Memorias de 50 años: La tormenta y la esperanza (I)
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Abordar el tema del cincuentenario del golpe militar y, por consiguiente, el fin de esa luminosa experiencia que fue el gobierno de la Unidad Popular, presenta a quien quiera que haya sido partícipe de ese proceso, con la difícil tarea de distinguir entre los recuerdos personales de ese tiempo—por cierto, llenos de carga emocional—y lo propiamente político de esa experiencia. Sin embargo, para ser realmente auténtico en esas remembranzas, uno bien puede distinguir esos dos aspectos, pero no los puede separar. Siendo así, y como probablemente fue para muchos que entonces éramos veinteañeros protagonistas del más profundo intento de transformación política y social en Chile, esos tres años se cuentan entre los más felices de mi vida.
Los antecedentes más inmediatos de ese período, sin embargo, podrían caracterizarse como tormentosos y, a la vez, esperanzadores. Tormentosos porque los años 60 en Chile y en América Latina estaban marcados, por un lado, por una creciente alza en la conciencia de los sectores más explotados de la población, sumado al compromiso militante de amplios grupos de sectores medios—particularmente estudiantes—que se agregaban a la lucha social, muchas veces por el camino de la lucha armada. A las guerrillas colombianas, ya activas desde la década anterior, se sumaban las del Perú, Guatemala, El Salvador, algunas esporádicas como las que se ensayaron en Venezuela, y otras como las de Bolivia, Uruguay y Argentina que por su cercanía despertaban mucho interés en la izquierda chilena.
A Bolivia fueron a combatir algunos chilenos, como el socialista Elmo Catalán y ese accionar guerrillero tuvo influencia en la creación de una formación interna en el Partido Socialista que luego serían conocidos como los “elenos”, que tuvo un importante rol en la conducción partidaria durante los años de la UP. Argentina vivía esos años un importante accionar político también, con el peronismo como la fuerza política popular por excelencia, y con una fuerte presencia izquierdista. Sin embargo, la experiencia que llamaba más la atención a algunos que entonces teorizaban sobre las vías de la revolución, era la de los Tupamaros en Uruguay. La guerrilla urbana en ese país, que especialmente en 1969 se había anotado importantes éxitos en sus acciones (recuérdese la hermosa canción de Los Olimareños, Cielo del 69, “con el arriba nervioso / y el abajo que se mueve…”) desarrollaba también una importante influencia entre los campesinos y obreros en las ciudades, y era vista con mucho interés porque se consideraba que las condiciones que en ese país habían permitido el crecimiento de los “Tupas” guardaba muchas similitudes con las condiciones de Chile. En los hechos, algunas de las acciones de propaganda armada como las “expropiaciones bancarias” hechas por el MIR en ese período, se inspiraban, hasta cierto punto, en las que habían sido las primeras acciones directas de los Tupamaros.
El aspecto tormentoso del período tiene su episodio más dramático y triste en la muerte de Ernesto Che Guevara en Bolivia en 1967, lo que fue un duro golpe a lo que se veía como un ascendente proceso revolucionario. Ese traspié, sin embargo, no desanimó a las fuerzas que empuñaban las armas, algunas como los sandinistas en Nicaragua, llevarían su accionar a buen término una década más tarde, en 1979.
En Chile, sin embargo, el accionar político de la izquierda transitaba entonces por dos carriles: la irrupción del MIR y la presencia de otros grupos (“grupúsculos” los bautizaría despectivamente el Partido Comunista) que cuestionaban la vía electoral como método para llegar al poder había logrado poner en el tapete del debate el tema de los medios para hacer la revolución. Por otro lado, sin embargo, la larga tradición de democracia liberal y una trayectoria relativamente exitosa de la izquierda en las lides electorales, reafirmaban la idea que las metas transformadoras—incluso revolucionarias—de la izquierda podían obtenerse por la vía del voto.
Sin duda, la formación política que vive de un modo más patente esa dicotomía respecto de las vías al poder es el Partido Socialista. A finales del gobierno de Eduardo Frei Montalva, algunos militantes socialistas se involucran directamente en toma de tierras en que se desafía a la autoridad y el orden legal, y se llega incluso a enfrentar a las fuerzas policiales con armas.
En octubre de 1969 el general Roberto Viaux se acuartela en el Regimiento Tacna en Santiago en lo que fue un intento de rebelión militar. Viaux se plantea como portavoz de las demandas de mejoramientos salariales del ejército, pero su accionar ciertamente no tiene meros rasgos gremiales, sino que podía tener y tenía alcances políticos. La cuestión era dilucidar cuáles eran esos alcances. En el par de días que estuvo acuartelado, el general tuvo varios visitantes, entre ellos dos emisarios enviados por el Partido Socialista, que ciertamente querían indagar sobre esos alcances políticos de Viaux.
No debe escapar a nuestra atención, que en esos años se daba en el vecino Perú, la muy interesante experiencia del gobierno militar encabezado por el general Juan Velasco Alvarado, el cual había echado a andar reformas muy izquierdistas especialmente en el campo y en la expropiación de algunas empresas. Ex guerrilleros como Héctor Véjar habían entrado a colaborar en ese gobierno en la implementación de audaces medidas transformadoras. ¿Qué tal si Viaux era una versión chilena de Velasco Alvarado? ¿Podría ocurrir que la revolución proletaria viniera empujada desde las inesperadas manos de un general de la república? Planteado en términos serios y recurriendo a la propia historia, no debe olvidarse que la experiencia de la República Socialista de los 12 Días de 1932 había sido encabezada por un alto oficial militar—el comodoro del aire Marmaduke Grove, quien sería al año siguiente el principal fundador del Partido Socialista. Planteado en términos más cínicos: qué tal si la vía armada—enunciada por algunos como inevitable—no tenían para qué hacerla los propios militantes, sino que sería hecha por los militares, al fin de cuentas eso de las armas es su profesión, uno diría.
Como sabemos, en definitiva fue el camino institucional el que tanto el Partido Socialista, como incluso los grupos extraparlamentarios, avalaron para llegar al triunfo de la Unidad Popular el 4 de septiembre de 1970. Pero incluso en este plano estrictamente de accionar político, hubo que superar algunos escollos.
Aunque sin duda la figura de Salvador Allende, en este tiempo de conmemoración, cobra una especial y merecida relevancia, hacia fines de 1969, cuando se estructura la coalición de Unidad Popular, su nombre no despertaba el mismo consenso de 1958 y 1964, cuando su liderazgo era incontestable.
Incluso en el Partido Socialista, debe recordarse que la mayoría del comité central primero había nominado como precandidato a quien entonces era su secretario general, Aniceto Rodríguez. El Partido Comunista había nominado a Pablo Neruda, en lo que era más bien un gesto simbólico: el PC no aspiraba a que el candidato presidencial fuera de sus filas. El MAPU había designado a Jacques Chonchol, considerado como el padre de la reforma agraria chilena. El abogado, economista y profesor universitario Alberto Baltra, entonces un buen amigo de la izquierda y en particular del PC (por mucho tiempo presidente del Instituto Chileno-Soviético de Cultura y que en 1961 había hecho una interesante defensa de la construcción del Muro de Berlín) fue designado como abanderado del Partido Radical. Rafael Tarud, un independiente de izquierda que había fundado su propio movimiento, la Acción Popular Independiente (API) y que tenía una trayectoria bastante coherente en la izquierda era el otro candidato. Todos estos nominados no eran meros “saludos a la bandera” sino que tenían fundadas aspiraciones a ser el abanderado de la izquierda.
La nominación de Allende habría sido, al final, más el resultado de una sugerencia de los comunistas que una iniciativa del PS, que como señalé se inclinaba por Rodríguez. El PC habría hecho ver a sus compañeros socialistas que, si no nominaban a Allende, los comunistas no se sentirían obligados a privilegiar la entonces crucial alianza comunista-socialista (los dos partidos de la clase obrera) y podrían inclinarse por otro candidato: Baltra y Tarud eran los que sonaban como más probables. En vista de eso, Rodríguez retiró su postulación en favor de Allende, que fue prontamente nominado por el comité central. (Rodríguez, no siempre bien valorado por sus propios camaradas, era comúnmente asociado al grupo de los “Guatones”, en referencia al ala socialdemócrata del PS, pero los alineamientos políticos en ese tiempo eran un poco más fluidos y complejos, en los hechos Rodríguez había desplazado al sector más “tibio” del partido representado por el ex secretario general Raúl Ampuero, quien eventualmente abandonaría el PS para formar la Unión Socialista Popular, que no fue parte de la UP. De cualquier modo, el entonces secretario general del PS, más allá de sus méritos personales, carecía de la prestancia y carisma de un Allende: “Compañero Aniceto”, de algún modo y con respeto, como que no habría llegado muy lejos en despertar el fervor popular).
Por otra parte, un dato desconocido por prácticamente todo el mundo, excepto unos pocos muy cercanos a él mismo, era el hecho que Allende había sufrido en esos años, dos infartos cardíacos, aunque no de mayores consecuencias. Esta condición podría haber influido en la decisión final de los partidos de la UP por lo que Allende supo mantenerla en secreto.
Es interesante acotar que si Allende no hubiera sido nominado (algunos señalaban entonces que era tiempo de dar la oportunidad a alguien más joven, o que él, simplemente, “no podía ganar”), él como disciplinado militante no hay duda de que habría aceptado la decisión, así lo hizo ver en una de las raras ocasiones en que se le preguntó qué hubiera pasado si no hubiera sido candidato. Actitud que hubiera sido consistente con su trayectoria de militante y su rol como líder de la izquierda, no un caudillo. Mientras el rol del “líder” es de algún modo conferido por la voluntad popular misma, sin que sea un nombramiento oficial; su legitimidad, sin embargo, es dada por su adhesión a principios e ideologías políticas, en último término su relación con un partido o movimiento. El caudillo, en cambio, se sitúa de un modo personal por sobre los partidos, los casos más típicos en el Chile del siglo 20 fueron Arturo Alessandri Palma y Carlos Ibáñez del Campo. Allende fue reconocido como líder, y eso fue un factor definitorio en su nominación como el candidato de la UP en 1970, nunca fue un caudillo y siempre fue un leal militante de su partido.
Aunque el triunfo de Allende ese 4 de septiembre nos situaba entonces camino de la esperanza, los tiempos tormentosos no cesarían. El período entre el triunfo electoral y la asunción al mando del país el 3 de noviembre de 1970 también estuvo marcado por episodios trágicos—el mayor de todos, el asesinato del general René Schneider, entonces comandante en jefe del ejército—y por una atmósfera de incertidumbre creada por este inédito episodio en la historia, ya no de Chile, sino del mundo, en que un candidato marxista, liderando una amplia coalición en la que participaba el Partido Comunista, intentaría implementar—utilizando la misma institucionalidad democrática liberal existente—un programa que debería conducir a la construcción de una sociedad socialista en Chile. El segundo país después de Cuba, que abordaría esa tarea en el hemisferio. “You may say I am a dreamer / But I am not the only one”, decía John Lennon en su icónica canción Imagine. Nuestro gran sueño, el de toda una generación joven entonces, el de millones de trabajadores, el de mujeres y de la gente humilde de un pequeño país en los confines del mundo estaba a punto de comenzar.
Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)