tiene mucho de épico –la exaltación del heroísmo del protagonista— pero también de lírico, porque puede leerse como un texto casi poético de amor, de entrega de un hombre como él a la causa de los trabajadores y de los más desfavorecidos que creyeron en él.
Allende era evidentemente “el que debía morir” y él lo sabía, por eso tomó la determinación de quitarse la vida, una acción plenamente coherente con su línea de conducta y su propio sentido de dignidad: nunca habría pasado por la mente de Allende entregarse vivo a los militares, para haber sido humillado y sometido a toda clase de vejámenes. Por lo demás, en ese acto reside también gran parte de su grandeza. Un Allende exiliado —oferta que él rechazó de modo tajante cuando le fue hecha por los sublevados— haciendo antesala para ser recibido por presidentes y primeros ministros extranjeros a quienes les iría a solicitar su simpatía, hubiera sido un escenario simplemente impensable y completamente ajeno al patrón de conducta del presidente. Antes de someterse a la humillación, Allende tomó el valiente camino de la muerte en sus propios términos. (Eso, independientemente de que, como parece haber sido en la hipótesis más plausible, algún militar se habría dado “el gustito” de dispararle al cuerpo ya sin vida del presidente que evidentemente ya se había destruido su cráneo al dispararse desde su boca hacia arriba, asegurando su inmediato fallecimiento). “Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo” es la frase clave que anticipaba su intención, frase que algunos no parecen recordar.
Esa mañana del golpe luego de salir del local del Instituto de Estudios Sociales de América Latina (INESAL), el think tank del Partido Socialista, a la entrada de General Bustamante cerca de Plaza Italia, me dirigí rápidamente a mi casa, junto a una compañera que por no tener transporte ya no podía volverse a su casa que quedaba en las afueras de la ciudad. Lo que nunca faltaría: alguien que toma las instrucciones de un modo rígido, en el camino me topé con otra compañera que me insistía en que, de acuerdo con instrucciones previas, había que dirigirse al local del comité comunal. Traté de disuadirla haciéndole ver que los locales partidarios eran un blanco evidente y que a esa altura seguramente éste ya estaría copado por los militares. No pareció hacerme caso y siguió su camino, nunca supe más de ella; pero el local en cuestión era el de Londres 38, que desde esa misma fecha se transformaría en un centro de detención y tortura.
Los días que siguieron al golpe parecían trasladarnos a un mundo paralelo, a un escenario ya no de tragedia griega sino de película de terror. Por razones de seguridad me trasladé a casa de unas tías —para no despertar sospechas entre sus vecinos, ellas justificaron mi presencia indicando que yo era un sobrino de provincia cuyo pensionado universitario había sido cerrado, como efectivamente había ocurrido en algunos casos. Sin duda una buena excusa que me daba tiempo, mientras reanudaba contactos políticos, con muchas precauciones.
Las fiestas de fin de año de 1973 fueron vividas en ese ambiente de pesadumbre. Ya me había enterado de la muerte de varios que habían sido mis amigos. Apenas conteniendo las lágrimas, la noche de año nuevo, en otra casa familiar, brindé por los compañeros muertos y por los que estaban en prisión. A ese momento, uno nunca podía estar seguro de no poder pasar a ser uno de ellos también.
Las vacaciones de verano me permitieron salir de la ciudad, bajo la excusa del viaje pude retomar algunos contactos en Valparaíso y San Felipe, aunque en la mayoría de los casos la gente más bien rehuía siquiera oír hablar de reconstruir nada. “Mejor cuídese compañero, y por favor, no vuelva por acá…” era una respuesta muy habitual. Enteramente comprensible por lo demás, el temor se había apoderado de todos, mentiría si no admitiera que yo también estaba muy asustado. Aun así, grabamos en cassette en el departamento de un compañero y amigo un curso de educación política para las nuevas circunstancias creadas por el golpe. Visto con la perspectiva del tiempo, modestamente creo que fue un acto heroico, aunque también bastante temerario. Las delaciones de vecinos vengativos eran frecuentes y además había transcurrido sólo un poco tiempo después del golpe y las detenciones, desapariciones y muertes de compañeros nos golpeaban a cada momento.
Cuando en marzo de 1974 regresé a hacer clases de filosofía en el Instituto Comercial de Puente Alto, mi carrera como profesor en Chile estaría pronta a terminar. En los hechos ya estaba muy reducida ya que con el cierre del Centro de Estudios Socio-Económicos (CESO) había terminado ya en la misma fecha del golpe la ayudantía que ahí tenía. En otros centros de enseñanza las cosas también se irían complicando. Finalmente, una mañana apenas entré al instituto una secretaria—a la que siempre le voy a estar agradecida— y que ni siquiera simpatizaba con la izquierda, me advirtió que el día antes una patrulla militar había estado preguntando por mí. En lugar de irme en seguida, tuve la mala idea de hablar con el director, un sujeto al que ni siquiera deseo nombrar y ahora es muy probable que ni siquiera esté vivo. El sujeto en cuestión me amenazó que, si yo me iba de inmediato, llamaría a los militares. Sin otra alternativa, fui a hacer mi clase. Como relato en mi libro Tiempos de andar lejos (1990), “…mientras subía la escalera dando pasos que me parecían que duraban siglos, pensaba en lo absurdo de toda la situación y en la inminencia de un final terrible. Por lo menos, me decía, habrá testigos de mi detención. Había sabido de profesores a los que habían literalmente arrastrado de la sala de clases delante de sus propios alumnos. Sería por lo menos una lección en la brutalidad militar para los muchachos y muchachas, que al menos sabrían que pudo ocurrirle a su profesor” (p. 31).
Afortunadamente, en esos momentos críticos aun hay tiempo para la racionalidad, y después de algunos minutos hablando a los alumnos sobre aquel diálogo platónico que hablaba de la virtud, empecé a recapitular que, conocedor de la rutina del establecimiento como ya era, sabía que a esa altura nadie habría en los alrededores, por lo que luego de decirle a mis estudiantes que iba a salir por un momento y que estuvieran calladitos, dejé el libro de clases en una vacía sala de profesores y sin ser visto abandoné el lugar. Cuando en la tarde hablé por teléfono con la secretaria que probablemente me salvó la vida, ella me confirmó que, en efecto, una patrulla había venido por mí al momento del recreo.
Tuve sentimientos encontrados al constatar que el Regimiento de Ingenieros Ferrocarrileros de Puente Alto, en ese tiempo bajo un tal comandante Durruti (puedo equivocarme en la escritura de este nombre), que operaba el hermoso tren del Cajón del Maipo (irónicamente levantado en tiempos de la dictadura), se había convertido en un centro de detención y tortura, y que yo mismo pude haber terminado allí.
A los pocos días abandoné Chile, la dictadura aun sin una red computacional efectiva, hacía posible que si me iba rápidamente y por avión (sólo un control, en oposición a los múltiples que suponía un viaje por tierra), podía eludir la detención. Y así fue, Buenos Aires, ciudad que había visitado en un viaje con mi padre diez años antes, fue mi primera escala de un exilio que entonces no sospechaba que se prolongaría por tanto tiempo.
Mientras tanto en el país dejado atrás la feroz represión continuaba, como en la frase atribuida al anarquista Enrico Malatesta, “ahora las clases dominantes se tomarían la revancha, sólo por el susto que le habíamos hecho pasar”.
Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)