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Constitución: la razón y la sin razón

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Las leyes de cualquier tipo, pero sobre todo las constituciones, deben dirigirse a alcanzar una racionalidad, no etérea, ideal o trascendente, sino estar fundadas en un carácter adaptativo concreto, ese que va siendo, en cada época, un rasgo común que define a todos los seres humanos o a la mayoría de ellos (siempre existen los que se quedan rezagados y nostálgicos del pasado).

Por otra parte, la razón humana debe tener la cualidad de superar lo que es la mera intuición, como también lo instintivo (las pulsiones primarias tanto como las aspiraciones cósmicas). Debe

Ser históricamente ilativa, es decir que va creciendo y madurando en el transcurrir de la vida.

 

Pero como la razón es una cualidad humana natural y, por tanto, defectuosa, puede hacernos propensos a transitar por el mal camino. De hecho, para los peores crímenes se despliegan frondosidades razonadoras que las justifican (Hannah Arendt y la “Banalidad del mal”).

Esto lleva a poner atención en otro rasgo de la razón en los hombres, un rasgo muy humano: el sesgo confirmatorio del error o el error sistemático.

 

En este desplegar naturalezas diversas, que se articulan opiniones diversas, lo que se deja ver no es  que unos estén mejor dotados para razonar bien, sino que todos podemos dirigir nuestro interés y pensamiento por caminos diferentes. Eso pensaba Descartes, quien agregaba otro punto al tema: ”Las mentes más grandes son capaces de los mayores vicios y de las mayores virtudes”.

 

  1. Mercier y Sperberg (“El enigma de la razón”), señalan que por ser la razón un módulo o modalidad modesta de adaptación natural, tiene que mostrar su eficiencia en el proceso de adaptación evolutiva, no con hechos concretos que la evidencien efectivamente, sino mediante la capacidad de argumentar justificaciones, siempre en diálogo con los otros; bueno no siempre en la modalidad de diálogo, también mediante el garrote o la seducción impropia (fake news).

 

Estos autores abonan la tesis “interaccionista”,  es decir que se sustenta en el diálogo, que se contrapone al enfoque “intelectualista”,  que propone el apartarse de los otros, para desentrañar la adaptación del yo particular, sin el “otro”. Exaltando el sí individual, desde donde obtiene las potencias iluminadoras, esas que lo hacen especial, único, separado, distinto y exclusivo. (“Los otros son el infierno”, dirá Sartre).

 

La diferencia está en que la postura “interaccionista” considera que la capacidad adaptativa no responde a una verdad ya  consagrada, sino que la verdad debe ser descubierta paso a paso en el proceso interactivo con otras personas, otros actores, incluso con los que no comparten los mismos criterios o enfoques. Este actor no es mensajero de LA VERDAD, pues la razón, en su evolución, trata de hacer lo mejor que puede con los elementos históricos disponibles en cada momento.

 

La otra corriente de la razón (la autorreferida), presupone que toda interacción con extraños, necesariamente incorpora riesgos y, por tanto, la sospecha. El otro es un desconocido que puede estar planeando alguna  agresión si me descuido, por tanto debe estar vigilante y se debe minimizar ese peligro.

 

En la historia, esta posición individualista tiende a esencializar las diferencias que separan a los grupos raciales, culturales, étnicos, ideológicos, religiosos, nacionales, etc., llegando a constituir realidades problemáticas y conflictivas muy profundas y casi siempre irreversibles, sobre todo en períodos de crisis mayores o en los tiempos en que se despierta una nueva conciencia liberadora.

 

En estas circunstancias, incluso las razones científicamente sustentadas, pueden ser inútiles o desechadas, frente a una penetrante pasión ideológica racista o clasista. La razón será anulada por las FOBIAS.

 

LA ERA POSIGUALITARIA:

 

Gilles Lipovetsky, habla de la “era hedonista”, y afirma que en estos tiempos, esta corriente del ego absoluto, se ha desubstancializado la unidad y la representación de la persona. Al desvalorizar a las personas, se llega a desacreditar la comunicación interhumana. Convierte al otro en un utensilio, en artículo despreciable o desechable, ignorable en todas sus dimensiones. Un ente al que no merece prestarle atención.

 

El “igualitarismo moderno”, nos instaba a una homogeneización y armonización sin desemejanzas. En este tiempo “posigualitario”, en cambio, nos encaminamos a transformar al otro  en extraño, en extranjero, en radicalmente e indisolublemente diferente.

 

Entonces, cuando pretendemos en las Constituciones, reconocer el derecho de todos los seres humanos, en igualdad de condiciones, resulta que el “hiperindividualismo” posigualitario nos arrincona en una postura hipertrofiada de exclusivismo.

 

El encuentro interhumano, en estas condiciones, no puede menos que ser imposible, fallido o ficticio, cómicamente ridículo (por su evidencia contradictoria), incompetente para actuar en pro e inoficioso, como resultante, pues a mayor reconocimiento formalmente igualitario, retronarán con mayor violencia las trompetas del triunfo de la diferenciación minoritaria; el ghetto prevalecerá sobre la colectividad. Cuanto más se afirme e insista en la “igualdad ideológica”, crecerá en igual proporción la diferenciación psicológica. De esta forma LA IGUALDAD TERMINA BURLANDO A LA IGUALDAD.

Esta es la realidad estructural y cultural que nos toca vivir históricamente. Lo vemos en América Latina y en la vieja Europa; también en Norteamérica y en todas partes donde se agudiza la crisis estructural del capitalismo posmoderno o neoliberal.

Entonces, plebiscitar constituciones elaboradas desde las cofradías dictantes, no constituye una estrategia recomendable para salir del problema histórico que nos compromete.

 

La igualdad moderna agotó su tiempo y la “posigualdad” viene sembrando su semilla de apartheid social y político. Si el pueblo, que es el gran rehén, no logra integrarse en conciencia participativa, será atropellado por estas ideologías extremas y se constituirá nuevamente en la gran víctima histórica, con su pobreza creciente, sus muertos irredentos, con sus migraciones catastróficas, con el rechazo de los nacionalismos estrechos y violentos, con las guerras tribales y las imperiales, que siempre están filtrando sus intereses luciferinos por cualquier rendija de la deficitaria razón o la sin razón humana.

 

Por Hugo Latorre Fuenzalida

 

 

LA CONSTITUCIÓN Y EL DISIMUL0 (PRIMERA PARTE DE ESTE ARTICULO)

 

 

La constitución y el disimulo (primera parte)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ser históricamente ilativa

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