Memorias de 50 años: de la infra a la súper (V)
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Infraestructura y superestructura son dos términos ampliamente utilizados en los textos y debates políticos entre quienes adhieren al marxismo —entendido no como un recetario ni un devocionario, sino como lo que siempre debió ser, un método de análisis. La infraestructura es la base económica de la sociedad, la superestructura en cambio es la parte institucional, legal y cultural de la sociedad. En esos años de la UP ambos aspectos fueron objeto de agudas discusiones, algo enteramente lógico: las transformaciones en el campo de la economía, el traspaso al área social de empresas estratégicas, de la banca, y, sobre todo, la nacionalización del cobre y otras riquezas naturales, estaban llamadas a tener un impacto mayor en la manera cómo se producía la riqueza en Chile. Ello implicaba desde las modalidades de gestión de las empresas y el rol de los trabajadores en ellas, hasta qué producir y a quiénes beneficiar con ese nuevo enfoque de la actividad económica.
Pero hasta aquí con esta breve y somera mirada a la infraestructura. Aunque en 1973 tenía una ayudantía en el Centro de Estudios Socioeconómicos (CESO) de la Facultad de Economía Política, Sede Norte de la Universidad de Chile, mi formación es en la filosofía y en tal calidad, una de mis preocupaciones en ese tiempo era el aspecto superestructural, o más específicamente, las áreas de la cultura y cómo ellas iban siendo incorporadas en el proceso político de la UP.
En esos años “pre-Internet” la lucha ideológica en la información se daba a través de los medios de comunicación que hoy llamamos convencionales: diarios y revistas, radio y televisión. Aunque el peso económico de las clases dominantes se hacía notar en que la mayoría de esos medios eran, en mayor o menor medida, opositores al gobierno de la UP, lo cierto es que en ese terreno la Izquierda no estaba tan mal. En los hechos los sectores progresistas tenían un acceso a esos medios convencionales muchas veces superior al que hoy tienen, que es minúsculo y en el caso de los diarios en papel, cero. En materia de medios impresos, se contaba con Clarín, entonces la mayor circulación en Chile, El Siglo, diario del Partido Comunista, Puro Chile, también del PC, en un estilo popular imitando a Clarín, y el vespertino socialista Noticias de Última Hora, que entonces vendía más que La Segunda de la cadena mercurial. La Nación, como diario de gobierno también en ese período era un vocero izquierdista. Por el lado opositor estaban naturalmente los diarios de la cadena de El Mercurio, también el diario La Tercera, tabloide con pretensiones de seriedad que algunos llamaban “El Mercurio de los rotos”, La Prensa, entonces diario demócrata cristiano y Tribuna, que reproducía los mensajes de la derecha agrupada en el Partido Nacional con un estilo populachero y vulgar.
También presente, aunque se trataba de un medio más costoso, la Izquierda llegó a contar también con algunas radios: el PS tenía Radio Corporación, de presencia nacional, el PC Radio Magallanes que tuvo el mérito de ser la última en ser silenciada el día del golpe y que pudo transmitir el postrer discurso de Allende. Incluso el MIR contó con su radioemisora, Radio Nacional, que como señal distintiva de transmisión usaba los primeros acordes de La Internacional. La Radio Luis Emilio Recabarren de la CUT se contaba naturalmente entre las que apoyaban a la UP. Otras como Radio Portales, la Radio de la Universidad Técnica del Estado, y algunas emisoras regionales, completaban un horizonte radiofónico que no era tan desfavorable a la Izquierda.
Distinto era el panorama en la televisión, un medio que en Chile sólo había llegado a comienzos de la década de los 60 (más tarde que en otros países de la región). En ese tiempo sólo las universidades y el canal nacional (creado en el gobierno de Frei Montalva) tenían licencia para transmitir. En lo que era costumbre en ese tiempo (igual que ocurría con el diario La Nación), los medios estatales no se definían como “políticamente neutrales” sino que se transformaban en reflejos de la opinión del gobierno de turno. En este caso, eso favoreció a la UP naturalmente. El entonces Canal 9 de la Universidad de Chile tenía también una orientación izquierdista, pero eso cambiaría cuando el nuevo rector de esa casa de estudios, Edgardo Boeninger, con el apoyo de la mayoría del consejo universitario designó un nuevo director del canal, lo que creó un conflicto y la toma del canal por sus empleados. Situación que a la postre los tribunales saldaron en favor del rector. El Canal 13, entonces de la Universidad Católica, sí se convirtió en un feroz enemigo del gobierno y en su campaña por expandirse a todo el país, su entonces director, el siniestro cura Raúl Hasbún, incluso habría recurrido nada menos que a Michael Townley para deshacerse del guardia encargado de evitar la retransmisión de sus emisiones en Concepción.
Sin embargo, en lo central el tema de la información —entonces y ahora— era básicamente un tema de intereses políticos en juego. En un artículo que escribí entonces para el diario socialista Las Noticias de Última Hora titulado “La ideología de la información” decía: “Si tomamos cualquiera de los diarios que expresan los intereses de los patrones, encontraremos –con matices de estilo— la intención de entregar precisamente la imagen de una situación de inseguridad colectiva, producto de la incapacidad de las autoridades. Y esto es justamente el manejo de una ideología largamente entronizada, en especial en nuestras capas medias, hacia las cuales el mensaje derechista se lanza más esperanzadamente” (5 de mayo de 1973). ¿Suena algo parecido a lo que ocurre hoy? Cincuenta años más tarde parece que algunos temas aun son muy útiles para los medios y comunicadores de la Derecha.
Si bien en ese tiempo no dejamos de ver críticamente nuestras insuficiencias en materia comunicacional, a pesar que como señalo, nuestro acceso a medios convencionales era muchas veces superior al de hoy, en general el balance era positivo y después del golpe los militares procedieron a una brutal destrucción de todos esos medios y de perseguir e incluso asesinar a muchos de esos colegas que habían contribuido a lo que se llamó “concientización”—es decir, educar a las masas populares, no para que adhirieran al proyecto de la UP de un modo meramente afectivo y mucho menos fanático, sino para que lo hicieran siempre a partir de sus propias experiencias y también con un sentido crítico. Por cierto, la palabra “concientización” después del golpe pasó a engrosar la lista de los vocablos malditos y prohibidos.
Por cierto, contrariamente a lo que la dictadura quiso hacer creer, concientizar fue entonces una tarea muy noble. En este sentido, probablemente no otro esfuerzo fue más notable que el de la Editorial Quimantú, nacida de la adquisición de la antigua Editorial Zig Zag, entonces en aprietos económicos, pero que contaba con los talleres gráficos más modernos del país. Libros clásicos, así como de autores nacionales y latinoamericanos, junto a revistas que iban desde comics a aquellas de actualidad, femeninas e infantiles, eran vendidos a un costo muy abordable. La lectura en esos años creció de modo exponencial, gracias, en gran parte, a este gran empeño editorial. Eso también contribuyó a que editoriales privadas, también pudieran beneficiarse de este boom por la palabra escrita, un gran salto en materia cultural.
En otro aspecto superestructural, la educación, el gobierno de la UP simplemente aplicó y reforzó lo que había sido la reforma educacional de 1966, ciertamente la más progresista hecha en Chile en los últimos 80 años. Como profesor en ese tiempo, pude ver algo que los educadores de hoy no siempre tienen: el aprecio ciudadano y de las comunidades educativas. Sin ser excelentes —los salarios de los profesores nunca lo han sido— sí hubo importantes mejoras en otros sentidos, desde la suplencia de las plazas con prontitud, y, por cierto, los sueldos pagados desde el momento mismo del nombramiento. No había entonces evaluaciones arbitrarias y ese trabajo era más bien hecho como equipo en los talleres pedagógicos, donde profesores de una misma asignatura en los liceos de un sector de la ciudad, se reunían cada mes, discutían estrategias didácticas y en los hechos eran fuente de autoformación y evaluación. Como señalé, y doy crédito donde corresponde, esas prácticas habían sido introducidas en la reforma de 1966 la que el gobierno de Allende, muy sabiamente, no tocó ya que era muy coherente con las ideas educativas de la propia UP (algunos de los que la crearon entonces, habían dejado la DC para integrarse al MAPU) y también coincidían con los enfoques de quienes éramos jóvenes y entusiastas profesores.
Una propuesta que nunca voló, y que fue muy explotada por la Derecha en su momento, fue hecha bien entrado el año 73. Me refiero a la Escuela Nacional Unificada (ENU), proyecto que fue denunciado por la oposición entonces como “de concientización marxista” y que—la verdad sea dicha—tampoco nos convenció a muchos educadores comprometidos con la UP y que más bien la criticamos, aunque desde otras perspectivas. La urgencia de las tareas en ese crítico período hizo postergar el debate sobre la ENU, un proyecto que se quedó en el papel.
Visto ahora con la perspectiva del tiempo, el proyecto de la ENU hoy día estaría obsoleto, en otras palabras, una idea envejecida irremediablemente. En primer lugar, hoy día, dada la conciencia de que en Chile existen varias naciones o pueblos, considerando especialmente a los originarios, una escuela no puede ser “nacional”, pues un modelo único entraría en contradicción con las demandas educativas variadas de los pueblos que constituyen el estado chileno. Tampoco puede ser “unificada”, aunque por otras razones esencialmente prácticas: una escuela que bajo un mismo techo ofrezca formación científico-humanista y a la vez técnica o vocacional, requeriría recursos virtualmente imposibles de financiar. Por lo demás, experiencias en ese sentido en otras partes han fracasado porque al final no entregaban ni educación general (los ramos tradicionales de liceo), ni tampoco formación técnica de calidad, ha sido el caso de las llamadas escuelas polivalentes en la provincia de Quebec, por ejemplo.
Aunque se entiende que ideológicamente se aspiraba a disipar la diferencia clasista de los liceos, como centros de enseñanza para las clases altas y medias, mientras que institutos comerciales y escuelas industriales tenían un estudiantado más proletario, y en la percepción de muchos estos últimos eran de “segunda clase”, ese problema no iba a resolverse con la ENU, ya que en última instancia se originaba en diferencias sociales derivadas de condicionantes económicas.
¿Fue la superestructura cultural-ideológica un importante aspecto de los mil días del gobierno de Allende? Me atrevo a decir categóricamente que sí. Dado el desarrollo de las diversas facetas del ámbito cultural, su dinámica no obedece necesariamente a dictámenes de gobiernos o partidos, sino que opera de un modo mucho más imprevisible. Por esto último es que se puede decir que junto a iniciativas claramente de política pública, como fue la creación de Quimantú, por ejemplo, se dio también un conjunto de iniciativas de la gente misma en las escuelas, las poblaciones, los sindicatos: la creación de grupos musicales, de danza e interpretación, los talleres de tejidos, los grupos literarios, en fin, una amalgama de propuestas culturales que luego se verían apagadas durante la dictadura, pero renacerían incluso en esas difíciles condiciones en la forma de teatro popular, incluso las arpilleras que dieron testimonio de las luchas y desventuras durante esos aciagos años. De algún modo estas expresiones fueron ecos lejanos de la semilla cultural que se había sembrado con el gran entusiasmo de los años de la UP.
Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)