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Vaticano, autoritarismo y antisemitismo (XXXI)

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 La negación de las graves responsabilidades históricas institucionales del Vaticano por crímenes del pasado no sólo ha sido respecto del antisemitismo y la Inquisición, sino que se extendió además al genocidio que significó la conquista de América. Es un hecho que el documento oficial de la Corona española (elaborado en 1514) que pretendió legitimar dicha conquista, y que debía ser “escuchado” previamente por los indígenas –el Requerimiento-, constituía una justificación del genocidio a cometerse. En él se hacía una breve historia del mundo y cómo el Papa Alejandro VI le había otorgado estas tierras a los reyes de España. Luego, se requería de los indígenas reconocer a “la Iglesia como gobernante y superior de todo el mundo y al alto sacerdote llamado Papa, y en su nombre al rey y la reina Juana en su lugar como superiores, señores y reyes de estas islas y Tierra Firme en virtud de dicha donación” (Lewis Hanke.- La lucha española por la justicia en la conquista  de América; Aguilar, Madrid, 1967; p. 67).

 

Y si los indígenas reconocían de inmediato estas “obligaciones” todo iría bien; pero si no, los españoles “entrarán en la tierra con el fuego y la espada, subyugarán por la fuerza a los habitantes a la Iglesia y a la Corona”; y por último el documento estipulaba: “Y tomaré vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos y dispondré de ellos como Su Majestad mandare, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los males y daños que pudiere, como a vasallos que no obedecen ni quieren recibir a su señor y le resisten y contradicen; y protesto que las muertes y daños que de ella se recrecierensea vuestra culpa, y no de Su Majestad, ni mía, ni de estos caballeros que conmigo vinieron” (ibid.; 67-8).

 

El conquistador (y luego historiador) Gonzalo Fernández de Oviedo –que fue de los primeros en leérselo a los indígenas- contaba que él y sus soldados se reían mucho con el texto, y que al preguntarle al propio autor de aquél, Palacios Rubios (Juan López de Vivero), en 1516 sobre su sentido señalaba: “Me pareció que se reía muchas veces (…) y mucho más me pudiera yo reír de él y de sus conocimientos (…) si pensaba que lo que dice aquel requerimiento lo habían de entender los indios (Historia general y natural de las Indias, Tomo III; Impr. de la Real Academia de Historia, Madrid, 1853; p. 31). Asimismo, Bartolomé de Las Casas “confesó al leerlo que no sabía si reír o llorar” (Hanke; p. 70).

 

Y de las descripciones del genocidio hechas por numerosos sacerdotes y cronistas hispanos, resalta la de Las Casas respecto de las primeras acciones “civilizadoras” de los conquistadores: “Entraban en los pueblos, ni dejaban niños ni viejos, ni mujeres preñadas ni paridas que no desbarrigaban y hacían pedazos (…) Tomaban las criaturas de las tetas de las madres, por las piernas, y daban de cabeza con ellas en las peñas (…) Otros ataban o liaban todo el cuerpo de paja seca, pegándoles fuego así los quemaban. Otros y todos los que querían dejar con vida, cortábanles ambas manos (…) Enseñaron y amaestraron lebreles, perros bravísimos que viendo un indio lo hacían pedazos en un credo” (Obra  indigenista; Alianza Editorial, Madrid, 1992; pp. 73-4).




 

Las estimaciones colocan este genocidio como el mayor de la historia, tanto en términos absolutos (70 millones de personas) como relativos (90% de la población indígena); producto no sólo de matanzas directas, sino también de la introducción de enfermedades y pestes venidas de Europa; del hambre; y de la extrema debilidad que les produjo a los aborígenes la imposición de trabajos forzados, particularmente en las minas de oro y plata (Ver Tzvetan Todorov.- La conquista de América. El problema del otro; Siglo XXI, México, 1991).

 

Además, se estima que sólo durante los viajes forzados desde Africa (no sólo a la América “católica”, sino también a la anglosajona) murieron cerca de dos millones de esclavos negros (Ver Hugh Thomas.- La trata de esclavos. Historia del tráfico de seres humanos de 1440 a 1870; Planeta, Barcelona, 1998). Y desde 1619 se les impartía automáticamente el bautismo a los esclavos negros antes de embarcarlos de Africa a América, en función de un decreto del rey de España y Portugal (entonces unidos), Felipe III (Ver ibid.; p. 394).

 

Sin embargo, Juan Pablo II -en su discurso inaugural de la Conferencia episcopal latinoamericana de 1992 en Santo Domingo- no se hizo cargo, ni menos pidió perdón, de que dicho genocidio fue un producto de la brutal empresa conquistadora efectuada bajo los auspicios vaticanos y justificada eclesiásticamente con los requerimientos. Sólo reconoció que “hubo abusos de colonizadores a veces (sic) sin escrúpulos” y exaltó la labor de “denuncia de las injusticias y atropellos” realizada “por obra de Montecinos, Las Casas, Córdoba, fray Juan del Valle y tantos otros” (Conferencia episcopal peruana.- Santo Domingo. Conclusiones; Asociación Hijas de San Pablo, Lima, 2005; p. 10).

 

Peor aún fue Benedicto XVI en su discurso a la Conferencia episcopal latinoamericana de 2007 en Aparecida (Brasil), en que dijo: “El anuncio de Jesús y de su Evangelio no supuso, en ningún momento, una alienación de las culturas precolombinas, ni fue una imposición cultural extraña. Las auténticas culturas no están cerradas en sí mismas ni petrificadas en un determinado punto de la historia, sino que están abiertas, más aún, buscan el encuentro con otras culturas, esperan alcanzar la universalidad en el encuentro y el diálogo con otras formas de vida y con los elementos que puedan llevar a una nueva síntesis en la que se respete siempre la diversidad de las expresiones y de su realización cultural concreta (…) La sabiduría de los pueblos originarios les llevó afortunadamente a formar una síntesis entre sus culturas y la fe cristiana que los misioneros les ofrecían (sic). De allí ha nacido la rica y profunda religiosidad popular, en la cual aparece el alma de los pueblos latinoamericanos” (Conferencia episcopal peruana.- Aparecida. Documento Final; Asociación Hijas de San Pablo, Lima, 2007; p. 8).

 

Por cierto, ello “enojó a grupos indígenas y sudamericanos en Brasil cuando omitió toda mención de los crímenes cometidos por los colonizadores” (Gerald Posner.- God’s Bankers. A History of  Money and Power at the Vatican; Simon & Schuster, New York, 2015; p. 34). Y Leonardo Boff expresó que dichas declaraciones constituían “un insulto a los indígenas”; y catalogó como una “ignorancia” la afirmación papal de que el cristianismo se abrió camino en la región “dialogando” con las culturas precolombinas: “Los ibéricos destrozaron todo, mataban a la gente y trataban a los indígenas como si fueran herejes y enemigos de la fe” (La Nación, Santiago; 24-5-2007). Estas reacciones llevaron a Benedicto, tras diez días de reflexión, a señalar que el recuerdo del “pasado glorioso” de la Iglesia Católica en América Latina “no puede ignorar las sombras que acompañaron la obra de evangelización del continente. No es posible olvidar los sufrimientos e injusticias infligidos por los colonizadores a las poblaciones indígenas cuyos derechos humanos fundamentales fueron pisoteados a menudo” (Ibid.).

 

En este contexto, ¿qué puede extrañar la actitud de ambos papas de no percibir el carácter antisemita de muchas de sus acciones y, más aún, de no reconocer el carácter institucional del feroz y odioso antisemitismo promovido durante siglos por la jerarquía de la Iglesia?…

 

Pero también es muy importante y positivo reconocer que muchos obispos, sacerdotes y teólogos han reconocido, en total contraste con aquellos, las dimensiones genocidas de la Conquista de América; las responsabilidades institucionales de la Iglesia en ello; y la continuación del sufrimiento padecido por los pueblos latinoamericanos hasta hoy. Así, por ejemplo, el obispo claretiano español- brasileño, Pedro Casaldáliga, señaló respecto de América Latina que “hace tiempo que siento la desaparición de pueblos enteros como un absurdo misterio de iniquidad histórica que convierte mi fe en abatimiento” (Jon Sobrino.- El principio misericordia; UCA Editores, San Salvador, 1993; p. 85). Por otro lado, el jesuita español-salvadoreño y mártir de la justicia (asesinado por el ejército salvadoreño en 1989, junto con otros cinco jesuitas, la cocinera y su hija), Ignacio Ellacuría, -en contraste con la visión “gloriosa” del catolicismo latinoamericano- hablaba de los pueblos latinoamericanos como “pueblos crucificados”, rescatando el lenguaje del propio Las Casas que decía: “Yo dejo en las Indias a Jesucristo nuestro Dios, azotándolo y afligiéndolo y abofeteándolo no una sino millares de veces, cuanto es de parte de los españoles que asuelan y destruyen aquellas gentes “ (Ibid.; pp. 121-2).Y el mismo jesuita español salvadoreño, Jon Sobrino, quien dice: “En el origen de lo que hoy llamamos América Latina existe un pecado original y originante. Por decirlo con un solo dato: unos setenta años después de 1492, la población indígena había quedado reducida a un quince por ciento; muchas de sus culturas fueron destruidas y se les sometió a la muerte antropológica. Fue esta una debacle descomunal (…) y algún nombre hay que ponerle (…) Por ello se hace necesario hablar de pueblos crucificados: lenguaje metafórico ciertamente, pero que comunica mucho mejor que otros la magnitud histórica de la debacle  y su significado para la fe” (Ibid.; p. 85).

 

Pero sin duda que la peor expresión del recrudecimiento del autoritarismo y conservadurismo vaticano y de la jerarquía en general, bajo Juan Pablo II y Benedicto XVI –que no daban lugar a un reconocimiento y pedido de perdón por el odioso antisemitismo histórico-, lo constituyó el encubrimiento corporativo desarrollado por décadas de la virtual “pandemia” de pedofilia eclesial que se extendió por el mundo en la segunda mitad del siglo XX. Así, en lugar de sancionar y de denunciar ante la Justicia a los delincuentes, el Vaticano, los obispos y los directores de congregaciones optaron –en general- por trasladarlos calladamente de lugar cuando se enteraban de los casos, con lo cual no sólo les aseguraban la impunidad a los culpables, sino que además diseminaban en la práctica el mal que ellos le hacían a los niños y niñas que se educaban en colegios católicos o que formaban parte de la feligresía de sus parroquias…

 

Felipe Portales

 



Historiador

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