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¿Quién fue, realmente, el ‘padre’ de la Concertación?

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Nada es lo que siempre se dice que es, ni nada procede cien por ciento de la vertiente que siempre se asegura. Si la duda cartesiana se aplica a los eventos políticos, jamás quedará decepcionado quien así lo haga, pues logrará demostrar que el vulgo informado a través de prensa oficial –o prensa administrada por el establishment- es simplemente vulgo desinformado a propósito, con la intención de evitar que los intereses del familisterio de turno en el gobierno pueda ver resquebrajarse su autoridad y su moral.

Si lo anterior parece algo enredado, déjenme decirles que al relatar ciertos detalles de la década de 1980 la luz se derramará sobre las líneas oscuras, y todo se hará más claro y entendible…pero también provocará urticaria en muchos lectores y sorpresa en la mayoría.

En política, el año 1983 es considerado por el suscrito como un “año bisagra”, ya que en esos tensos y agitados doce meses se fraguó mucho de lo que es el establishment actual, vale decir el duopolio binominal y el familisterio que se ha apropiado de Chile en toda su largura. Acuerdos, traiciones, cobardías, entreguismos y manejo mañoso de información aherrojando a la democracia, surgen ese año… y por ello, desde entonces, todas las tiendas políticas que conforman los dos bloques oficialistas (Alianza y Concertación), han querido cubrir la verdad con el polvo del olvido y la sombra fantasmal de la no existencia.

Hace ya muchos años que la prensa independiente viene asegurando que existe una ‘sociedad de intereses económicos’ entre la derechista Alianza por Chile (ChileVamos) y la supuestamente progresista Concertación de Partidos por la Democracia (NuevaMayoría). Pese a los intentos realizados por algunos dirigentes exconcertacionistas en orden a negar lo anterior, a estas alturas del desarrollo de la política chilena caben pocas dudas respecto de lo certero que resulta el comentario de marras. ‘Patrones’ unos, ‘mayordomos’ los otros…así califica una parte de la ciudadanía a ambos bloques (adivine usted, buen adivinador, cuál de ellos es el ‘mayordomil’).




¿Es lo anterior una injuria, una falsía, un insulto gratuito? ¿Hay bases concretas para afirmar que la Concertación, desde su nacimiento, fue siempre una empleada servil y obsecuente del ‘patroncito’ derechista transnacional? Definitivamente, sí, las hay, y son difíciles de desmentir.

La historia del entreguismo comienza en 1983. 

Los hechos duros, sólidos, concretos, comienzan ese año con la elección del nuevo presidente de la poderosa Confederación de Trabajadores del Cobre (CTC). Los dirigentes de los sindicatos de Chuquicamata, El Salvador y El Teniente, reunidos en Punta de Tralca (instalaciones que la iglesia católica tiene en el litoral central cerca de El Quisco), luego de tensas reuniones y mini asambleas que duraron casi una semana, decidieron entregarle a un joven dirigente de base, Rodolfo Seguel Molina –presidente de un pequeño sindicato de empleados del mineral El Teniente-, el mando de la confederación en uno de los momentos de mayor tensión existente entre los trabajadores organizados y el gobierno dictatorial de Pinochet, representado en esa área por el ministro del trabajo, José Piñera Echenique, quien había parido el nefando Plan Laboral y la Reforma Provisional, reflejada esta última en el inmoral negociado de las Isapres y las AFP’s,

Con Seguel al mando en la CTC, se produjo la unidad sindical de importantes federaciones y confederaciones que se agruparon en torno a ella, siendo las principales: CEPCH (Confederación de Empleados Particulares de Chile), Coordinadora Nacional Sindical (CNS), el Frente Unitario de Trabajadores, y la Unión Democrática de Trabajadores.

Debido a su inexperiencia dirigencial y política, Seguel se va de lengua ante la prensa y ante sus propios socios sindicales convocando a un Paro Nacional en momentos que ninguna organización sindical ni gremial en Chile se encontraba en condiciones de “parar sus labores” ante un gobierno de facto que, sin titubeos, ordenaba el despido inmediato para quienes ‘pararan’, así como arrestos, torturas, relegaciones -e incluso la muerte- para aquellos líderes que osaran contravenir las normas de regimiento impuestas por Pinochet y sus adláteres (Tucapel Jiménez, el presidente de la ANEF, había sido asesinado en febrero del año anterior -1982- por un comando de la DINE, la dirección de inteligencia del ejército).

Finalmente, Seguel y la CTC abren sus oídos a los consejos y propuestas emanadas de las otras organizaciones y deciden cambiar el llamado a Paro Nacional por las Protestas Sociales, emulando en parte lo acaecido en París el año 1968 durante el histórico movimiento popular que tuvo contra las cuerdas a Charles de Gaulle ya  su gobierno ultraderechista.

El éxito de las Protestas Sociales fue absoluto, total. Por cierto, Pinochet intentó –como era su costumbre- reaccionar con violencia, pero hubo de sufrir una nueva derrota ya que la Corte Suprema de Justicia señaló que las ‘protestas’ no eran ilegales, marcando con ello un antecedente importante para la oposición a la dictadura. Las ‘protestas sociales’ se iniciaron el 11 de mayo de 1983, y la más dura de ellas se dio en los días 11 y 12 de agosto de ese año, ocasión en la que el país se paralizó completamente y las fuerzas de carabineros resultaron insuficientes para “desalentar” a la población que se había tomado las calles y las plazas en muchas ciudades del país. El ejército, una vez más, salió de sus cuarteles a controlar –a balazos, como siempre- las manifestaciones populares.

Pero, ni siquiera la presencia de militares armados para la guerra, ni el tránsito de tanquetas, tanques, carros blindados, helicópteros artillados y aviones de la FACH realizando sobrevuelos rasantes para amenazar a los chilenos, fueron elementos suficientes en orden a terminar con las manifestaciones y descontentos de la ciudadanía.

Pinochet se encontraba acorralado por las fuerzas vivas de la nación, vale decir, por los trabajadores, los estudiantes y los pobladores. Se veía venir, tarde o temprano, la caída del régimen y la más que probable irrupción de una Asamblea Nacional y un gobierno popular nacido de las bases mismas de la población, lo que podía significar echar por tierra los ‘avances’ neoliberales predadores estructurados por la dictadura e impuestos a bayoneta y bala por el régimen totalitario.

Entonces, tras diez años de violenta represión militar los trabajadores retoman la iniciativa, y en las jornadas más masivas y combativas de la historia reciente de Chile, pusieron en retirada a la dictadura, la cual, con la jerarquía católica y la embajada norteamericana como intermediarios, aceptará presentar al país la hoja de ruta para contener la explosión social e iniciar una salida negociada. 

Un ministro de pinochet crea la ‘concertación’. 

Al iniciarse el mes de agosto de 1983, Pinochet decide nombrar como ministro del interior a un político ‘profesional’ (como gustaba llamar el tirano a todos aquellos civiles que se dedicaban a tales afanes). Es así que entrega la conducción del gobierno interior al ultraderechista terrateniente y ex parlamentario Sergio O­nofre Jarpa, miembro activo del antiguo Partido Nacional (que era la unión de conservadores y liberales), quien se había destacado por su virulencia en la lucha frontal contra el gobierno de Salvador Allende una década antes.

Jarpa era zorro vejo en esas lides y tenía claro que con los trabajadores organizados en el Comando Nacional poco y nada lograría; por el contrario, intentar negociaciones con ellos sólo provocaría al gobierno militar el más absoluto y sonoro de los fracasos y, peor aún, originaría el derrumbe de toda la argamasa fascista-empresarial estructurada en esos años de conducción “chicaguiana”.

También sabía Jarpa que los dirigentes políticos de las tiendas partidistas opositoras (hasta ese momento declaradas “fuera de la ley” por la dictadura) coincidían con él en tales aprensiones, ya que ni los democristianos, ni los socialdemócratas, y tampoco un sector de los socialistas, aceptarían ser sobrepasados por el mundo sindical perdiendo no sólo las calles sino, principalmente, el control y conducción de las masas.

Luego de varias reuniones en las que Sergio O­nofre Jarpa tomó tecito y comió galletas con algunos dirigentes políticos opositores (seleccionados por La Moneda en un trabajo llevado a efecto por el propio Jarpa junto con su subsecretario Alberto Cardemil), y después de constatarse el éxito de la cuarta protesta social encabezada por el Comando Nacional de Trabajadores, con la anuencia del régimen pinochetista y bajo la innegable conducción y apoyo del ministro del interior del régimen, el día 22 de agosto de 1983 nace la Alianza Democrática conformada por el partido Demócrata Cristiano, el Partido Republicano (de clara tendencia derechista), el Partido Radical, el Partido Socialista, el Partido Socialdemócrata y la Unión Socialista Popular, dispuestos todos a negociar con Pinochet una transición a la democracia.

En ese intríngulis, la Alianza Democrática –por exigencia explícita del dictador y de su jefe de gabinete- llama a los dirigentes sindicales que pertenecían a sus tiendas partidistas y les ordena “entregar las banderas” de la conducción popular a los nuevos mandamases de esa ave fénix política (que de ‘nuevos’ nada tenían ya que eran los mismos actores que conjugaron la tragedia de los años 70, incluyendo por cierto a Jarpa, Cardemil, Pinochet y todos los demás).

Poco tiempo después, el 10 de noviembre de 1983, la izquierda-izquierda manifestó su descontento con lo acontecido y da origen al Movimiento Democrático Popular (MDP), que en aquel entonces se configura claramente como una alianza de la oposición alternativa de izquierda al gobierno militar-empresarial, ya que el Partido Comunista y otros sectores aledaños a esa tienda (Clodomiro Almeyda, el Mapu Obrero Campesino y el PS-CNR) habían sido excluidos de la Alianza Democrática por orden de Pinochet con la pública anuencia de los dirigentes de ese bloque.

Fue así, en suma, que algunos de los principales dirigentes del Comando Nacional de Trabajadores bajaron sus banderas y se inclinaron servilmente ante las órdenes partidistas de sus respectivas tiendas, cediéndoles la conducción de las masas y el control de las calles al nuevo esqueleto político que era del pleno gusto de Pinochet y que, pocos años después, se llamaría Concertación de Partidos por la Democracia, un bloque que se estructuró desgajándose de aquel huevo de la serpiente llamado Alianza Democrática que –en estricto rigor- había sido pensada, impulsada, orientada y creada por el ministro del interior pinochetista, Sergio O­nofre  Jarpa, cual última y desesperada forma para detener lo que hasta ese momento surgía como irrefrenable: el avance de los trabajadores hacia una Asamblea Nacional y el derrumbe de la estructura de capitalismo salvaje impuesto por el régimen tiránico.

Conocido lo anterior es posible entonces explicarse la espontánea y efusiva reacción de alegría exteriorizada por O­nofre Jarpa la noche en que el ‘pueblo concertacionista’ obtuvo el histórico triunfo en el Plebiscito de octubre de 1988, cuando el ex ministro de Pinochet fue a saludar y fundirse en abrazos con dirigentes ‘opositores’ al régimen militar, tales como Enrique Silva Cimma, Patricio Aylwin y Andrés Zaldívar, tal que si esa victoria le perteneciera también a él.

¿Y qué podía ello tener de extraño? Nada, pues, ya que estaba felicitando a sus alumnos, a su propia creación política que desde ese año 1988 –en calidad de mayordomos del gran patrón del norte- formaría parte activa e interesada del modelo que Pinochet y los ‘Chicago boys’ habían creado para beneficiar los intereses económicos de grandes consorcios transnacionales, predadores sin fronteras, Dios ni ley.

Y con la capa de falso ‘socialismo’, esa Concertación –nacida bajo el impulso y embrujo de los pinochetistas como un andamiaje sistémico- gobernó a los engañados chilenos privilegiando a todo dar, en los hechos ciertos, a quienes, precisamente, siempre habían estado (y siguen estando) a favor de la explotación del pueblo y de las enormes diferencias de clases.

 

Arturo Alejandro Muñoz

 



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