Justicia social más que represión
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La descontrolada delincuencia ha ido cambiando drásticamente la vida de los chilenos. Ya son cada vez menos los hogares que no han sufrido algún asalto a sus viviendas, robo de vehículos, secuestros y otras trasgresiones de mayor gravedad. En la pauta de los medios de comunicación, en especial de la televisión, estos delitos reciben especial cobertura y ciertamente contribuyen a que las personas circulen con temor por las calles, se abstengan de ir a los parques y plazas y terminen recogiéndose en sus casas apenas los rayos del sol empiezan a desaparecer. Este fenómeno se extiende de norte a sur del país y ha pasado a constituir la principal preocupación de los municipios, al tiempo que desde el Estado se incrementan los recursos y el número de policías, cada vez con más facultades para reprimir a quienes delinquen.
Al mismo tiempo, las compañías de seguros cada día incrementan más sus pólizas y son muchos los que ya ni siquiera denuncian los delitos, en la certeza de que las investigaciones policiales y judiciales cada vez resuelven menos estos atentados a la libertad y a la propiedad privada. Cuando son numerosas, también, las dependencias fiscales afectadas por el robo de computadores, cajas fuertes y, de paso, numerosos expedientes y otros enseres.
Lo ocurrido, sin embargo, lleva a la clase política a competir entre quienes ofrecen mayor seguridad a la población como penas más estrictas a quienes ya se han constituido en verdaderas bandas delictuales en que la presencia de menores de edad, es decir, inimputables, son más numerosos, temerarios e inhumanos. Especialmente al momento de elegir a los ancianos, a los niños y a las mujeres en objeto de sus agresiones y despojos.
La izquierda gobernante, hasta ayer muy crítica de los abusos cometidos por los agentes del orden, ahora se ha convertido en clara aliada del accionar policial, al grado de debilitar mucho el discurso de los políticos derechistas que habían sido los campeones en avalar la represión y exigir las más diligentes acciones de fiscales y jueces. En relación a esto, llama la atención de que sea el gobierno de Boric el principal patrocinador de los estados de emergencia y el desplazamiento de uniformados a la Araucanía y otras zonas de tensión y conflictos de orden político y delictivo.
Numerosas iniciativas de ley se han concretado en estos meses para atacar el femicidio, los abusos de menores e incluso los delitos contra la probidad y las colusiones empresariales para asaltar el bolsillo de los consumidores. Sin embargo, pese a todos los esfuerzos, la delincuencia común se intensifica y cambia de modalidades para sortear las miles de cámaras de vigilancia y otras medidas adoptadas a lo largo de todo el país. Es indudable que a la delincuencia de factura nacional se ha agregado la de cientos o miles de inmigrantes que ven a nuestro país como tierra fértil para la comisión de sus delitos. Importando, para peor, fórmulas criminales que han contribuido enormemente al horror en que viven millones de personas. En las que es indudable su vinculación con el narcotráfico, cuando Chile ya no solo sirve de tránsito a los estupefacientes sino, además, se ha convertido en un país productor y consumidor de drogas. El llamado microtráfico alimenta el trabajo de muchos habitantes de las poblaciones más pobres del país, asolados por otras lacras como la cesantía, la inflación y la falta de oportunidades para los más jóvenes.
En los últimos meses ha quedado en evidencia la inadecuada vigilancia que se ejerce en puertos y pasos cordilleranos, lo que ha significado el acceso de miles de toneladas de droga facilitada por la flaccidez de los controles o, incluso, la complicidad de los funcionarios públicos encargados de estas tareas. De paso, digamos que Chile es uno de los países en que existe abundante población penal, con recintos que por su hacinamiento y condiciones deplorables muy poco o nada pueden hacer por la futura reinserción social de sus internos.
Más allá de las propias contradicciones que se manifiestan en la política, es sabido que la delincuencia siempre fomenta gobiernos fuertes, que esta lacra se presenta como un gran aliciente de los golpes de estado y al descrédito de los regímenes democráticos incapaces de controlarla. Al grado que no son pocos los chilenos que abiertamente empiezan a abogar por el retorno de un régimen duro, al estilo de lo ya sucedido en El Salvador, donde ahora un presidente viola sistemáticamente los derechos Humanos con el consentimiento mayoritario de su pueblo. Las encuestas en nuestro país y otros de la Región señalan los altos índices de frustración popular respecto de la democracia, fenómeno que ciertamente amenaza la estabilidad institucional del Continente. Agreguemos que ya surgen voces que solicitan el retorno de la pena de muerte.
Ciertamente que no debiera ser la dictadura o un régimen como el de Nayib Bukele, en Centroamérica, lo que se erija como solución del problema de la delincuencia. Así mismo, poco se obtiene con medidas como las chilenas fortaleciendo al extremo a las policías y patrocinando sistemas de vigilancia que pongan en jaque la privacidad de las personas y de sus barrios. Menos, todavía, cuando estos recursos se destinan sobre todo a los sectores más pudientes, cuando ya se sabe que la cobardía de los delincuentes lo que más amenazan es a las zonas de la clase media, de los pobres e indigentes.
Aunque parezca ingenuo, en el verdadero fracaso de las políticas de seguridad implementadas en Chile, resulta que es la justicia social la que clama por una mitigación verdadera de la delincuencia. Por la posibilidad de que todos los niños del país reciban, por ejemplo, una alimentación adecuada y puedan acceder a la educación, sobre todo cuando es la deserción escolar la que ha elevado sus índices en estos últimos años.
De la misma forma, lo más urgente de todo es superar el desempleo, mejorar los ingresos de los trabajadores y, por cierto, los ingresos de los pensionados. Acabar a la brevedad con las listas de espera para recibir atención médica y cirugías, situación que crispa a los más pobres cuando desde enero a abril de este año se calcula que unas 10 mil personas han muerto y siguen falleciendo por falta de atención. A lo anterior, hay que hacer un gran esfuerzo por satisfacer las demandas habitacionales de cientos de miles de hogares o 650 mil personas. Muchos de los cuales viven en campamentos miserables o como allegados.
La solución de fondo consistiría en destinar muchos más recursos del presupuesto nacional a la redención social de los chilenos y no tanto al combate directo de los delitos derivados, en la mayoría de los casos, derivados de la pobreza y la marginalidad. Un gobierno progresista debiera contener los esfuerzos de la derecha y el gran empresariado destinados a la satisfacción de sus propios intereses, como a la existencia de castas privilegiadas cuya forma de vida constituyen un atentado al bien común y la paz interna. Mucho más que buscar el diálogo con los partidos y gremios patronales, el gobierno de Boric debiera optar más por los acuerdos sociales y estimular la movilización del pueblo en pro de sus derechos conculcados.
Además de lo anterior, es preciso que el Estado ataque con celeridad los delitos de corrupción consumados por funcionarios públicos, partidos políticos, fundaciones y otras instancias organizadas para asaltar el erario público. A meses de descubierta toda una red delincuencial que comprometió a militantes de partidos oficialistas, en el fraude fiscal más voluminoso de toda la posdictadura, claramente se ve muy insuficiente el número de personas imputadas y detenidas por estos diversos y concertados delitos en todo el país.
Que la justicia tarda, ya lo sabemos, pero cuando se extiende tanto es posible que nos encaminemos de nuevo a la impunidad que siempre favorece a los más poderosos y tanto alimenta a delincuencia común. Y la propia rebelión popular.
Por Juan Pablo Cárdenas
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